domingo, 30 de diciembre de 2007

Augusto Monterroso


Míster Taylor


-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el otro-, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.

Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.

Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como "el gringo pobre", y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.

En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.

Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.

De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:

-Buy head? Money, money.

A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.

Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas.

Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.

Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.

Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió -previa indagación sobre el estado de su importante salud- que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo "tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos". Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió "halagadísimo de poder servirlo". Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.

Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.

De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su país.

Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.

Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.

Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.

Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.

Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.

Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la primera escasez de cabezas.

Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.

Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.

Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.

Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.

Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido, decía "Hace mucho calor", y posteriormente podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.

La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.

De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.

Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.

Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento. Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.

¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.

Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.

Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.

Fue el principio del fin.

Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.

El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.

Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.

En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.

Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.

Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.

De repente cesaron del todo.

Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: "Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer."

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Nicanor Parra


El Hombre Imaginario

El hombre imaginario
vive en una mansión imaginaria
rodeada de árboles imaginarios
a la orilla de un río imaginario

De los muros que son imaginarios
penden antiguos cuadros imaginarios
irreparables grietas imaginarias
que representan hechos imaginarios
ocurridos en mundos imaginarios
en lugares y tiempos imaginarios

Todas las tardes imaginarias
sube las escaleras imaginarias
y se asoma al balcón imaginario
a mirar el paisaje imaginario
que consiste en un valle imaginario
circundado de cerros imaginarios

Sombras imaginarias
vienen por el camino imaginario
entonando canciones imaginarias
a la muerte del sol imaginario

Y en las noches de luna imaginaria
sueña con la mujer imaginaria
que le brindó su amor imaginario
vuelve a sentir ese mismo dolor
ese mismo placer imaginario
y vuelve a palpitar
el corazón del hombre imaginario

domingo, 9 de diciembre de 2007

Rodrigo Fresan


Sin título (cuento)

Siempre me causó cierta inquietud (en realidad una muy distintiva y, a mi parecer, comprensible irritación) el modo en que, en ocasiones, los artistas plásticos en general evitan ponerle nombre a muchas de sus obras. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué quieren decir y decirnos cuando no dicen nada o, peor, nos dicen que no tienen nada para decirnos?

Así, nos detenemos frente a un paisaje marino, a una galaxia de rombos de colores atómicos flotando en el espacio, a un hombre de espaldas a un bosque cubierto por la nieve, a una sola línea cruzando el lienzo blanco y —al inclinarnos para ver mejor, para entenderlo del todo— nos encontramos con una minúscula etiqueta donde se lee Sin título y el nombre del artista y una fecha al lado. A veces, para peor (me refiero a esa soberbia un tanto desvaída de esos ladrones de guante blanco o de aquellos asesinos seriales que jamás son atrapados), leemos un todavía más soberbio Sin título N. 47 o Sin título N. 62, como si la abstracción de lo que no tiene nombre pudiera ser comprendida con la ayuda de lo matemático. Es entonces cuando nos sentimos estafados, fieles abandonados por su dios en el peor momento de la tempestad, sin entender el motivo de semejante castigo. Pero, se sabe, Dios es Dios porque no necesita ni está obligado a dar explicaciones.
"Tonto, lo hacen para que le pongas el nombre que quieras; para que termines de crearlo", me dijo una vez una mujer demasiado hermosa para creer en semejante estupidez. Alguien capaz de, a fuerza de belleza, conseguir que cosas sin sentido suenen coherentes y hasta iluminadoras. Alguien tan peligroso como un iceberg en una noche oscura. Una de esas típicas niñas de apellido patricio me dijo eso, y yo la sentí parte de una conspiración invisible y me alejé para siempre de su lado con cualquier excusa. Una excusa sin título y con número y, en ocasiones, en un avión o en un barco —en las alturas sin título o en el azul marino N. 33— me dan un formulario vacío para que lo llene con letras y en la línea donde se pregunta ocupación yo contesto Alejador Profesional. A veces escribo Sin Título para ver cómo queda y, descubro, me perturba comprender que queda bien como suelen quedar bien las verdades incontestables.


En eso estoy ahora: alejándome, sin título. De todo y de todos menos de Benjamín Federov, de quien jamás podré alejarme porque son los muertos y no uno quienes —habiendo accedido al final de todo y conocedores de por qué empezaron ciertas historias— determinan la conclusión de algo, la mejor manera de darle un final a una historia.
Benjamín Federov bien podría ser el título de esta historia sin título, creo.
Benjamín Federov ha muerto
Así debería empezar todo esto porque de esto es de lo que quiero escribir aquí. Una frase corta, un hecho incontestable, un tema, una dirección segura: Benjamín Federov ha muerto. ¿Habrá una manera mejor de comenzar? Me temo y me alegra descubrir que no.
Benjamín Federov amaba las oraciones largas. Oraciones como esas caminatas de otoño, un domingo dorado por la mañana, sin mapa ni brújula y Handel en el aire. Oraciones que empiezan con una o dos coordenadas reconocibles para después extraviarse por el solo placer de que alguien vaya a buscarlas con perros y linternas cuando ya ha oscurecido y el frío desciende desde las alturas. Oraciones como esta oración que acabo de escribir pero —a diferencia de esta oración que acabo de escribir— oraciones perfectas o, como bien precisó alguien, "para bien o para mal, oraciones marca Federov".
Sin embargo, "Benjamín Federov ha muerto", descubro, es también una de esas sinuosas anacondas federovianas apenas escondida en las tripas de un breve gusano. A Benjamín Federov le gustaba, de tanto en tanto, dejar caer una oración corta más parecida a un mandamiento que a una instrucción. Un caballo de Troya de pocas letras ocultando un tumulto de palabras en sus tripas de madera. Uno de esos payasos peligrosos que saltan con una carcajada al abrirse la caja y provocan un ataque cardíaco en el incauto convirtiéndolo en historia digna de ser contada; porque una muerte absurda, en ocasiones, es lo único que acaba justificando una vida inocurrente.
Benjamín Federov tuvo una vida ocurrente y una muerte que no estuvo a la altura de su portentosa biografía. Al menos eso piensan todos y todos se equivocan. Yo lo veo —yo lo vi— levantarse para recibir otro honor y otra medalla y, de improviso, observé cómo Benjamín Federov se llevó la mano al pecho —como si buscara el reloj en el bolsillo de su chaleco para averiguar la hora exacta— y se derrumbó frente al estrado y a una más que apreciable concurrencia. En alguna parte leí que Honoré de Balzac en su lecho de muerte llamó a uno de sus personajes, un doctor ficticio, para que lo curara. A Benjamín Federov no le hizo falta llamar a ninguna de sus criaturas porque yo ya estaba allí.
Después, todos alrededor de una tumba en el hielo difícil del centro del invierno. Cuatro hombres con picos y palas cavando entre insultos de vapor y voz baja algo que parece más una caverna vertical que un foso. A Benjamín Federov le hubiera encantado la escena.

