lunes, 8 de agosto de 2011

BORIS PILNIAK

UN CUENTO SOBRE CÓMO SE ESCRIBEN LOS CUENTOS


Conocí en Tokio por casualidad al escritor Tagaki-san. Nos presentaron en un círculo literario japonés, aunque después no volvimos a vernos; he olvidado las pocas palabras que allí intercambiamos, y de él sólo me quedó la impresión de que había estado casado con una rusa. Era verdaderamente sibuy (sibuy en japonés equivale a chic; su sencilla elegancia era algo que muy pocos logran poseer); extraordinariamente sencillos eran su kimono y sus ghetta (esa especie de coturnos de madera que usan los japoneses en vez de zapatos), llevaba en la mano un sombrero de paja, sus manos eran bellísimas. Hablaba ruso. Era moreno, de baja estatura, delgado y hermoso, si es que a los ojos de un europeo los japoneses pueden parecer hermosos. Me dijeron que había alcanzado la fama con una novela en la que describía a una mujer europea.

Se habría borrado ya de mi memoria, como tantos encuentros ocasionales, a no ser...

En el archivo del consulado soviético en la ciudad japonesa de K. me cayó entre las manos el expediente de una tal Sofía Vasilievna Gniedij-Tagaki, quien pedía la repatriación. Mi compatriota, el camarada Dyurba, secretario del Consulado General, me llevó a Mayo-san, el templo de la zorra situado en lo alto de una de las montañas que rodean la ciudad de K. Para llegar allí es necesario tomar primero un automóvil, luego el funicular, y, al final, continuar a pie entre bosquecillos que crecen sobre las rocas hasta la cima de la montaña, donde había un espeso bosque de cedros, en medio de un silencio sólo turbado con el infinitamente triste tañido de una campana budista. La zorra es el dios de la astucia y de la traición: si el espíritu de la zorra penetra en un hombre, la raza de ese hombre está maldita. A la sombra espesa de los cedros, sobre la explanada de una roca cuyos tres costados caían a pico sobre un desfiladero, surgía un templo con aspecto de monasterio, en cuyos altares reposaban las zorras. Reinaba un silencio profundo; desde allí se abría el horizonte por encima de una cadena de montañas y sobre el inmenso océano que se perdía en la infinita lejanía. No obstante, encontramos una pequeña fonda con cerveza inglesa fresca no muy lejos del templo pero a mayor altura todavía, desde donde era visible también el otro flanco de la cadena montañosa.

Bajo la acción de la cerveza, al rumor de los cedros y frente al océano, dos compatriotas pueden conversar bastante bien. Fue entonces cuando el camarada Dyurba me contó una historia que me hizo recordar al escritor Tagaki y que me hace ahora escribir este cuento.

Aquel día en Mayo-san reflexionaba yo sobre la manera en que se escriben los cuentos.

Sí, ¿cómo se escriben los cuentos?

Aquella misma mañana saqué el expediente en que Sofía Vasilievna Gniedij-Tagaki desarrollaba su biografía desde el momento de su nacimiento, pues no había comprendido bien el instructivo según el cual todo repatriado debe proporcionar sus datos biográficos. Para mí, la biografía de esta mujer comienza en el momento en que el barco llegaba al puerto de Suruga; era una biografía extraña y breve, muy diferente a la de millares y millares de mujeres rusas de provincia, cuyas vidas podrían perfectamente escribirse con un método estadístico —monográfico— de conducta, porque se parecen como una cesta a otra: la cesta del primer amor, los sufrimientos y alegrías, el marido, los pequeños engendrados para bien de la patria, y tantas otras cosas...

II

En mi cuento existen él y ella.

Sólo una vez he estado en Vladivostok. Fue a finales de agosto, y recordaré siempre Vladivostok como una ciudad de días dorados, de amplios horizontes, de recio viento marino, de mar azul, cielo azul, horizontes azules; en aquella áspera soledad que me recordaba Noruega, porque allá también la tierra se desploma hasta el horizonte en lisos bloques de piedra, sobre los cuales, solitarios, se yerguen los pinos. A decir verdad, estoy siguiendo el método de costumbre: completar con descripciones de la naturaleza los caracteres de los protagonistas. Ella, Sofía Vasilievna Gniedij, nació y creció en Vladivostok.

