domingo, 2 de septiembre de 2012

Vicente Huidobro


El invierno para beberlo


El invierno ha llegado al llamado de alguien
Y las miradas emigran hacia los calores conocidos
Esta noche el viento arrastra sus chales de viento
Tejed queridos pájaros míos un techo de cantos sobre las avenidas

Oíd crepitar el arcoíris mojado
Bajo el peso de los pájaros se ha plegado

La amargura teme a las intemperies
Pero nos queda un poco de ceniza del ocaso
Golondrinas de mi pecho qué mal hacéis
Sacudiendo siempre ese abanico vegetal

Seducciones de antesala en grado de aguardiente
Alejemos en seguida el coche de las nieves
Bebo lentamente tus miradas de justas calorías

El salón se hincha con el vapor de las bocas
Las miradas congeladas cuelgan de la lámpara
Y hay moscas
Sobre los suspiros petrificados

Los ojos están llenos de un líquido viajero
Y cada ojo tiene un perfume especial
El silencio es una planta que brota al interior
Si el corazón conserva su calefacción igual

Afuera se acerca el coche de las nieves
Trayendo su termómetro de ultratumba
Y me adormezco con el ruido del piano lunar
Cuando se estrujan las nubes y cae la lluvia

Cae
Nieve con gusto a universo
Cae
Nieve que huele a mar

Cae
Nieve perfecta de los violines
Cae
La nieve sobre las mariposas

Cae
Nieve en copos de olores
La nieve en tubo inconsistente

Cae
Nieve a paso de flor
Nieva nieve sobre todos los rincones del tiempo

Simiente de sonido de campanas
Sobre los naufragios más lejanos
Calentad vuestros suspiros en los bolsillos
Que el cielo peina sus nubes antiguas
Siguiendo los gestos de nuestras manos

Lágrimas astrológicas sobre nuestras miserias
Y sobre la cabeza del patriarca guardián del frío
El cielo emblanquece nuestra atmósfera
Entre las palabras heladas a medio camino
Ahora que el patriarca se ha dormido
La nieve se desliza se desliza
Se desliza
Desde su barba pulida.

Paul Auster


El cuento de navidad de Auggie Wren


Le oí este cuento a Auggie Wren.
Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre.
Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años.
Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.
Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren.
Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío.
Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.
Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida.
A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista.
Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada.
A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.
Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías.
Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo.
Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.
En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos.
Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla.
Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.
El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.
Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar.
Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca.
Todas las fotografías eran iguales.
Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.
No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación.
Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

- Vas demasiado deprisa.
Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto.
Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.
Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente.
Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones.
Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos).
Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.
Cogí otro álbum.
Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio.
Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.
Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto.
Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

- Mañana y mañana y mañana - murmuró entre dientes -, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías.
Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos.
Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.
Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría.
En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico.
¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté.
¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad.
Las propias palabras "cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza.
Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así.
Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?
Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja.
Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada.
El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.
Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre.
Me preguntó cómo estaba.
Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

- ¿Un cuento de Navidad? - dijo él cuando yo hube terminado.
¿Sólo es eso?
Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca.
Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes.
Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

- Fue en el verano del setenta y dos - dijo.
Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético.
Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable.
Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi.
Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar.
Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic.
Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié.
Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

Resultó que era su cartera.
No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías.
Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.
Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena.
No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él.
Robert Goodwin. Así se llamaba.
Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela.
En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara.
No tuve valor.
Me figuré que probablemente era drogadicto.
Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera.
De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto.
Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes.
Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina.
Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas.
Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio.
Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio.
Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre.
No pasa nada.
Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme.
Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies.
Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

- ¿Eres tú, Robert? - dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

- Sabía que vendrías, Robert - dice -.
Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes?
Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

- Está bien, abuela Ethel - dij e-.
He vuelto para verte el día de Navidad.

No me preguntes por qué lo hice.
No tengo ni idea.
Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé.
Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto.
No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía.
Sin embargo, no estaba intentando engañarla.
Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas.
Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert.
Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto.
Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos.
Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa?
Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía.
Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

- Eso es estupendo, Robert - decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo.
Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

Al cabo de un rato, empecé a tener hambre.
No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas.
Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas.
Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas.
Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo.
Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro.
Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras.
De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad.
Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente.
Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí.
Así de sencillo.
Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca.
Demasiado Chianti, supongo.
Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé.
No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme.
Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.
Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento.
Y ése es el final de la historia.

- ¿Volviste alguna vez? - le pregunté.

- Una sola - contestó.
Unos tres o cuatro meses después.
Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún.
Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí.
No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

- Probablemente había muerto.

- Sí, probablemente.

- Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

- Supongo que sí.
Nunca se me había ocurrido pensarlo.

- Fue una buena obra, Auggie.
Hiciste algo muy bonito por ella.

- Le mentí y luego le robé.
No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

- La hiciste feliz.
Y además la cámara era robada.
No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

- Todo por el arte, ¿eh, Paul?

