domingo, 14 de noviembre de 2010

Fernando Pessoa

¡No, no digas nada!

¡No: no digas nada!
Suponer lo que dirá
tu boca velada
es oírlo ya.

Yo oí lo mejor
de lo que dirías.
Lo que eres no viene a la flor
de las frases y los días.

Es mejor de lo que tu.
No digas nada: lo sé!
Gracia del cuerpo desnudo
que invisible se ve.


Fuente:http://amediavoz.com/pessoa.htm#%C2%A1NO,%20NO%20DIGAS%20NADA!

martes, 2 de noviembre de 2010

Héctor Tizón




Hace ya muchos años, cuando yo era un niño, a Yala sólo se podía llegar por tren; en los prolongados veranos, que aquí van de noviembre a marzo, el estiaje de los ríos cortaba los caminos y nadie -hombre ni bestia- se atrevía a desafiar sus torrentes desmadrados y rugientes que a su paso, cuesta abajo arrastraban piedras, troncos muertos y árboles arrancados de cuajo. Yala entonces, un pueblo no más grande y numeroso que un par de familias, gozaba de autonomía, la gente moría longeva y era enterrada en el camposanto que entonces estaba junto a la antigua y pequeña iglesia. Contaba el pueblo con dos boliches ejemplares, un peluquero ambulante, un loco manso y patético como Job, dos ingleses, un húngaro, que enseñó en mi casa a fabricar embutidos de hígado de ganso, una bruja que había perdido la gracia y un lapidario, no de piedras preciosas ni de mármol, sino de cantos rodados y lajas.

Aquí puede decirse que he nacido y aquí estoy sintiendo cómo transcurre la vida. No ha cambiado mucho, salvo la velocidad, que ha muerto a las distancias. Aunque ahora ya hay muchos que no nos conocemos. Pero, en lo que importa, todo está como lo veían mis ojos cuando se deslumbraban con la luz y la oscuridad y las tormentas y las nubes amontonadas vagabundas en el cielo. Ya no está aquí la dulce voz de mi madre ni los silencios de mi padre. Ya no está "Madreselvas en flor" ni hay "Noches de ronda" en la victrola familiar. Pero sí están y seguramente estarán sus altas montañas verdes y sus bosques y sus lagunas, sus cielos surcados por bandadas de golondrinas y de loros que se turnaban en sus exilios y regresos, y apenas dejo que mis recuerdos escapen, escucho el gorgotear de aguas que se deslizan con indisciplina en el silencio, y casi siempre en mis paseos por los callejones de Yala, me cruzo con Hesíodo, con el Buen Ladrón, con la Celestina o Estebanillo González, con un campesino que fue tripulante del Pequod, con una mujer del coro griego con sus paños de luto, con un parroquiano de las tabernas de Chaucer, con un discípulo de Jesús. También veo a Shylock despachando harina al menudeo en su almacén y anotando ávidamente en las libretas de al fiado de sus clientes; a todos los habitantes de Fuenteovejuna, al cochero de un sueño de Quevedo, a Huckleberry Finn; veo el esplendor de una siesta en Typasa y una puesta de sol en Laponia; al Diablo de Fausto, pero jugando a la taba. Y escucho ladrar a los perros del porquero de Ulises. Me cuentan de una ciega que recuperó la vista al golpear la cabeza contra un poste, y de un peón ferroviario, que atormentado por los celos, balaceó la fotografía de su mujer. Escucho hablar de los ómnibus que llegan de La Quiaca y el eco de las palabras de aquellos que esperaban las naves de Sidón y Tiro o los bajeles vikings. Hay un rasgueo de guitarra común a Lorca, Santos Vega y Borges, y un paisaje de bruma y de verde que ya ha sido señalado por Baroja. Yo he llevado una canasta y compro vino y pan y vuelvo a comprobar que esa hambre y esa sed no hacen más que reflejar como en una sucesión de espejos el antiguo ritual. Y pienso, o siento -que es pensar con ganas- que el símbolo encarnado en Jesucristo, vida, pasión y muerte, no es más que la repetición de ese sueño soñado por el viejo Heráclito.