Trataré de presentarla:

Había terminado sus cursos en el gimnasio para convertirse en profesora de primera enseñanza, en espera de un buen partido: era una de tantas señoritas como existían por millares en la vieja Rusia. Conocía a Pushkin, por supuesto, pero sólo en las estrictas proporciones exigidas por los programas escolares, y con seguridad confundía los conceptos que entrañan las palabras "ética" y "estética" de la misma manera que los confundí yo cuando escribí un ensayo ampuloso sobre Pushkin, cuando cursaba el sexto año en el Colegio de Ciencias.

Era evidente que la pobre ni siquiera podía imaginar que Pushkin comenzara precisamente donde terminaba el programa escolar, así como tampoco había pensado nunca que los hombres creen medir todo por el grado de inteligencia que tienen, y que todo lo que queda por encima o por abajo de su comprensión le parece al hombre un poco estúpido o rematadamente estúpido si él mismo es algo mentecato.

Había leído todo Chéjov por haber sido publicado en el suplemento de la revista Neva que recibía su padre, y Chéjov conocía a aquella muchacha, "perdónala, Dios mío, era una pobre tonta..." Pero si queremos volver a Pushkin, esta muchacha podría ser (y yo deseo que así sea) un poco boba, como lo es la poesía, lo que por otra parte puede ser muy agradable cuando se tienen dieciocho años.

Tenía ideas propias: sobre la belleza (son muy bellos los kimonos japoneses, especialmente los que fabrican los japoneses sólo para los extranjeros), sobre la justicia (y al efecto con toda razón le retiró el saludo al alférez Ivantsov, quien se había jactado de haber obtenido de ella una cita), sobre la cultura (porque en el concepto común que se tiene de la cultura, existe la convicción de que los Pushkin y los Chéjov —los grandes escritores— son sobre todo hombres extraordinarios, y, en segundo lugar, de que constituyen una especie ya extinguida como la de los mamuts, pues en nuestros tiempos no existe nada ni nadie extraordinario; en efecto, los profetas no nacen ni en la propia patria ni en los propios tiempos). Pero, si se puede aplicar la regla literaria según la cual el carácter de los protagonistas se complementa con las descripciones de la naturaleza, digamos entonces que esta muchacha como un poema —¡el Señor nos perdone!—, un poco boba, era limpia y diáfana como el cielo, el mar y las rocas de la costa rusa del Extremo Oriente.

Sofía Vasilievna supo escribir su biografía con tal habilidad, que yo y el funcionario consular no podíamos sino quedarnos perplejos (aunque en mi caso no demasiado) ante el hecho de que aquella mujer apenas si había sido desflorada por los acontecimientos vividos durante aquellos años. Como es sabido, el ejército imperial japonés estaba en 1920 en el punto más oriental de Rusia con el propósito de ocupar todo el Extremo Oriente, y, como también es sabido, los japoneses fueron expulsados por los revolucionarios. En la biografía no aparece una sílaba siquiera sobre esos acontecimientos.

Él era oficial del estado mayor general del ejército imperial japonés de ocupación, y vivía durante su estancia en Vladivostok en el mismo apartamiento en que Sofía Vasilievna alquilaba una pequeña habitación.

Fragmento de la autobiografía:

"...todo el mundo lo conocía con el mote de el Macaco. No había quien no se asombrara de que se bañase dos veces al día, usara ropa interior de seda, durmiera por las noches en piyama... Después se le comenzó a estimar... Por las noches jamás salía de casa, y leía en voz alta libros rusos, poemas y cuentos de autores contemporáneos para mí entonces desconocidos: Briusov y Bunin. Hablaba bien el ruso, aunque con un solo defecto: en vez de r pronunciaba l. Y eso fue lo que hizo que nos conociéramos: me encontraba yo junto a su puerta, él leía poemas y luego comenzó a cantar en voz baja:

La noche murmuraba...

"No pude contenerme al oír su pronunciación y solté una carcajada; él abrió la puerta antes de que lograra alejarme y me dijo: "

—Perdone que me atreva a solicitarle un favor, mademoiselle ¿Me permite usted que le haga una visita?