- Yo no diría eso.
Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

- Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

- Sí - dije -.
Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara.
Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia.
Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría.
Me había embaucado, y eso era lo único que importaba.
Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

- Eres un as, Auggie - dije -.
Gracias por ayudarme.

- Siempre que quieras - contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

- Supongo que estoy en deuda contigo.

- No, no.
Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

- Excepto el almuerzo.

- Eso es.
Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

domingo, 29 de abril de 2012

MIKHAIL LÉRMONTOV

DEMON


(Fragmento I) 

       Juro por la estrella de medianoche,
por el rayo del ocaso y del levante,
que el soberano de la dorada Persia,
o ningún Rey terrestre
ha besado tales ojos.

       Jamás en una tarde calurosa
la fuente salpicante del Sultán
ha bañado tal talle
con su rocío de perlas.

       Aún ninguna mano terrestre,
errando por la frente querida
destrenzó tales cabellos.

       Desde que el mundo perdió el Paraíso,
lo juro yo, tal belleza
no ha crecido bajo el sol meridional.
(Fragmento II)
       Vuela el caballo más rápido que un ciervo; bufa y se abalanza como para la batalla. Se detiene de pronto en su carrera, rígidas al viento las orejas, las narices vibrantes, y de nuevo se lanza, enloquecido, golpeando el suelo con los tacos de sus herraduras resonantes y sacudiendo su crin, desmelenado.

       Lo monta un jinete silencioso que vacila en la montura hasta unir su cabeza con la crin. Ya no maneja la brida, pero su pie va ajustado al estribo, y se ven en la gualdrapa los chorros anchos de sangre.

       ¡Corcel audaz, como flecha sacaste a tu amo fuera del combate, pero la bala traidora del osetio lo alcanzó en las tinieblas!

       Hay llanto y gemidos en la familia de Gudal. La gente se aprieta en el patio. ¿De quién es el caballo que llegó cubierto de polvo y cayó en las piedras junto a la reja?
       ¿Quién es ese jinete sin aliento?

       Las arrugas de su rostro moreno guardan aún la ansiedad de la batalla. Están cubiertas de sangre sus armas y sus ropas, y en un apretón furioso, su mano se ha congelado en la crin...

       ¡No fue por mucho tiempo que esperaste, novia, a tu joven prometido! Ha cumplido su palabra de príncipe: llegó a la fiesta nupcial...

       ¡Ay, nunca más montará en la silla de su corcel audaz!...
(Fragmento III)
       ¡Sobre la familia incauta descendió como trueno el castigo de Dios! Cayó en su lecho sollozando la pobre Thamar. Las lágrimas se deslizan una tras otra; respira con dificultad.

       Y le parece oír sobre ella una voz mágica:

       ¡No llores, niña, no llores en vano! Tus lágrimas no caerán como rocío vivificante sobre el cuerpo mudo. Tan sólo nublarán tu mirada clara, quemarán tus mejillas virginales...

       Él está lejos; no reconocerá ni apreciará tu dolor. Una luz celeste acaricia ahora la mirada incorpórea de sus ojos, y está oyendo las melodías del Paraíso ya...

       ¿Qué son los sueños mezquinos de la vida, los gemidos y las lágrimas de una muchacha infeliz, para él, huésped de la región empírea? No... el destino de los mortales, créeme, ángel terrestre mío, no vale un instante de tu preciosa pena.

       Por el mar aéreo, sin velas, sin timón, armoniosos, flotan en la niebla los corros de los astros.

       Por los espacios infinitos de los cielos, pasan sin dejar huellas los tenues rebaños de nubes transparentes.

       Para ellas no hay dicha ni dolor en las horas del encuentro o de la separación.

       No esperan nada del porvenir ni recuerdan el pasado.

       Acuérdate de ellas en el día penoso del infortunio.

       ¡Impasible ante todo lo terrestre, sé indiferente y serena como las nubes!

       Tan pronto como la noche cubra las cimas del Cáucaso; tan pronto como el mundo calle encantado por una voz mágica; tan pronto como el viento sobre la roca agite la hierba marchita, y el pájaro escondido revoloteé alegremente en las tinieblas, y bajo la viña una flor nocturna se abra bebiendo el rocío celeste con avidez; tan pronto como la luna rubia se levante quieta tras del monte y te mire furtiva, volaré hacia ti, me quedaré contigo hasta el alba, y a tus sedosas pestañas les enviaré dorados sueños...
(Fragmento IV)
       “¡Padre!... ¡Padre! No más amenazas. No reprendas a tu Thamar. Lloro. ¿No ves estas lágrimas mías? No son las primeras... No seré de nadie. Dilo a mis pretendientes. La húmeda tierra me quitó mi esposo, y jamás daré a otro mi corazón.

       Después que enterramos al pie del monte su cuerpo ensangrentado, un espíritu maligno me turba con una irresistible visión. En la quietud de la noche una multitud de sueños extraños me inquieta. De día mi alma no puede rezar. Mi pensamiento se aleja de las palabras y un fuego corre por mis venas...