Todos en realidad, al cabo de los años, llevamos Yala en el fondo de nuestro corazón.


Fuente:http://www.educ.ar/educar/yala-jujuy-por-hector-tizon.html

viernes, 16 de julio de 2010

Jose Bianco

Sombras suele vestir (fragmento)


Llegó el dia en que la señora de Vélez se acostó entre un fragante desorden de junquillos, varas de nardo, fresias y espadañas. El médico de barrio, a quien doña Carmen arrancó del lecho esa madrugada, diagnosticó una embolia pulmonar. La ceremonia fúnebre tuvo lugar en el primer departamento, al lado de la puerta de calle, que a ese fin cedió una vecina. Los inquilinos entraban a la pieza de puntillas y una vez junto al ataúd dejaban caer sus miradas sobre el rostro de la señora de Vélez con todo el estrépito que habían contenido en sus pasos. Pero del ataúd no llegaban señales de protesta. A la señora de Vélez no parecían molestarla esas miradas, ni los cuchicheos de los condolientes (sentados en torno a Jacinta y Raúl) ni el ir y venir de doña Carmen (un rosario negro enroscado a la muñeca) que distribuía con sigilo infructuoso tazas de café, arreglaba coronas de palmas o disponía nuevos ramitos a los pies del ataúd. En un momento dado Jacinta salió de la rueda, se dirigió a la portería, marcó un número en el teléfono. Después dijo, en voz muy baja:
- ¿No ha preguntado nadie por mi?
- Ayer -le contestaron- habló Stocker para verla a usted hoy, a las siete. Quedó en hablar de nuevo. Me pareció inútil llamarla.
- Digale que voy a ir. Gracias.
Fue el comienzo de una tarde difícil de olvidar. Primero, en la pieza de su madre, Jacinta permaneció un largo rato con los sentidos anormalmente despiertos, ajena a todo y a la vez de todo muy consciente, cernida sobre su propio cuerpo y los objetos familiares que se animaban de una vida ficticia en honor a ella, refulgían, ostentaban sus planos lógicos, sus rigurosas tres dimensiones. «Quieren ser mis amigos -no puedo menos de pensar- y hacen esfuerzos para que yo los vea», porque este aspecto inesperado parecía corresponder a la identidad secreta de los objetos mismos y a la vez coincidir con su yo profundo. Dio algunos pasos por la pieza mientras perduraba en sus labios, con toda la agresividad de una presencia extraña, el gusto del café. «Y yo no los miraba. La costumbre me alejaba de ellos. Hoy los he visto por primera vez.»
Y sin embargo, los reconocía. Ahí estaba ese extravagante mueble barroco (los dos mazos de naipes sobre el cuero amarillento) que terminaba en una repisa con un espejo incrustado. Ahí estaban las medicinas de su madre, un frasco de digital, un vaso, una jarra con agua. Y ahí estaba ella, con su cara de planos vacilantes, sus rasgos inocentes y finos. Todavía joven. Pero los ojos, de un gris indeciso, habían madurado antes que el resto de su persona. «Tengo ojos de muerta.» Pensó en los ojos horizontales de su madre, guarecidos bajo una doble cortina de párpados venosos, en los de Raúl. «No; son miradas distintas, no tienen con la mía nada de común.» Había en sus ojos el orgullo de los que son señores y dueños de su propio rostro, pero ya la estrofa final asomaba en ellos: azucenas que se pudren, una especie de clarividencia inútil que se complace en su falta de aplicación. Le traían reminiscencias de otras personas, de alguien, de algo. ¿Dónde había visto una mirada semejante? Durante un segundo su memoria giró en el vacio. Se trataba de un cuadro, tal vez. El vacío se fue poblando, adquirió tonalidades azules, rosadas. Jacinta apartó los ojos del espejo y vio abrirse ante ella un balcón sobre un fondo nocturno, vio ánforas, perros extáticos, más animales: un pavo real, palomas blancas y grises. Era Las dos cortesanas, del Carpaccio.