"Me quedé muy aturdida, no comprendí nada; le dije que me excusara y me encerré en mi habitación. Al día siguiente se presentó a hacerme la visita anunciada. Me entregó una caja enorme de chocolates, y luego me dijo:

"—¿Recuerda que le pedí permiso para hacerle una visita? Por favor, tome usted un chocolate. Dígame, ¿cuál es su impresión sobre el tiempo?"

El oficial japonés demostró ser un hombre con intenciones serias, todo lo contrario del alférez Ivantsov, quien concertaba las citas en callejones oscuros y estiraba las manos. El japonés invitaba a la muchacha al teatro a una buena localidad y después de la función la llevaba a un café. Sofía Gniedij le escribió una carta a su madre en la que le refería las intenciones serias del oficial. En su confesión autobiográfica, describe minuciosamente cómo una noche el oficial, que estaba en la habitación de ella, palideció de golpe, cómo su rostro adquirió luego un color violáceo y la sangre le afluyó a los ojos, y cómo se retiró apresuradamente, por lo que ella comprendió que en él había estallado la pasión... y luego lloró largamente sobre la almohada, sintiendo miedo físico hacia aquel japonés tan diferente, por raza, de ella. "Pero fueron precisamente esos arrebatos pasionales, que él sabía contener a la perfección, los que después encendieron mi curiosidad de mujer." Y comenzó a amarlo.

Él le hizo la proposición de matrimonio muy al estilo de Turgueniev, en uniforme de gala y guantes blancos, la mañana de un día de fiesta, en presencia de los patrones de casa, según todas las reglas europeas, y le ofreció su mano y el corazón.

"Dijo que volvería dentro de una semana al Japón y me pidió que lo siguiera, porque muy pronto los revolucionarios tomarían la ciudad. Según el reglamento del ejército japonés, los oficiales no pueden contraer matrimonio con mujeres extranjeras, y los oficiales del estado mayor tienen prohibido, en términos generales, casarse antes de cierto límite de edad. Por tales motivos me pidió mantener en el más estricto secreto nuestra situación, y vivir, hasta el día que lograra obtener el retiro, al lado de sus padres, en un pueblo japonés. Me dejó mil quinientos yenes y una carta de presentación para que pudiera reunirme con sus padres. Le dije que sí..."

Los japoneses eran odiados en toda la costa del Extremo Oriente ruso: los japoneses capturaban a los bolcheviques y los asesinaban, quemando a algunos en las calderas de los acorazados estacionados en la bahía, a otros los fusilaban o los quemaban en hornos construidos sobre pequeños volcanes de lodo... los revolucionarios echaban mano de toda su astucia para destruir a los japoneses (Kolchiak y Sionov habían ya muerto)... Los moscovitas se acercaban como un torrente enorme de lava... pero Sofía Vasilievna no dedica siquiera una línea a esos acontecimientos.

III

La verdadera y auténtica biografía de Sofía Vasilievna comienza el día en que puso pie en el archipiélago japonés. Esta biografía constituye una confirmación a las leyes de las grandes cifras con sus excepciones estadísticas.

No he vivido en Suruga, pero sé muy bien lo que es la policía japonesa y lo que son esos agentes que hasta los propios japoneses llaman inu, es decir perros. Los inu actúan de una manera aplastante, porque tienen prisa, hablan un ruso imposible, piden las generales comenzando con el nombre, patronímico y apellido de la abuela materna; su explicación es que "la policía japonesa necesita saberlo todo"; se enteran, casi sin que el interrogado se dé cuenta del "objeto de la visita". Escudriñan las cosas con la misma brutalidad con que inspeccionan el alma, según el sinobi, o sea el método científico de la escuela de policía japonesa. Suruga es un puerto pequeño, donde fuera de las casas de estilo japonés no existe siquiera un edificio europeo; un puerto donde abunda la pesca del pulpo, al que revientan para obtener la tinta y ponen luego a secar en las calles. En aquella provincia japonesa contribuía a sembrar la confusión, además de la policía, el hecho de que un gesto que en Vladivostok significa "ven acá" quiere decir en Suruga "aléjate de mí"; los rostros de los habitantes, por otra parte, no dicen nada, conforme a las reglas del hermetismo japonés que exige ocultar cualquier intimidad y no revelarla ni siquiera por la expresión de los ojos.