       Me consumo, me marchito cada día más.

       Padre, mi alma sufre... ¡Padre mío, ten piedad de mí!

       Entrega a un convento esta desesperada hija tuya. Allí me defenderá el Salvador... Frente a Él verteré mi pena.

       Ya no hay goces para mí en el mundo...

       Deja que la celda sombría me reciba como una ataúd”.
(Fragmento V)
        “Yo, libre hijo del éter, te llevaré por los espacios, más allá de las estrellas, y serás la reina del mundo, preciosa amiga mía. Sin pesar, sin compasión, mirarás la tierra, donde no hay verdadera ni eterna belleza, donde sólo hay crímenes, donde sólo mezquinas pasiones viven, donde no se sabe ni amar ni odiar sin temor.

       ¿No sabes tú lo que es el amor pasajero de las gentes?

       ¡Agitación de la sangre joven! Pero pasan los días y se enfría la sangre.

       ¿Quién resistirá a la separación, a la seducción de la nueva belleza, al cansancio, al tedio, a los caprichos del ensueño?

       ¡Ah, no, amiga mía, no es tu destino marchitarte en el círculo estrecho, esclava del celo grosero de la gente, entre los pusilánimes, los fríos, amigos falsos y enemigos, temores y vanas esperanzas, labores vacías y penosas!

       No te apagarás detrás de estas altas murallas tristemente, sin pasiones, tan lejos de Dios como del mundo. ¡Oh, mi bella criatura, a otro estás predestinada! ¡Otro dolor te aguarda; la hondura de otro éxtasis! Libra tus deseos pasados a su propia suerte, abandona el mundo deplorable. Yo te mostraré, en cambio, un abismo de conocimientos soberbios y pondré a tus pies una muchedumbre de servidores. Te daré esclavas ágiles y encantadoras, mi bella.

       De la estrella del levante arrancaré para ti la diadema rubia. Cogeré el rocío de la medianoche y con sus perlas cubriré tu diadema. Con un rayo del poniente envolveré tu talle y con hálitos de fragancia llenaré el aire alrededor de ti...

       Te acariciaré el oído a toda hora con una melodía divina.

       Te construiré un palacio soberbio de turquesas y de ámbar.

       Bajaré al fondo del mar.

       Volaré tras de las nubes.

       Te daré todo, todo lo terrestre. ¡Quiéreme!...”

Fuente:http://www.poeticas.com.ar/Antologias/Doce_poetas_rusos/Poemario/Lermontov_Mikhail/demon.html

sábado, 25 de febrero de 2012

Tomas Transtromer

SIESTA

Pentecostés de piedras. Y con lenguas crujientes...

La ciudad ingrávida en el espacio del mediodía.

Sepultura en luz hirviente. El tambor que acalla

los palpitantes puños de la eternidad cautiva.

El águila sube y sube sobre los que duermen.

Un sueño en que la piedra del molino se vuelve como el trueno.

Pasos del caballo con la venda en los ojos.

Los palpitantes puños de la eternidad cautiva.

Los que duermen cuelgan como péndulos en el reloj del tirano.

El águila planea, muerta, en las cascadas que fluyen del sol.

Y resonando en el tiempo -como el ataúd de Lázaro-

el ombligo que late, de la eternidad cautiva.


Fuente: http://www.elcultural.es/noticias/LETRAS/2194/Poemas_escogidos_de_Deshielo_a_mediodia_de_Tomas_Transtromer

Adonis

EL COLOR DEL AGUA

Tu color es el color del agua,

oh cuerpo del lenguaje

allí donde el agua es

levadura, rayo o fuego.

El agua se enciende y se convierte en rayo, se convierte

en levadura y en fuego,

en nenúfar

que pide mi almohada

para dormir...

Oh río del lenguaje,

viaja conmigo dos días, dos semanas por la levadura de los secretos,

recogeremos mares, descubriremos madreperlas,

lloveremos rubíes y ébano,

aprenderemos que la magia

es un hada negra

que no se enamora más que de el mar.

Viaja conmigo, aparece aquí... desaparece allí...

y pregunta conmigo, oh río del lenguaje,

por la concha que muere para convertirse

en nube roja

de lluvia,

en isla

que camina o vuela,

pregunta conmigo, oh río del lenguaje,

por una estrella cautiva

en las redes del agua

que lleva entre sus pechos

mis últimos días.

Pregunta conmigo, oh río del lenguaje,

por una piedra de la que brota el agua,

por una ola de la que nace la roca,

por el animal del almizcle, por una paloma de luz.

Desciende conmigo por el tragaluz de las tinieblas

al lugar

donde habita el tiempo roto

para que el lenguaje sea

un poema que se viste con el rostro del mar.


Fuente: http://www.poesiaarabe.com/el_color_del_agua.htm