El ataúd de Benjamín Federov es un gran ataúd. Un ataúd digno de un rey. Un ataúd especialmente acondicionado para guardar todas esas oraciones largas y que no se escapen. Alguien pregunta si queremos dar una última mirada al difunto, alguien responde que sí y demoro casi medio minuto en comprender que fui yo. Me acerco al borde del ataúd, lo abren, miro hacia abajo y contengo el espanto del vértigo. Benjamín Federov me mira desde el fondo de un acantilado inaccesible, creo. Está con los pantalones arremangados hasta la rodilla, los pies en el principio o el final del mar, me parece que sonríe, que me sonríe a mí y no entiendo muy bien por qué. Entonces la viuda de Benjamín Federov (ella nunca tendrá nombre para mí, ella siempre será La viuda de Benjamín Federov, otra de sus tantas oraciones breves e inconmensurables, otro mandamiento imposible de desobedecer, otra forma engañosa del Sin Título) se acerca a mí y me toma del brazo y emprendemos el camino de regreso a cualquier parte. Atrás el sonido del ataúd que se cierra y los sonidos esforzados de los sepultureros. La superficie de la tierra, me parece, tiembla un poco para recibir los restos mortales de Benjamín Federov y enseguida la mecánica de las palas y la tierra devuelta a su lugar y todo indica que nevará por la noche. Mañana, nadie podrá decir que aquí fue enterrado un gigante. Ni siquiera los pájaros que ahora estrenan su lápida, se paran sobre ella, cantan algo que no entiendo. La viuda de Benjamín Federov me lleva del brazo como si yo fuera una de esas oraciones extraviadas hace tanto tiempo y entonces descubro el por qué de la sonrisa de Benjamín Federov y comprendo que Benjamín Federov murió para que yo pudiera nacer y, conmigo, persistiera su memoria terrible, su monstruoso recuerdo.
Yo soy el guardián de su templo y hay días —cuando veo uno de esos cuadros titulados Sin título— en que pienso en suicidarme y acabar con todo esto. Un suicidio le daría título a mi vida, razono frente a los espejos de los cuartos de hotel de pueblos siempre iguales, pueblos sin título, mientras me preparo para repetir (repetir no es el verbo correcto; pienso que mejor sería recitar o, tal vez, rezar) la misma conferencia de siempre. Abajo, en el vestíbulo, me esperan las autoridades municipales, las maestras, todos idénticos entre ellos por más que sus nombres y sus rostros cambien. Me sonríen, me felicitan, me tocan como, supongo, se tocaría a un apóstol de Jesucristo o a un lugarteniente de Napoleón: a alguien que estuvo allí. Me hacen preguntas primero tímidas y luego —concluida la conferencia y comenzadas varias botellas de vino— preguntas casi impertinentes en su curiosidad de fanáticos. Antes, claro, la breve caminata donde se cruza la plaza (siempre la misma estatua; el hombre a caballo, el brazo extendido señalando la posteridad que nunca llega y que sólo sirve para que lo caguen las palomas) hasta alcanzar la Casa de Cultura (siempre predecible en su arquitectura, siempre esa fachada de hospital que confundió el rumbo), y yo que repito los mismos movimientos como una marioneta de carne. Espero que me presenten y que se extingan los aplausos, me pongo de pie, avanzo hasta el estrado, me llevo la mano al pecho, miro fijo hacia adelante sin mirar a nadie, y digo bien claro las mismas palabras mágicas. Otra vez, con la resignación de un condenado. "Benjamín Federov ha muerto", digo. Y entonces, siempre, me siento más vivo que nunca.