Sin duda le preguntaron a Sofía Vasilievna "el objeto de su visita" y ella no debió recordar con exactitud los apellidos de su abuela materna.

A ese propósito escribe brevemente: "Me interrogaron sobre el objeto de mi viaje. Me tuvieron arrestada. Permanecí un día entero en la delegación de policía. Constantemente me preguntaban sobre mis relaciones con Tagaki y por qué me había dado una carta de presentación: declaré que era su prometida, porque la policía me amenazó con repatriarme en el mismo barco si no hablaba. Tan pronto como confesé me dejaron tranquila y me llevaron un plato de arroz con dos palillos, que entonces todavía no sabía usar.

Esa misma noche llegó Tagaki-san, el novio, a Suruga. Ella lo vio desde la ventana dirigirse resueltamente a la oficina del jefe de la policía. Le pidieron cuentas sobre la muchacha. Tagaki se comportó virilmente y declaró:

—Sí, es mi prometida.

Le aconsejaron devolverla a su patria, pero él se negó. Le dijeron que sería expulsado del ejército y desterrado a algún lugar remoto: él lo sabía.

Entonces quedaron en libertad él y ella. Él, a la manera de Turgueniev, le besó la mano y no le hizo el menor reproche. Después la acompañó al tren y le dijo que en Osaka encontraría a su hermano; que él por el momento "estaría un poco ocupado".

Desapareció en la oscuridad; el tren se internó entre montes oscuros. La muchacha permaneció en la más absoluta soledad, y se convenció de que él, Tagaki, era la única persona por quien sentía cariño y devoción, hacia la cual se sentía ligada y llena de gratitud, y también de incomprensión.

El vagón estaba bien iluminado; afuera todo eran tinieblas. Todas las cosas que la rodeaban le parecieron horribles e incomprensibles, sobre todo cuando los japoneses que viajaban en su compartimiento, hombres y mujeres, se desvistieron para dormir, sin ninguna vergüenza de mostrar el cuerpo desnudo, así como cuando, en algunas estaciones, vio comprar a través de las ventanillas té caliente en pequeñas botellas y cajas de madera de abeto que contenían una cena de arroz, pescado, rábanos, una servilleta de papel, un mondadientes y un par de palillos, con los que había que comer. Después se apagó la luz y los pasajeros comenzaron a dormir. Sofía Vasilievna no logró pegar un ojo en toda la noche, víctima de la soledad, de la incomprensión, del espanto. No entendía nada.

En Osaka fue la última en bajar al andén y se encontró inmediatamente ante un hombre en kimono de tela oscura a rayas, con los pies atados a dos trozos de madera. Se sintió muy ofendida por el silbido con que aquel individuo acompañó su propia reverencia, apoyando las manos abiertas sobre las rodillas, y de la tarjeta de visita que le entregó sin tenderle la mano: ella ignoraba que tal era la manera de saludar entre los japoneses; mientras ella estaba dispuesta a abrazar a su pariente, él ni siquiera se dignaba a estrecharle la mano... Se quedó paralizada, sintiendo que ardía de humillación.

Él no sabía una sola palabra de ruso: le dio una palmadita en un hombro y le indicó la salida. Se pusieron en movimiento. Entraron en un automóvil. La ensordeció y la cegó la ciudad, comparada con la cual, Vladivostok era una aldea. Llegaron a un restaurante donde les sirvieron un desayuno a la inglesa: no comprendía por qué debía comer la fruta antes que el jamón y los huevos. El otro, dándole siempre una palmadita en el hombro, le indicaba lo que debía hacer, sin articular siquiera un sonido, sonriendo inexpresivamente de cuando en cuando. Después del desayuno la condujo a los excusados: ella no sabía que en Japón el retrete era común para hombres y mujeres. Aterrada, le hizo señas de que saliera, el otro no comprendió y comenzó a orinar.

Volvieron a tomar el tren; él le compró una ración de alimentos empacada en una cajita de madera de pino, una botella de café y le puso en las manos los dos palillos para que comiera.