Y ahí estaba Stocker, en el departamento de María Reinoso. Tenía una cara percudida y un cuerpo juvenil, muy blanco, que la ropa (falsamente modesta) parecía destinada esencialmente a proteger. Cuando se la quitaba sin prisa, doblándola con esmero, verificando el lugar en que dejaba cada prenda de vestir, recuperaba la infancia. De la ropa surgia más enteramente desnudo que los otros hombres, más vulnerable: un niño casi desinteresado de Jacinta que acariciaba las distintas partes del cuerpo de ella sin parar mientes en el nexo humano que las vinculaba entre sí, como quien toma objetos de acá y de allá para celebrar un culto sólo por él conocido y después de usarlos los va dejando cuidadosamente en su sitio. Una atención casi dolorosa se reflejaba en su semblante: lo contrario al deseo de olvidar, de aniquilarse en el placer. Se hubiera dicho que buscaba algo, no en ella sino en sí mismo, y también, pese al ritmo mecánico que ya no podia graduar a voluntad, se lo hubiera tenido por inmóvil, a tal punto su expresión era contenida, vuelta hacia dentro, al acecho de ese segundo fulgurante de cuya súbita iluminación esperaba la respuesta a una pregunta insistentemente formulada.
El había recobrado su aire perplejo y taciturno. Ella pensaba con amargura en el retorno a los vecinos, al olor de las flores, al ataúd. Pero el hombre no manifestaba deseos de marcharse. Caminó por el cuarto, se instaló en un sillón, a los pies de la cama.
Cuando Jacinta quiso dar por terminada la entrevista, la obligó a sentarse de nuevo apoyando sus manos en los hombros de ella.
- Y ahora -dijo- ¿qué piensa usted hacer? ¿No le queda a usted nadie más?
- Mi hermano.
- Su hermano, es verdad. Pero es...
Se interrumpió. Aunque él no las hubiera pronunciado, las palabras idiota o imbécil flotaban en el aire. Jacinta sintió necesidad de disiparlas. Repitió una frase de su madre:
- Es un inocente, como el de L'arlésienne.
Y se echó a llorar.
Estaba sentada en el borde de la cama. El cobertor doblado en cuatro y, debajo, las sábanas que momentos antes habían rechazado ellos mismos con los pies formaban un montículo que la obligaba a encorvar las espaldas, siguiendo una línea un poco vencida, a fijar los ojos en el fieltro gris que cubría el piso y desaparecía debajo del lecho, de un gris muy claro, bañado de luz, en el centro de la pieza. Tal vez esta posición de su cuerpo motivó su llanto. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, la arrastraban cuesta abajo, la impulsaban solapadamente a hundirse, a confundirse con el agua gris del fieltro, en un estado de disolución semejante al que experimentaba por las tardes cuando su madre hacía solitarios sobre la mesa y hablaba sin cesar, dirigiéndose a Raúl. Y en la nuca, en las espaldas, sentía el leve peso de una lluvia dulce, penetrante. El hombre le decía:
- No llore. Escúcheme: le propongo algo que puede parecerle extraño. Yo vivo solo. Véngase a vivir conmigo.
Después, como respondiendo a una objeción:
- ...habremos de entendernos. En fin, lo espero, quiero creerlo. Darwin habla de serpientes, ratones y buhos que fraternizan en la misma cueva. ¿Qué nos impide fraternizar a nosotros?
Y después, cada vez más insistente:
-Contésteme. ¿Vendrá usted? No llore, no se preocupe de su hermano. Por el momento que ahí quede, donde está. Ya veremos, más adelante, lo que puedo hacer por él.
«Más adelante» había sido el sanatorio