Mi primer y único libro de cuentos —La chica que cayó en la piscina aquella noche— no responde a una estética federoviana, por más que un crítico haya creído ver en él "el amor traicionero y perfecto que sólo los mejores discípulos tienen la oportunidad de sentir por los mejores maestros". Los cuentos de La chica que cayó en la piscina aquella noche poco y nada tienen que ver con el credo de mi maestro. De hecho, representan todo aquello que Benjamín Federov despreció en vida. Los cuentos de Benjamín Federov —especialmente los incluidos dentro de su Ciclo Canciones Tristes— son cuentos breves de oraciones largas, pero inmensos en su pura necesidad de acontecer y en la puntualidad sintética de sus intenciones. Los detractores de Federov repetían —una y otra vez, ante la imposibilidad de encontrar defecto alguno en lo que escribía— que su obra era "demasiado segura de sí misma" y "exhibicionista en su aparente humildad arquitectónica". Alguien denominó a sus relatos "novelas en miniatura" o "cuentos gigantes" o "ensayos con argumento" o "ecuaciones humanísticas". Puede ser que algo de verdad haya en ello y que por eso (no demoró en aparecer quien le reclamara una novela como prueba final de su maestría) Benjamín Federov jamás haya sentido la necesidad de escribir otra cosa que no fueran relatos. Benjamín Federov se refería, como ejemplo de su trabajo y de su sistema creativo, a la furiosa compresión que necesita el carbón para convertirse en diamante y en la felicidad de apreciar detalle por detalle. "Mi novela son todos mis cuentos juntos leídos en el orden que más le plazca al lector", se excusó desafiante. Los que alguna vez lo observaron escribir (me lo contaron; yo nunca lo vi durante el acto mismo de la creación) dicen que se trataba de una visión terrible e inolvidable: Federov lanzaba gritos, arrasaba con todo lo que había sobre su escritorio, pateaba sillas para caer sobre la alfombra preso de convulsiones con los ojos en blanco y espuma en la boca. Federov como uno de esos santos o profetas extremos, que luego se incorporaba con una sonrisa, se arreglaba la ropa, se sentaba a anotar la palabra justa como si nada hubiera ocurrido.
En más de una ocasión me señalaron que —de haber vivido para leerlos— Benjamín Federov habría despreciado todos y cada uno de los relatos incluidos en La chica que cayó en la piscina aquella noche. En especial el que le da título al libro. Me lo dicen con el respeto que se le dedica a los grandes traidores, a los más heroicos cobardes. Algunos —buscando un sitio donde apoyarse y desde el cual comprender— mencionan ese breve cuento-dentro-de-cuento en el centro de "Los amantes del arte" que, incluso en el título, sí muestra cierta contención federoviana, cierto núcleo moral y didáctico. Cuando me lo dicen guardo silencio. A veces sonrío. Cambio de tema. Es fácil: en realidad no quieren hablar de mí, sólo quieren que sea yo quien les hable de Benjamín Federov. Y yo no me hago rogar nunca. Yo obedezco a la voluntad de mi amo y señor, del autor de mis días y mis noches.

"Si la ficción no nos enseña algo de la realidad, entonces estamos perdidos", es una de las frases más citadas de Benjamín Federov. Digo eso, siempre, después de "Benjamín Federov ha muerto..."; y sigo con un "...pero sus cuentos están más vivos que nunca".
Los cuentos de La chica que cayó en la piscina aquella noche nacieron muertos. Son complejos cadáveres narrativos que no enseñan nada ni les interesa hacerlo. Todo lo contrario. Son cuentos para personas que se han resignado a estar perdidas y que ya no buscan el camino de regreso a casa. Son cuentos que desenseñan y que no aspiran a ningún tipo de revelación virtuosa. Al ser incluido en una reciente antología de jóvenes narradores, el crítico de turno se refirió al cuento que da título al libro como "un atentado, un bomba de fragmentación escondida entre tantos relatos que empiezan, transcurren y terminan. Una rara y atendible paradoja, ya que se trata del cuento de quien es considerado el más dedicado discípulo y especialista en la obra de Benjamín Federov".
Ja.
Ja ja.
Ja ja ja.
El crítico no se atrevió a decir si el cuento era bueno o malo porque —si algo de perversamente genial tienen los cuentos de La chica que cayó en la piscina aquella noche— es que, en su aparente condición gaseosa e inasible, parecen estar envasados al vacío perfecto, son imposibles de abrir como ciertos relojes y, sí, como ciertos cuentos de Federov.
Oraciones largas, de acuerdo; pero poco y nada que ver con las oraciones largas de Federov o —ya que estamos— las contadas oraciones cortas de Federov funcionando, siempre, como eficaz llave que abre esos trabajados portales de catedral europea o palacio gubernamental sudamericano. Entradas rebosando bajorrelieves repletos de figuras y líneas barrocas extendiéndose, a veces, por varias páginas antes de alcanzar el respiro de un punto y aparte. Para ponerlo más fácil: en su milagrosa y casi sobrenatural perfección, las oraciones largas de Benjamín Federov se leían como oraciones cortas de Benjamín Federov.
Y viceversa.