Por la noche bajaron del tren, y él la hizo sentarse en una ricksha: la sangre se le subió a las mejillas por esa sensación casi insoportable de desagrado que experimenta todo europeo al subir por primera vez en una ricksha... pero ya para entonces carecía de voluntad propia.

Atravesaron la ciudad de calles estrechas, siguieron después por callejones y senderos bordeados de cedros, al lado de cabañas escondidas entre el verdor del follaje y las flores; la ricksha los condujo, siguiendo la pendiente de una montaña, hacia el mar. Sobre una roca que caía a pico, en una pequeña explanada sobre el mar, en la bahía, bajo la fronda de los árboles, había una cabaña; se detuvieron frente a ella. De la cabaña salieron un anciano y una anciana, varios niños y una mujer joven, todos vestidos con kimonos, que le hicieron profundas reverencias sin tenderle la mano. No le permitieron entrar de inmediato; el hermano del novio le señaló los pies: ella no comprendía. Entonces la hizo sentarse, casi a la fuerza, y le quitó los zapatos. En el umbral de la casa las mujeres se arrodillaron rogándole que entrara. Toda la casa parecía un juguete: en la última habitación una ventana se abría sobre el amplio mar, el cielo, las rocas: aquel lado de la casa estaba situada sobre el abismo. En el suelo de la habitación había muchos platos y recipientes, y al lado de cada recipiente había un almohadón. Todos, ella también, se sentaron sobre esos almohadones, en el suelo, para cenar.

...Al día siguiente se presentó Tagaki-san, el prometido. Entró en kimono, y ella por un instante no reconoció a aquel hombre que se inclinó en una profundísima ceremonia primero ante el padre y el hermano, luego ante la madre y, finalmente, ante ella. Sofía Vasilievna habría querido arrojarse en sus brazos, pero él retuvo por un minuto sus manos y, con aire de profunda cavilación, le besó una de ellas. Llegó por la mañana. Le hizo saber que había estado en Tokio, que lo habían licenciado del ejército y, como castigo, exiliado durante dos años, concediéndole pasar el tiempo del exilio en su pueblo, en casa de su padre: de aquella casa y de aquel peñasco no debería alejarse durante dos años.

Ella estaba feliz. Él le había llevado de Tokio muchos kimonos. Ese mismo día fueron a registrar su matrimonio en la oficina correspondiente; ella en kimono azul, con los cabellos rubios peinados a la japonesa, el obi (cinturón) que le dificultaba la respiración, oprimiéndole dolorosamente el pecho, y los coturnos de madera que le oprimían un callo entre los dedos de un pie. Dejó de ser Sofía Vasilievna Gniedij para convertirse en Tagaki-no-okusan. Y la única cosa con la que pudo pagarle al marido, al amado marido, no fue con gratitud, sino con auténtica pasión, cuando por la noche, en el suelo, envuelta en un kimono de noche, se le entregó y en las pausas de la ternura, el dolor y el deseo, oían el estallido de las olas bajo ellos.

IV

En otoño se marcharon todos, dejando solos a los jóvenes esposos. De Tokio les enviaron cajas con libros rusos, ingleses y japoneses. En su confusión, ella no cuenta casi nada sobre cómo pasaba el tiempo. Es fácil imaginar cómo soplaban los vientos del océano en otoño, el estruendo de las olas al golpear los peñascos, el frío y la soledad ante la estufa doméstica cuando se sentaban solos durante horas, días, semanas.

Pronto ella aprendió a saludar: o-yasumi-nasai, a despedirse: sayonara, a dar las gracias: do-ita-sima-site, a pedir que tuvieran la amabilidad de esperar mientras iba a llamar a su marido: chotomato-kudasai... En su tiempo libre aprendió que el arroz, igual que el trigo, podían cocinarse de las maneras más diversas, y que así como los europeos no saben preparar el arroz, los japoneses no sabían hacer el pan. A través de los libros que el marido había recibido, aprendió que Pushkin comenzaba precisamente donde terminaba el programa escolar, que Pushkin no era algo muerto como un mamut sino algo que vive y que vivirá siempre; por su marido y por los libros se enteró de que la literatura más grande y el pensamiento más profundo eran los rusos.