Fuente:http://www.literatura.org/Bianco/sombras_I.html


viernes, 25 de junio de 2010

Pablo de Rokha




Canto del Macho Anciano (Fragmento)


Sentado a la sombra inmortal de un sepulcro,
o enarbolando el gran anillo matrimonial herido
a la manera de palomas que se deshojan
como congojas,
escarbo los últimos atardeceres.

Como quien arroja un libro de botellas tristes
a la Mar-Oceáno
o una enorme piedra de humo echando sin embargo
espanto a los acantilados de la historia
o acaso un pájaro muerto que gotea llanto,
voy lanzando los peñascos inexorables del pretérito
contra la muralla negra.

Y como ya todo es inútil,
como los candados del infinito crujen en goznes
mohosos,
su actitud llena la tierra de lamentos.

Escucho el regimiento de esqueletos del gran
crepúsculo,
del gran crepúsculo cardíaco o demoníaco, maníaco
de los enfurecidos ancianos,
la trompeta acusatoria de la desgracia acumulada,
el arriarse descomunal de todas las banderas,
el ámbito terriblemente pálido
de los fusilamientos, la angustia
del soldado que agoniza entre tizanas y frazadas,
a quinientas leguas abiertas
del campo de batalla, y sollozo como un pabellón
antiguo.

Hay lagrimas de hierro amontonadas, pero
por dentro del invierno se levanta el hongo infernal
del cataclismo personal, y catástrofes
de ciudades
que murieron y son polvo remoto, aúllan.

Ha llegado la hora vestida de pánico
en la cual todas las vidas carecen de sentido,
carecen de destino, carecen de estilo y de
espada,
carecen de dirección, de voz, carecen
de todo lo rojo y terrible de las empresas
o las epopeyas o las viviendas ecuménicas,
que justificarán la existencia como peligro y como
suicidio; un mito enorme,
equivocado, rupestre, de rumiante
fue el existir; y restan las chaquetas solas del
ágape inexorable, las risas caídas
y el arrepentimiento invernal de los excesos,
en aquel entonces antiquísimo con rasgos de santo
y de demonio,
cuando yo era hermoso como un toro negro y tenía
las mujeres que quería
y un revólver de hombre a la cintura.

Faltan las glándulas
y el varón genital intimidado por el yo rabioso,
se recoge a la medida del abatimiento
o atardeciendo
araña la perdida felicidad en los escombros;
el amor nos agarró y nos estrujó como a limones
desesperados,
yo ando lamiendo su ternura,
pero ella se diluye en la eternidad, se confunde
en la eternidad, se destruye en la eternidad
y aunque existo porque batallo y "mi poesía
es mi militancia",
todo lo eterno me rodea amenazándome y gritando
desde la otra orilla.

Busco los musgos, las cosas usadas y
estupefactas,
lo postpretérito y difícil, arado de pasado
e infinitamente de olvido, polvoso y mohoso
como las panoplias de antaño, como
las familias de antaño, como las monedas
de antaño,
con el resplandor de los ataúdes enfurecidos,
el gigante relincho de los sombreros muertos,
o aquello únicamente aquello
que se está cayendo en las formas
el yo público, la figura atronadora del ser
que se ahoga contradiciéndose.

Ahora la hembra domina, envenenada,
y el vino se burla de nosotros como un cómplice
de nosotros, emborrachándonos, cuando nos
llevamos la copa a la boca dolorosa,
acorralándonos y aculatándonos contra nosotros
mismos como mitos.

Estamos muy cansados de escribir universos
sobre universos
y la inmortalidad que otrora tanto amaba el corazón
adolescente, se arrastra
como una pobre puta envejeciendo;
sabemos que podemos escalar todas las montañas
de la literatura como en la juventud heroica,
que nos aguanta el ánimo
el coraje suicida de los temerarios, y sin embargo
yo,
definitivamente viudo, definitivamente solo,
defnitivamente viejo, y apuñalado de
padecimientos,
ejecutando la hazaña desesperada de sobrepujarme,
el autorretrato de todo lo heroico de la sociedad
y la naturaleza me abruma;
¿qué les sucede a los ancianos con su propia
ex combatiente sombra?
se confunden con ella ardiendo y son fuego
rugiendo sueño de sombra hecho de sombra,
lo sombrío definitivo y un ataúd que anda llorando
sombra sobre sombra.

Viviendo del recuerdo, amamantándome
del recuerdo, el recuerdo me envuelve y al retornar
a la gran soledad de la adolescencia,
padre y abuelo, padre de innumerables familias,
raguño los rescoldos, y la ceniza helada agranda
la desesperación
en la que todos están muertos entre muertos,
y la más amada de las mujeres, retumba en
la tumba de truenos y héroes
labrada con palancas universales o como bramando.