Los títulos de todos y cada uno de los cuentos de Benjamín Federov están plenamente justificados y de inmediato se entiende su razón de ser. Los títulos de los cuentos de Benjamín Federov son casi el argumento del cuento: "Una cacería", "Primer amor", "La mujer del otro", "En alta mar", "El taxista ruso", "La muerte de la inocencia", "El hombre que abrazaba las estatuas"...
Los personajes de los cuentos de Benjamín Federov rara vez tienen apellido y a menudo transcurren en tiempo presente y real y narran una acción que demora lo que se demora en leer un cuento.
Los únicos tres cuentos de La chica que cayó en la piscina aquella noche con títulos a los que podría calificarse de federovianos son "En la frontera", "Los surrealistas", "Historia con monstruos"... Pero ninguno de los tres tiene algo que ver con un cuento de Benjamín Federov.
El primero narra un hipotético —pero imposible en lo cronológico— intercambio de dos escritores en una frontera imprecisa entre Europa y los Estados Unidos: Europa entrega a Vladimir Nabokov para que escriba la gran novela norteamericana a cambio de Henry James, quien deberá escribir la gran novela europea. Una broma para intelectuales.
El segundo es otra arbitraria alteración de la historia: Salvador Dalí, Max Ernst, Luis Buñuel, André Bretón, De Chirico, René Magritte y Man Ray aparecen como parte de un selecto escuadrón logístico de costumbres poco ortodoxas aunque efectivas en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.
El tercero es muy complicado de resumir aquí. Sólo diré que trata de un extra de 2001: A Space Odissey que se niega a quitarse su traje de mono y vive dentro de él durante años. Algo así.
Los cuentos de La chica que cayó en la piscina aquella noche podrían titularse, todos, "Sin título".
Y después un número.
O ni siquiera eso.
Nadie se molestaría demasiado, salvo yo cuando me doy cuenta que sé todos y cada uno de esos cuentos de memoria; que ahora podría escribirlos, palabra por palabra, como si fuera la primera vez porque sería la primera vez, a pesar de que siempre me hayan parecido espantosos, a pesar de que ya estén escritos.

Yo no quería ser escritor.
Yo no quiero ser escritor.

Yo no soy escritor.
Yo quise ser pintor, luego músico, más tarde (la súbita conciencia de que no servía para eso me iba llevando de una disciplina a otra como quien pasea por las diferentes salas de un museo del todo y de la nada) pensé que lo mío podía tal vez estar en las matemáticas. Una novia que duró poco (como todas mis novias) me convenció (o yo quise convencerme) de ese absurdo del arte en los números. En realidad, descubro ahora, me abalancé sobre una ciencia exacta más empujado por el significado y el valor de esa palabra —exacta—, que parecía prometerme un orden previo en el que yo podría encontrar espacio y razón de ser. No importaba el hecho de que en el colegio primario hubiera sucumbido temprano ante la incomprensible novedad de los decimales y, más tarde, los números negativos me hubieran dado el tiro de gracia. Yo me resignaba a mis sucesivas vocaciones, las abordaba como si se tratara de trabajos mínimamente hercúleos con un entusiasmo ligeramente autómata, como se eligen los bombones de una caja dorada.
Pinté un paisaje marino horrible. Compuse una sonata pasable que —no tardaron en señalármelo— se parecía demasiado a no sé qué cosa de Debussy. (Yo sintonizaba la estación de radio clásica todas las noches; me dormía oyéndola y, tal vez, haya sido programado subliminalmente para el plagio casi hipnótico: no importa.) Lo único que produje en el campo de las matemáticas fue un ataque de histeria en uno de mis profesores, quien, luego de un breve período de curiosidad —era la época en que estaban de moda los disfuncionales estilo savant, la posibilidad del genio revolucionario escondido en el doble fondo del más obtuso—, no pudo creer la súbita corporización de semejante idiota en su clase y enloqueció de impotencia frente a sus estudiantes.
Alguien me sugirió entonces que me dedicara a la actuación.

Yo conocí a Benjamín Federov cuando salía de una de mis clases en el conservatorio dramático. Yo ya estaba seguro que mi pasaje por las tablas no iba a prosperar, pero, hasta entonces, no había tenido mayor problema porque todo se había limitado a ejercicios de relajación. El haberme quedado dormido en una clase fue celebrado por mi maestro como muestra de entrega y pasión por mi parte, y no demoré en conseguir novia entre mis compañeras, una chica que aseguraba que Shakespeare había sido mujer o extraterrestre o el alias colectivo de varios autores, no me acuerdo muy bien.
Me acuerdo, sí, que salí a la calle corriendo por alguna de esas varias razones por las que alguien que tiene mi edad de entonces puede llegar a correr. No molesta que uno corra entonces, y hasta se nos antoja coherente la súbita irrupción en escena de un joven corriendo, del mismo modo que no cuestionamos en aquellas viejas películas el modo en que los actores suelen entrar en cuadro (en habitaciones, en ascensores, en camarotes, en autos) siempre riendo por alguna extraña razón que se nos escapa. Digo que yo salí corriendo a la calle y choqué contra el cuerpo imponente de Benjamín Federov en el momento exacto en que el escritor posaba para una fotografía junto a un portal. La foto hoy es famosa y cuesta poco encontrarla en el insert de láminas de las tres o cuatro biografías respetables de Benjamín Federov. La foto apareció primero a los pocos días en una revista con un epígrafe pretendidamente gracioso donde se leía algo del estilo: "El lector deslumbrado por el escritor." Después, con el correr del tiempo, la foto adquirió un valor histórico porque supo capturar el instante preciso en que el maestro conoció a su aprendiz. En la foto, en blanco y negro, se puede observar a Benjamín Federov apenas sorprendido por mi súbita irrupción en su mundo. El escritor aparece de pie, sólido y vertical, con el gesto adusto e imperecedero de una estatua y yo, de rodillas y con una mueca de dolor en el rostro tan fácil de confundir con el éxtasis, lo contemplo como aquel que parece haber nacido nada más que para contemplar una estatua. Un espectador profesional. Un inútil testigo de milagros en los que todos creen. Esos milagros para los que, en realidad, no hace falta ningún testigo porque no hay nadie digno de ponerlos en duda.
Una foto pudo alguna vez haber sido algo milagroso, pero ya no lo es. Lo que hay de mágico en una foto, hoy, no tiene nada que ver con el asombro de un proceso técnico sino con la posibilidad de que, siendo una de las expresiones más consumadas de la fidelidad y de lo verdadero, todo lo que allí se ve no sea más que la más perfecta de las mentiras. Así, un hombre y una mujer que se detestan sonriendo juntos a la cámara; así, la falacia de un eclipse que dura para siempre.
De todas las mentiras fotografiadas que me ha tocado contemplar, aquella que me muestra a mí a los pies de Benjamín Federov es mi foto mentirosa preferida. Pero, también, no es más que eso. Poca cosa. Algo importante para mí que no tiene por qué importarle a los otros. Un segundo sin especial significado que, sometido sin pedir permiso a los riesgos de la eternidad, no tiene otra opción que la de la mentira para justificar semejante blasfemia. Es una foto que muestra a dos personas (una de ellas muy famosa) felices de saberse ajenas al destino de casi toda fotografía: acabar perdiendo todo valor anecdótico o sentimental para terminar ocupando un sitio leve en la superpoblada historia de la fotografía. El único problema es que la historia que redime a la foto que acabo de mencionar no puede ser contada, porque contarla equivaldría a condenarme. No seré yo quien firme mi propia sentencia de muerte. Prefiero esta plácida cadena perpetua que me obliga a subir a un escenario, aclarar mi garganta una vez más, oír mi propia voz como si fuera la de otro diciendo una y otra vez, hasta el fin de los tiempos, "Benjamín Federov ha muerto".
En la primera fila del teatro, de la casa de cultura, de la biblioteca, de la escuela, de todas partes, la viuda de Federov me mira fijo y sonríe una de esas sonrisas capaces de albergar tantos significados. A veces siento que me odia, que lo sabe todo y que todo esto le divierte. Otras que me ama con un amor vertiginoso, podrido e imposible.
Da igual.
Todo esto transcurre en cualquier época y en cualquier lugar.
Lejos.
Sin título.