Su tiempo transcurría con la severa regularidad de la vida en el campo; con ciertas asperezas.

Por la mañana el marido se sentaba en el suelo con sus libros; ella cocinaba el arroz y los demás platos; bebían té, comían ciruelas en salmuera y arroz sin sal. El marido no era exigente: habría podido vivir meses enteros sólo de arroz, pero ella preparaba también algunos platos de la cocina rusa; iba por la mañana a la ciudad a hacer las compras y se asombraba de que los japoneses no vendieran los pollos enteros sino en piezas, podía comprar separadamente las alas, la pechuga, los muslos. En el crepúsculo, iban a pasear por la orilla del mar, o por las montañas hasta un pequeño templo; ella se acostumbró a caminar con los coturnos, a saludar a los vecinos a la manera japonesa, haciendo reverencias profundas con las manos en las rodillas. Por la noche leían. Muchas noches las dedicaban a hacer el amor: el marido era apasionado y refinado en la pasión, por la larga cultura de sus antepasados, distinta a la europea; el primer día del matrimonio, la madre de él, sin decirle una palabra —ya que no tenían ningún medio común de expresión— le regaló unos cuadritos eróticos en seda, que ilustraban ampliamente el amor sexual.

Ella amaba, respetaba y temía a su marido; lo respetaba porque era fuerte, noble y taciturno, y lo sabía todo; lo amaba y lo temía porque cuando ardía de pasión lograba subyugarla por completo. Había días en que su marido se comportaba de modo sombrío, cortés, esquivo, y, a pesar de su noble conducta, la trataba con severidad. A fin de cuentas era muy poco lo que sabía de él, nada de su familia: su suegro poseía en alguna parte una fábrica, algo relacionado con la seda.

A veces llegaban a visitar a su marido algunos amigos de Tokio o de Kioto; en esas ocasiones él le pedía que se vistiera a la europea y que recibiera a los huéspedes a la manera europea; es decir, bebían el sake, el aguardiente japonés, junto con las visitas; después del segundo vaso sus ojos se inyectaban de sangre, hablaban sin cesar, y luego, ebrios, cantaban algunas canciones y se iban a la ciudad poco antes del amanecer.

Vivían en medio de una gran soledad, el frío de invierno sin nieve se transformaba en el sopor del verano, el mar se encrespaba durante las tormentas, pero era sereno y azul a la hora del reflujo; las diarias jornadas de ella no se parecían siquiera a las cuentas de un rosario, porque éstas pueden ser contadas y recontadas, como suelen hacer los monjes europeos y los budistas, mientras que ella no podía contar sus días.

Aquí puede terminar el cuento sobre cómo se escriben los cuentos.

Pasó un año, otro, otro más.

Se cumplió el término del exilio, sin embargo se quedaron a vivir allí todavía otro año. Más tarde comenzó a llegar a su ermita mucha gente, que saludaba con profundas reverencias tanto a ella como a su marido; lo fotografiaban ante su biblioteca con ella al lado; le preguntaban sobre sus impresiones del Japón. Le pareció que toda aquella gente caía sobre ellos como guisantes salidos de un costal. Supo entonces que su marido había publicado una novela con enorme éxito. Le hicieron ver las revistas donde estaban fotografiados los dos: en casa, cerca de casa, durante un paseo hacia el templo, durante un paseo a la orilla del mar, él en kimono japonés, ella vestida a la europea.

Ya para entonces hablaba un poco de japonés. Muy pronto aprendió a desempeñar el papel de esposa de un escritor célebre, sin advertir el cambio que tiene lugar de manera misteriosa, ese cambio que consiste en no tener ya miedo de los extraños, sino en considerarlos como gente dispuesta a rendirle alguna cortesía. Pero no conocía la célebre novela de su marido ni el argumento. A menudo le hacía preguntas a su marido quien respondía a su pregunta con un silencio convencional; tal vez porque en realidad el asunto no le interesaba demasiado ella dejó de insitir. Pasó el rosario de jaspe de sus días. Unos jóvenes cocineros preparaban ahora el arroz, y a la ciudad ella iba en automóvil, dándole órdenes en japonés al chofer. Cuando su suegro se presentaba, le hacía una reverencia más respetuosa que la que ella hacía para saludarlo.