¿En qué bosques de fusiles nos esconderemos
de aquestos pellejos ardiendo?
porque es terrible el seguirse a sí mismo cuando
lo hicimos todo, lo quisimos todo,
lo pudimos todo y se nos quebraron
las manos,
las manos y los dientes mordiendo hierro con
fuego;
y ahora como se desciende terriblemente de
lo cuotidiano a lo infinito, ataúd por ataúd,
desbarrancándonos como peñascos o como caballos
mundo abajo,
vamos con extraños, paso a paso y tranco a tranco
midiendo el derrumbamiento general,
calculándolo, a la sordina,
y de ahí entonces la prudencia que es la derrota
de la ancianidad;
vacías restan las botellas,
gastados los zapatos y desaparecidos los amigos
más queridos, nuestro viejo tiempo, la época
y tú, Winétt, colosal e inexorable.

Todas las cosas van siguiendo mis pisadas
ladrando desesperadamente,
como un acompañamiento fúnebre, mordiendo
el siniestro funeral del mundo, como
el entierro nacional
de las edades, y yo voy muerto andando.
Infinitamente cansado, desengañado, errado,
con la sensación categórica de haberme equivocado
en lo ejecutado o desperdiciado
o abandonado o atropellado al avatar del
destino
en la inutilidad de existir y su gran carrera
despedazada;
comprendo y admiro a los líderes,
pero soy el coordinador de la angustia del universo,
el suicida que apostó su destino a la baraja
de la expresionalidad y lo ganó perdiendo
el derecho a perderlo,
el hombre que rompe su época y arrasándola, le da
categoría y régimen,
pero queda hecho pedazos y a la expectativa;
rompiente de jubilaciones, ariete y símbolo
de piedra,
anhelo ya la antigua plaza de provincia
y la discusión con los pájaros, el vagabundaje y
la retreta apolillada en los extramuros.

Está lloviendo, está lloviendo, está lloviendo,
¡ojalá siempre esté lloviendo, esté lloviendo
siempre y el vendaval desenfrenado que
yo soy íntegro, se asocie
a la personalidad popular del huracán!

A la manera de la estación de ferrocarriles,
mi situación está poblada de adioses y de ausencia,
una gran lágrima enfurecida
derrama tiempo con sueño y águilas tristes;
cae la tarde en la literatura y no hicimos lo que
pudimos,
cuando hicimos lo que quisimos con nuestro pellejo.

El aventurero de los oceános deshabitados,
el descubridor, el conquistador, el gobernador
de naciones y el fundador de ciudades
tentaculares,
como un gran capitán frustrado,
rememorando lo soñado como errado y vil
o trocando en el escarnio celestial del
vocabulario
espadas por poemas, entregó la cuchilla rota del
canto
al soñador que arrastraría adentro del pecho
universal muerto, el cadáver de un conductor
de pueblos,
con un bastón de mariscal tronchado y echando
llamas.



Fuente:http://www.letras.s5.com/rokha0121.htm



viernes, 26 de febrero de 2010

Vladimir Nabokov

Una belleza rusa



Olga, de quien nos vamos a ocupar inmediatamente, nació en el año 1900, en el seno de una rica familia de aristócratas despreocupados.

La pálida niña menuda, con su blanco traje de marinero, el pelo castaño peinado con raya al lado y unos ojos tan alegres que todo el mundo los besaba, fue considerada una belleza ya desde su infancia. La pureza de su perfil, la expresión de sus labios cerrados, la seda de sus trenzas que se deslizaban a lo largo de su espalda, todo en ella era encantador.

Su infancia transcurrió como una fiesta, segura y alegre, como era costumbre en nuestro país desde tiempo inmemorial. Un rayo de sol hendiendo la cubierta de un volumen de la Bibliothèque Rose en la mansión familiar en el campo, la clásica escarcha de los jardines públicos de San Petersburgo... Un surtido de recuerdos, como éstos, constituía su única dote cuando abandonó Rusia en la primavera de 1919. Todo sucedió de acuerdo al más puro estilo de la época. Su madre murió de tifus, su hermano fue ejecutado por el pelotón de fusilamiento. Estas frases son pura fórmula, una serie de clichés, las horribles frases habituales de toda conversación banal, pero todo eso ocurrió y ocurrió así y no hay otra forma de decirlo, por lo que más vale que lo escuchéis sin mueca alguna de desprecio.