Yo no soy el que cuenta todo esto pero, por unas pocas páginas, me convierto en su voz y en su vida. Yo me refugio, una vez más, en el recurso metaficcional de estar escribiendo (o intentando escribir) un cuento titulado "Sin título". Yo vuelvo a adoptar este tono y esta forma que, la verdad, empiezan a cansarme un poco y qué más querría que dejarlo atrás de una buena vez por todas.
"Sin título" es —creo, espero, ruego— el último round de esta lucha, la última carga de una brigada demasiado pesada. Lo escribo lejos de donde se me ocurrió. Se me ocurrió en un taxi, conversando con un amigo escritor, recordando historias de un amigo muerto que no era escritor pero sí era un gran personaje. Lo escribo ahora, casi dos años después, mientras afuera nieva y, aquí adentro...
Si Benjamín Federov hubiera existido y no fuera apenas una especie de polución virósica resultado de una reciente sobreexposición a esos cuentos de Henry James: cuentos de fantasmas sin fantasma, cuentos donde siempre hay un aprendiz de escritor que visita a su maestro admirado con el sólo fin de descubrir el modo de aprender a odiarlo un poco. Si Benjamín Federov hubiera escrito esos cuentos que yo nunca hubiera podido escribir, bueno, estoy seguro que en todos los cuentos de Benjamín Federov habría nieve.
Invento —dictamino ahora— que Benjamín Federov es el escritor de la nieve. El que mejor ha sabido ponerla por escrito. La nieve como maná o, quién sabe, como la caspa sacramental de Dios colándose por esos agujeros que son las estrellas. Por eso, casi por reflejo, pienso, siempre abrimos la boca para que entre la nieve y comulgar con el misterio de la naturaleza, la gravedad y el arte mínimo e irrepetible de copos de nieve que —como las huellas dactilares— son siempre diferentes, siempre nuevos. Afuera, mientras escribo esto, los niños hacen muñecos de nieve. A su imagen y semejanza. Más o menos.
Decido —pido permiso a quien corresponda— que el cuento más famoso de Benjamín Federov se titula "El hijo de la nieve" y cuenta la historia de un pequeño y flamante huérfano. Sus padres han muerto en el extranjero, el barco en el que viajaban naufragó, sus cuerpos nunca fueron recuperados. La primera noche del resto de su vida, el niño se despierta y descubre que está nevando y sale a la noche a construir dos muñecos de nieve lo más parecidos que pueda a sus padres, porque necesita ver cómo se derretirán a la mañana siguiente.

Tal vez por admirar tanto a la nieve, me resisto a explicaciones. No me interesa que me cuenten por qué nieva, desconfío de los hombres del tiempo y de las mujeres del tiempo. Elijo no pensar en que —lo siento, en serio—, para muchos, la nieve es una tragedia, un enemigo. Yo estoy en deuda con la nieve. Prefiero, en cambio y a modo de agradecimiento, escribir nevadas. Creo que fue un duro escritor de serie negra quien dijo que, cuando no sabía qué hacer con un texto, siempre recomendaba "hacer que entre un hombre con un revólver en la mano". Tal vez influido por Benjamín Federov, cuando no se me ocurre nada yo hago que nieve en mis cuentos y novelas. La abundancia de nieve en mi ficción no es más que la prueba fehaciente de que a menudo no sé qué hacer, pero, también, de que sí sé hacer nevar. Entonces todo funciona y descubro el camino. Basta con seguir las huellas en la nieve de todos los que me precedieron. Corro tras ellos para decirles gracias, antes de que sea demasiado tarde, que deje de nevar. Me gusta pensar que, si se presta atención, podemos oír el momento exacto en que alguien aprieta el botón que activa el mecanismo blanco y que hace que los cielos se abran para que la nieve caiga sobre nosotros o, quién sabe, para que nosotros ascendamos hacia ella.