No cabe duda de que Sofía Vasilievna habría sido la mujer perfecta del escritor Tagaki, igual que la mujer de Heinrich Heine, que acostumbraba preguntarle a los amigos de su marido: "Me han dicho que Heinrich ha escrito algo nuevo, ¿es cierto?..." Pero Sofia Vasilievna acabó por enterarse del contenido de la novela. Había llegado a casa el corresponsal de un periódico de la capital, quien hablaba ruso. Llegó cuando el marido estaba ausente. Fueron a pasear hasta el mar. Y junto al mar, después de conversar sobre algunas trivialidades, ella le preguntó cómo se explicaba el éxito de la novela de su marido, y qué era lo que consideraba fundamental en ella.

V

...Y esto es todo. Cuando en la ciudad de K. encontré en el archivo consular la autobiografía de Sofía Gniedij-Tagaki, compré al día siguiente la novela de su marido. Mi amigo Takahashi me refirió el contenido. Conservo todavía este libro en mi casa, en la calle Povarskaia. El cuarto capítulo de este cuento no lo escribí dejándome llevar por la imaginación, sino siguiendo casi punto por punto lo que me tradujo mi amigo Takahashi-san.

El escritor Tagaki, durante todo el tiempo que duró su exilio, había escrito sus observaciones sobre la esposa, esa rusa que no sabía que la grandeza de Rusia comenzaba precisamente después de los programas escolares, y que la grandeza de la cultura rusa consistía en saber meditar.

La moral japonesa no tiene el pudor del cuerpo desnudo, de las funciones naturales del hombre, del acto sexual: la novela de Tagaki-san había sido escrita con minuciosidad clínica... y con meditaciones al estilo ruso. Tagaki-san meditaba sobre el tiempo, sobre los pensamientos y sobre el cuerpo de su mujer... Cuando a la orilla del mar, el corresponsal del periódico de la capital discurría con Tagaki-no-okusan, la mujer del célebre escritor, puso ante ella no un espejo sino la filosofía de los espejos, ella se vio a sí misma vivir entre las páginas de papel; no era tan importante el hecho de que en la novela se describiera con detalles clínicos cómo temblaba ella en los momentos de pasión y el desorden de sus vísceras; no, lo terrible, lo terrible para ella era otra cosa. Comprendió todo, allí comenzaba lo horrible; eso era un traición excesivamente cruel a todo lo que ella alentaba. Fue entonces cuando pidió, por medio del consulado, ser repatriada a Vladivostok.

He leído y releído con la mayor atención su autobiografía: que toda su vida había sido material de observación, que el marido la había estado espiando cada momento de su vida... estaba escrita siempre con la misma sensibilidad, con monotonía, sin efectos; las partes de la autobiografía de esta mujercita insignificante donde —a saber por qué— se describían la infancia, la escuela y la vida de Vladivostok y también las jornadas japonesas, estaban escritas con la misma insipidez con que se escriben las cartas de amigas de sexto año de la escuela municipal, o del segundo curso de los institutos para muchachas nobles, según las reglas de composición escolar; pero en la última parte (en la que arrojaba alguna luz sobre su vida conyugal) esta mujer había sabido encontrar palabras verdaderas y grandes de simplicidad y claridad, como supo encontrar la fuerza para actuar simple y claramente.

Abandonó la condición de mujer de un escritor célebre, el amor y las costumbres adquiridas y volvió a Vladivostok a las habitaciones desnudas de las profesoras de escuela elemental.

VI

Eso es todo.

Ella: vivió su autobiografía hasta el fondo; yo escribí su biografía, escribiendo que pasar a través de la muerte es bastante más cruel que matar a un hombre.

Él: escribió una novela hermosísima.

Que sean los otros quienes juzguen, no yo. Mi trabajo se reduce a meditar: sobre todas las cosas, y, también, en particular, sobre cómo se deben escribir los cuentos.

La zorra es el dios de la astucia y de la traición: si el espíritu de la zorra penetra en un hombre, la raza de ese hombre está maldita.

¡La zorra es el dios de los escritores!

Uzkoie, 5 de noviembre de 1926



Fuente: Clásicos para hoy


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