Pues bien, para seguir con la historia, en 1919, nuestra joven ya se ha convertido en una dama, de cutis pálido y rostro más bien grande cuyos rasgos no se ajustan a los cánones de una belleza regular, sin que por ello dejen de ser maravillosos. Alta, con pechos suaves, siempre lleva un jersey negro y una bufanda anudada a su blanco cuello y sostiene un cigarrillo inglés entre los alargados dedos de una mano cuya suavidad interrumpe un pequeño hueso prominente a la altura de la muñeca.

Y sin embargo hubo un tiempo en su vida, a finales de 1916 más o menos, en que no había ningún estudiante de secundaria en el lugar de veraneo próximo a la finca familiar que no planeara pegarse un tiro por su causa, ni un universitario que no hubiera...

En una palabra, tenía una cierta magia que, de haber durado, habría causado... habría destrozado... Pero, por alguna razón, nada de esto se produjo. Las cosas no consiguieron llegar a buen término, o cuando lo hicieron no acabaron de materializarse en algo concreto. Le regalaron flores pero la pereza le impedía disponerlas en un jarrón; dio los consabidos paseos nocturnos con algún que otro joven, pero uno tras otro desembocaron en el callejón sin salida de un beso.

Hablaba francés muy bien, pronunciando les gens (los criados) para que rimara con agence y separando août (agosto) en dos sílabas (a-ou). Con toda inocencia traducía el término ruso grabezhi (robos) por les grabuges (peleas) y utilizaba locuciones francesas arcaicas que habían sobrevivido de alguna forma en las viejas familias rusas, pero arrastraba las erres de forma absolutamente convincente aunque nunca había estado en Francia. En su habitación de Berlín tenía sobre su tocador una postal del retrato del zar por Serov, pinchada con un alfiler cuya cabeza era una turquesa falsa. Era religiosa, pero en ocasiones sufría algún ataque de risa en plena iglesia. Escribía versos con esa aterradora facilidad típica de las jóvenes rusas de su generación: versos patrióticos, versos humorísticos, cualquier tipo de versos.

Durante seis años más o menos, esto es, hasta 1926, residió en una pensión de la Augsburgerstrasse (no muy lejos del reloj) junto a su padre, un anciano fornido, de hombros grandes, cejas de escarabajo y bigote amarillento, que llevaba unos pantalones estrechos y muy tiesos cubriendo sus piernas larguiruchas. Trabajaba en una empresa con posibilidades, era famoso por su honestidad y amabilidad y nunca declinaba una copa.

En Berlín, Olga fue haciéndose un numeroso grupo de amigos, todos ellos jóvenes rusos. Se estableció entre ellos un cierto tono desenvuelto. “Vayamos al cinemono”, o “Esa boîte alemana estaba de miedo”. Entre ellos hablaban una jerga moderna hecha de los dichos populares más diversos, de tópicos, clichés, imitaciones de imitaciones. “Estas chuletas son penosas”. “Me pregunto: ¿quién la estará besando ahora?». O, con una voz bronca, atragantada: “Mes-sieurs les officiers...”.

En casa de los Zotov, en sus habitaciones excesivamente cálidas, ella bailaba lánguida el fox-trot al ritmo del gramófono, moviendo su esbelta pierna no sin gracia y sosteniendo el cigarrillo que acababa de fumar hasta que sus ojos localizaban el cenicero que giraba al ritmo de la música, y entonces apagaba en él la colilla sin perder ni un solo paso de baile al hacerlo. Con qué encanto, con qué intención conseguía llevarse el vaso de vino a los labios, bebiendo en secreto a la salud de un tercero sin dejar de mirar tras sus pestañas al que acababa de hacerle una confidencia.

Cómo le gustaba sentarse en la esquina del sofá, a discutir con éste o con aquél los asuntos del corazón de alguien, las oscilaciones del azar, la probabilidad de que alguno se declarase –y todo esto subrepticiamente, mediante indirectas–, y qué comprensión había en sus ojos cuando sonreía, una mirada pura de ojos abiertos, con unas pecas apenas perceptibles en la frágil y azulada piel de su contorno.