Pero, otra vez, me estoy alejando todavía más de lo que quiero contar y este cuento —si fuera un cuento de Benjamín Federov— estaría narrado de una manera mucho más directa y se podría llamar "El guardián del fantasma" o "La puerta" o "El idiota". Los títulos federovianos son engañosamente amplios y bien iluminados en su amplitud, y hasta pueden intercambiarse entre ellos de un cuento a otro sin que la línea del horizonte pierda su capacidad de ser entendida como lo que es: el principio y el fin donde se posan todas las cosas que fueron y serán.
El cuento es este y su trama tiene el singular atractivo de lo banal, porque nada nos atrae más que la sombra de lo vulgar latiendo detrás de las cortinas de lo elegante. No lo voy a escribir como lo hubiera escrito Benjamín Federov. Estoy un poco apurado, tengo pocas ganas de escribir. Lo empecé hace unos meses, lo termino ahora. Tuvo que nevar para que yo supiera cómo terminar este cuento.
¿Quién puede tener ganas de quedarse adentro escribiendo cuando se puede salir a leer la nieve?

Había una vez un gran escritor. El gran escritor es atropellado en la calle por un joven desconocido. El momento —por casualidad o porque era necesario que así fuera— es capturado en una foto que el gran escritor ve en una revista días más tarde. Le causa gracia y busca y encuentra al joven. Lo invita a su casa, le presenta a su mujer y descubre que el joven tiene pretensiones artísticas, pero nada demasiado serio o preocupante. El gran escritor decide que el joven es el espécimen perfecto que estaba buscando para su experimento. El gran escritor le regala sus libros —que el joven nunca leyó— y lo acompaña hasta la puerta. Perturbado por la proximidad de la gloria, el joven comienza a asistir a las conferencias del gran escritor sin entender muy bien por y para qué. A veces intercambia alguna palabra con el gran escritor o se da importancia delante de una novia con lunares en todos los sitios correctos. Nada que merezca ser recordado. Años más tarde, el día en que el gran escritor muere durante una de sus conferencias, la flamante viuda se acerca al joven y le dice, entre lágrimas, que cuentan con él para pronunciar la elegía durante el entierro, que así siempre lo quiso su esposo. El joven, conmocionado, no entiende, no dice palabra y sólo asiente. Esa misma noche, en su casa, el joven recibe un sobre lacrado enviado por el abogado del gran escritor para ser abierto en privado y después de la muerte de su célebre cliente. Adentro hay una carta del gran escritor explicándolo todo y diciéndole que tiene un favor que pedirle. "¿Quién puede negarle un favor a un muerto?", sonríe el gran escritor en la carta. En el sobre hay dos manuscritos. El primero de ellos es una especie de biografía de una amistad inexistente. Páginas y páginas de situaciones y episodios que nunca tuvieron lugar entre el gran escritor y el joven, conversaciones trascendentes sobre la naturaleza de la literatura y pequeños e inmensos momentos cotidianos. Las últimas tres páginas de este manuscrito son la elegía que el joven deberá pronunciar frente a la tumba del gran escritor. La carta instruye al joven para que se aprenda esas páginas de memoria y las queme lo más pronto posible. El segundo manuscrito es un libro de cuentos. Cuentos inéditos. Cuentos de forma y estilo que nada tienen que ver con los cuentos del gran escritor. Al joven le sorprende, apenas, descubrir que en la portada de ese manuscrito —que puede titularse o no La chica que cayó en la piscina aquella noche— se encuentra su nombre y, en la primera página, una dedicatoria al gran escritor. El joven lee los cuentos, no los entiende, son cuentos raros, pero cree comprender la monstruosa hazaña del gran escritor. ¿Habrá algo más parecido a ser dios para un escritor que el crear a otro escritor a su imagen y semejanza y, no conforme con ello, dotarlo también con el don de la traición? El joven acude al entierro, recita la elegía. Descubre que la viuda del gran escritor lo trata como a una continuación natural de su marido, lo adopta como un hijo que nunca tuvo, le habla una y otra vez del gran escritor y le pide que le cuente qué era lo que hacían en esas largas noches en que salían solos. El joven comprende que la trama del gran escritor también tiene un costado sórdido y acaso muy lejano a todo lo que tiene que ver con el arte. Tal vez otra mujer. O una existencia de pecado inconfesable. Una puerta que no se abre porque nadie sabe que está allí. No importa que él no tenga la llave, él es el único que conoce la existencia de esa puerta y es esta parte velada de la historia (una parte que ni siquiera yo conozco) la que lo impulsa a continuar con la farsa. El sentirse que sabe más que los otros y no un simple instrumento es lo que salva al gran escritor y condena al joven, quien publica el libro de cuentos que nunca escribió con su nombre y adquiere una relativa fama como extraño pez luminoso nadando junto a la sombra del intimidante leviatán. Su figura no tiene título. Su voz no es suya. Tampoco es mía esta voz que ahora mira al distinguido público aquí reunido para honrar otra vez la memoria de un artista inmortal y dice "Benjamín Federov ha muerto" y piensa "yo soy el guardián del fantasma, yo soy la puerta, yo soy el idiota" mientras afuera sigue nevando, no dejará de nevar durante semanas, y me hace muy muy muy muy feliz que así sea.


viernes, 2 de noviembre de 2007

T.S. Eliot

CUATRO CUARTETOS (1935-1942)

Cuarteto # 3:
THE DRY SALVAGES

I

[The Dry Salvages -acaso originalmente les trois sauvages- ­es un pequeño conjunto de rocas en las que se levanta un faro. Se encuentran en la costa noreste de Cape Ann, Mas­sachusetts. Salvages se pronuncia de modo que rime con assuages. Groaner es una boya silbante.]