Pero en cuanto a su persona, nadie se enamoraba de ella, y ésa es la razón por la que se acordaba de aquel patán que la manoseó en un baile benéfico y que después se puso a llorar sobre su hombro desnudo. El pequeño barón R. lo retó a duelo pero se negó a batirse. La palabra “patán”, por cierto, la utilizaba Olga constantemente y a la menor ocasión. “Semejantes patanes”, decía desde el fondo de su corazón, lánguida y con un punto de afecto. “Qué patán...”. “¿No encontráis que son todos unos patanes?”.

Pero en el momento presente su vida se había oscurecido. Algo había terminado, la gente se levantaba ya para marcharse. ¡Qué rápido! Su padre murió, ella se mudó a otra calle. Dejó de ver a sus amigos, empezó a tejer gorros de lana a la última moda y a dar clases baratas de francés en algún club de señoras. Y su vida se fue arrastrando de esta guisa hasta cumplir treinta años.

Todavía mantenía la misma belleza, con aquella encantadora inclinación de sus ojos separados y con aquella singularísima línea de labios en la que parecía inscrita de antemano la geometría de una sonrisa. Pero su cabello había perdido todo brillo y estaba mal cortado. Su traje de chaqueta negro había cumplido ya su cuarto año. Sus manos, cuyas uñas estaban mal arregladas aunque seguían reluciendo, se encordaban con venas y temblaban nerviosas, a causa de sus continuos cigarrillos. Y será mejor que no comentemos el estado de sus medias...

Y ahora, cuando el forro de seda de su bolso estaba hecho jirones (por lo menos le quedaba la esperanza de encontrar entre los pliegues una moneda perdida); ahora, cuando estaba tan cansada; ahora, cuando al ponerse su único par de zapatos tenía que obligarse a no pensar en las suelas, de la misma forma en que, tragándose su orgullo, cuando entraba en el estanco tenía que prohibirse a sí misma pensar en cuánto debía en aquella tienda; ahora que ya no quedaba esperanza alguna de volver a Rusia y que el odio se había convertido en algo tan habitual que había dejado de constituir un pecado; ahora que el sol se estaba poniendo tras la chimenea, Olga se veía atormentada en ocasiones por el lujo de ciertos anuncios, escritos con la saliva de Tántalo, imaginándose rica, con aquel vestido esbozado gracias a tres o cuatro líneas insolentes, en la cubierta de aquel barco, bajo aquella palmera, junto a la balaustrada de aquella terraza. Y en ese momento echaba en falta alguna que otra cosa.

Y un buen día, con tal ímpetu que casi la tira al suelo, su amiga de los viejos tiempos, Vera, se abalanzó sobre ella como un torbellino que saliera de una cabina de teléfonos, con prisa como siempre, agobiada con innumerables paquetes, con un terrier de ojos peludos cuya correa se enmarañó inmediatamente en dos vueltas en torno a su falda. Saltó sobre Olga y le imploró que fuera con ella a su villa de verano, diciendo que era el destino, que era maravilloso y qué ha sido de tu vida y que vas a tener muchos pretendientes.

“No, querida, ya se me ha pasado la edad para eso”, contestó Olga, “y además...”. Añadió algún detalle y Vera rompió a reír, dejando que sus paquetes casi se cayeran al suelo. “No, en serio”, dijo Olga con una sonrisa. Vera continuó insistiendo, tirando del terrier y sin dejar de moverse. Olga, que empezó a hablar inmediatamente con tonos nasales, tomó prestado algún dinero de su amiga.

A Vera le encantaba organizar las cosas, ya fuera una fiesta con nervio, tramitar un visado, o una boda. Y ahora emprendió con avidez la tarea de organizar el destino de Olga. “La casamentera que llevas dentro se ha despertado”, le decía en broma su marido, ya mayor y del Báltico (cabeza afeitada, monóculo). Olga llegó en un día radiante de agosto. Inmediatamente la vistieron con uno de los trajes de Vera y tuvo que avenirse a que cambiaran su peinado y maquillaje. Trató de oponerse con cierta languidez pero cedió, y ¡cómo crujían, con qué alegría, los suelos de madera en aquella villa tan alegre! ¡Cómo relucían y brillaban los pequeños espejos suspendidos en el huerto para asustar a los pájaros!

Un alemán rusificado llamado Forstmann, un viudo atlético y rico que había escrito libros sobre caza, fue a pasar un fin de semana con ellos. Hacía tiempo que venía pidiéndole a Vera que le buscase una novia, “una auténtica belleza rusa”. Tenía una nariz enorme y poderosa, en cuyo puente lucía una bonita vena rosa. Era educado, silencioso, a veces incluso sombrío, pero sabía cómo establecer, de forma inmediata y sin que nadie se percatara de ello, una amistad eterna con un perro o con un niño. Cuando él llegó, Olga se puso imposible. Apática e irritable, hizo todas y cada una de las cosas que sabía eran inadecuadas. Cuando la conversación recaía sobre la vieja Rusia (Vera intentaba por todos los medios hacer que presumiera de su pasado), le parecía que todo cuanto decía sonaba a falso, que era mentira y que todo el mundo se daba cuenta de que era mentira, y consiguientemente se negó insistentemente a decir las cosas que Vera trataba de extraer de ella; se puede decir que se negó a cooperar en absoluto.

En la terraza, jugaban a las cartas, golpeando los naipes con fuerza contra la mesa. Todos salían a dar paseos juntos por el bosque, pero Forstmann conversaba sobre todo con el marido de Vera, y, recordando alguna broma de su juventud, los dos no dejaban de reír hasta ponerse colorados, se quedaban atrás y acababan tumbados sobre el musgo. La víspera de la partida de Forstmann, estaban jugando a las cartas en la terraza, como solían hacer por las noches. De repente, Olga sintió un espasmo imposible en la garganta.

Con todo, consiguió sonreír y marcharse sin demasiada precipitación.

Vera llamó a su puerta pero no le abrió. En plena noche, después de aplastar una multitud de moscas soñolientas y de fumar sin parar hasta el punto de no poder respirar, irritada, deprimida, odiando a todo el mundo y por supuesto a sí misma, Olga salió al jardín. Allí, los grillos estridulaban, las ramas se balanceaban, una manzana cayó al suelo de repente e inopinadamente con un golpe seco mientras la luna hacía gimnasia sobre la pared encalada del gallinero.

Por la mañana temprano, volvió a salir de nuevo y se sentó en el escalón del porche que ya estaba caliente. Forstmann, que llevaba una bata azul oscuro, se sentó junto a ella y, aclarándose la garganta, le preguntó si consentiría en convertirse en su cónyuge –ésa fue la palabra exacta que utilizó, “cónyuge”. Cuando llegaron a desayunar, Vera, su marido y su prima soltera, en completo silencio parecía que bailaran danzas inexistentes, cada uno en su propio rincón, y Olga dijo con voz cansina aunque cariñosa: “¡Qué patanes!”, y el verano siguiente murió al dar a luz.

Eso es todo. Ni que decir tiene que puede que haya alguna secuela, pero yo la desconozco. En estos casos, en lugar de vacilar haciendo todo tipo de elucubraciones, prefiero repetir las palabras del rey jovial de mi cuento favorito: ¿cuál es la flecha que vuela para siempre? La flecha que alcanza su objetivo.

Fuente: Diario Critica

viernes, 1 de enero de 2010

Arthur Rimbaud

Fuente:http://s3.amazonaws.com/lcp/in_esperada/myfiles/viento.jpg


La brisa



En su retiro de algodón,
con suave aliento, duerme el aura:
en su nido de seda y lana,
el aura de alegre mentón

Cuando el aura levanta su ala,
en su retiro de algodón
y corre do la flor lo llama
su aliento es un fruto en sazón.

¡Oh, el aura quintaesenciada!
¡Oh, quinta esencia del amor!
¡Por el rocío enjugada,
qué bien me huele en el albor!

Jesús, José, Jesús, María.
Es como el ala de un halcón
que invade, duerme y apacigua
al que se duerme en oración.

Versión de Andrés Holguín