No sé mucho de dioses, mas supongo que el río
Es un dios pardo y fuerte -hosco, indómito, intratable,
Paciente hasta cierto punto, al principio reconocido como frontera;
Útil, poco de fiar, como transportador del comercio,
Luego sólo un problema para los constructores de puentes.
Ya resuelto el problema queda casi olvidado el gran dios pardo
Por quienes viven en ciudades -sin embargo, es implacable siempre,
Fiel a sus sus estaciones y sus cóleras, destructor que recuerda
Cuanto prefieren olvidar los humanos. No es objeto de de honras
Ni actos propiciatorios por parte de los veneradores de las máquinas;
Está siempre esperando, acechando, esperando.
En la cuna del niño su ritmo estuvo presente,
En el frondoso ailanto del jardín en abril,
El olor de las uvas en la mesa otoñal
Y el círculo nocturno ante la luz de gas del invierno.

El río está dentro de nosotros, el mar en torno nuestro;
El mar es también el borde de la tierra,
El granito en que se adentran las olas,
Las playas donde arroja
Sugerencias de una creación anterior y distinta:
La estrella de mar, el límulo, el espinazo de la ballena;
Las pozas donde ofrece a nuestra curiosidad
La anémona de mar y las algas más delicadas.
Arroja nuestras pérdidas: la jábega rota, la nasa de langostas maltrecha, el remo quebrado
Y los arreos de extranjeros muertos.
El mar tiene muchas voces,
Muchos dioses y muchas voces.

La sal está en la rosa silvestre,

La niebla en los abetos.

El aullido del mar

Y su bramido son voces diferentes
Que a menudo se escuchan juntas: el gemir en los aparejos,
La amenaza y caricia de la ola que estalla mar adentro,
La rompiente lejana contra la dentadura de granito
Y el lamento que avisa del promontorio que se acerca
Todas son voces del mar, y la boya silbante
AI girar hacia tierra, y la gaviota.
Y bajo la opresión de la niebla silenciosa
El redoble de la campana, tañida sin prisa
Por la ola que se hincha allá en el fondo,
Mide el tiempo, no nuestro tiempo
Sino un tiempo más antiguo
Que el tiempo de los cronómetros, más antiguo
Que el tiempo medido por las mujeres que en su angustia y su insomnio
Calculan el porvenir, tratan de destejer, devanar, desenredar
Y remendar pasado y futuro,
Entre la medianoche y el amanecer,
Cuando es engaño ya todo el pasado,
El futuro no tiene porvenir,
Antes de que amanezca y cambien la guardia,
Cuando el tiempo se detiene,
Y el tiempo no acaba nunca,
Y la ola que se hincha en el fondo
Y es y era desde el principio
Hace sonar la campana.

(Traducción: José Emilio Pacheco)

Bernard Malamud

Lectura de un verano

George Stoyonovich era un muchacho de la vecindad que había dejado la secundaria, por un capricho, cuando tenía dieciséis años, le faltó paciencia y, aunque le daba vergüenza confesarlo, cada vez que iba a buscar trabajo, cuando la gente le preguntaba si la había terminado, él tenía que contestar que no. Nunca regresó a la escuela. Aquel verano era una estación dura para los empleos, y él no tenía ninguno. Con tanto tiempo entre las manos, George pensó ir a una escuela de verano, aunque supuso que los chicos de su grado serían demasiado jóvenes. También pensó inscribirse en una secundaria nocturna, solamente que no le gustaba la idea de tener maestros que siempre le estuvieran indicando qué hacer. Creía que no lo habían respetado en su privacía. El resultado fue que se pasaba la mayor parte del día ora en la calle, ora en su cuarto. Estaba cerca de los veinte y tenía compromisos con las chicas del vecindario, pero nada de dinero para gastar. Sólo podía obtener unos cuantos centavos ocasionales, ya que su padre era pobre y su hermana Sophie, quien se le parecía —una joven alta y delgada de veintitrés años—, ganaba muy poco, de modo que lo que tenía se lo quedaba. Su madre estaba muerta y Sophie tenía que ocuparse de la casa.
Muy temprano por la mañana el padre de George se levantaba para ir a trabajar en un mercado de pescado. Sophie salía alrededor de las ocho para emprender el largo trayecto por el subterráneo, hasta una cafetería en el Bronx. George tomaba solo el café; luego holgazaneaba en la casa. Cuando esta, un angosto apartamento de cinco habitaciones arriba de una carnicería, lo exasperaba, la limpiaba: fregaba el piso con una jerga húmeda y ponía en su lugar las cosas. Pero la mayor parte del tiempo se sentaba en su cuarto. En las tardes escuchaba el juego de pelota. Asimismo, tenía un par de viejas copias del Almanaque Mundial que había comprado tiempo atrás; le gustaba leerlas, así como las revistas y periódicos que Sophie traía a casa, de los que recogía olvidados, en las mesas de la cafetería. En su mayoría eran revistas ilustradas con fotos de artistas de cine y campeones deportivos, aunque también llevaba por lo regular el “News” y el “Mirror”. La misma Sophie leía cualquier cosa que cayera en sus manos, aunque a veces leía además buenos libros.
Ella le preguntó a George en una ocasión lo que hacía metido todo el día en su cuarto. Él le respondió que también leía mucho.
—¿Qué otra cosa además de lo que traigo a casa? ¿Has leído buenos libros?
—Algunos —contestó George, aunque en realidad no era cierto.
Había tratado de leer uno o dos libros que Sophie había llevado,pero se dio cuenta de que no estaba de buen humor para ellos. Ultimamente no podría soportar historias ficticias: se ponía de malas. Deseaba tener una afición en qué entretenerse... De niño era bueno en carpintería, aunque ¿dónde podía practicarla? A veces salía a pasear durante el día; las más de las veces caminaba después de que se ponía el ardiente sol y soplaba aire fresco en las calles.
En la noche, después de la cena, George salía de casa y vagabundeaba por la vecindad. Durante los días calurosos, algunos de los tenderos y sus esposas se sentaban a abanicarse, en sillas colocadas sobre las duras, derruidas banquetas frente a sus tiendas. George caminaba por allí mientras los muchachos se apiñaban en la esquina de la dulcería, Conocía aun par de ellos, de toda la vida, pero nadie se reconocía entre sí. Él no tenía un lugar especial adonde ir, aunque en general, guardándolo para el final a manera de postre, abandonaba el vecindario y caminaba cuadras enteras hasta llegar a un iluminado parquecito lleno de bancas y árboles, cuyos prados cercaba un alambre de acero que le imponía un sentimiento de privacía. Se sentaba sobre una banca a observar los frondosos árboles y las flores abiertas dentro del cercado, tratando de pensar en una vida mejor para él. Recordaba los empleos que había tenido desde que dejó la escuela: mandadero, dependiente, repartidor en bicicleta y, por último, obrero de una fábrica. Se sentía insatisfecho de todos ellos y pensaba que algún día le gustaría tener un buen empleo y vivir en una casa propia, con una cochera sobre una calle arbolada. Quería tener algo de dinero en los bolsillos a fin de comprar cosas, y una chica con quien salir para no estar tan solo, especialmente los sábados por la noche. Deseaba que la gente lo quisiera y lo respetara. A menudo pensaba sobre tales puntos, particularmente cuando se encontraba solo en la noche. Cerca de la medianoche se levantaba y retornaba a su caluroso y pétreo vecindario.
Caminando en una ocasión George se encontró al señor Cattanzara, quien regresaba tarde, a casa, del trabajo. Se preguntó si estaría borracho, pero no pudo esclarecerlo. El señor Cattanzara, un rechoncho hombre calvo que trabajaba en una cabina de cambios en una estación IRT, vivía en la calle siguiente a la de George, arriba de una reparadora de calzado. Por las noches, durante la estación calurosa, se sentaba a leer el “New York Times” en el balcón, a la luz que difundía la zapatería. Lo leía de la primera a la última página. Luego se iba a dormir. Y todo el tiempo que empleaba en leer el periódico, su esposa, una mujer gorda con una cara blanca, se apoyaba sobre la ventana, a mirar la calle, con sus gruesos brazos blancos cruzados bajo sus senos sueltos.
De vez en cuando, el señor Cattanzara llegaba a casa borracho, pero era un borracho reservado. Nunca provocaba pleitos; se limitaba a caminar muy erguido por la calle y a subir con lentitud las escaleras que desembocaban en el pasillo. Aunque ebrio, se veía igual que siempre, salvo por su caminar erguido, su reserva, y el hecho de que sus ojos estuvieran húmedos. A George le simpatizaba el señor Cattanzara porque recordaba que cuando él era un chiquillo solía darle monedas para que comprara helados de limón. El señor Cattanzara era de una clase diferente a la del resto del vecindario. Hacía preguntas diferentes a las de los demás, cuando lo encontraba a uno, y parecía estar al tanto de lo que ocurría en todos los periódicos. Los leía mientras su obesa esposa enferma observaba desde su ventana.
—¿Qué estás haciendo este verano, George? —preguntó el señor Cattanzara—. Veo que caminas por las noches.
George se sintió embarazado.
—Poca cosa. Espero la posibilidad de un empleo.
Como le avergonzaba admitir que no estaba trabajando, George agregó:
—Permanezco en casa... Leo mucho para no descuidar mi educación.
El señor Cattanzara pareció interesado. Se limpió la cara sudorosa con un pañuelo rojo.
—¿Qué lees?
George vaciló. Luego declaró:
—Una vez saqué una lista de libros de la biblioteca. Los voy a leer este verano.
Se sintió extraño y un poco mal al decirlo, pero quería que el señor Cattanzara lo respetara.
—¿Cuántos libros son?
—Nunca los conté. Tal vez cerca de cien.
El señor Cattanzara silbó entre dientes.
—Imagino que si lo hago —continuó George con gravedad—, ello me ayudará en mi educación. No me refiero a lo que le enseñan a uno en secundaria. Quiero aprender cosas diferentes de las que enseñan allí, ¿comprende lo que quiero decir?
El cambista aprobó con la cabeza.
—De cualquier manera, cien libros es una cantidad muy fuerte para un verano.
—Puede que me tome más tiempo.
—Después de que termines algunos, quizás tú y yo podamos intercambiar opiniones sobre ellos —sugirió el señor Cattanzara.
—Cuando termine —contestó George.
El señor Cattanzara se marchó a casa y George reanudó su camino. Después de aquello, aunque alimentaba aquella intención, George no hizo nada diferente a lo usual. Por la noche siguió con las caminatas que concluían en el pequeño parque. Una noche el zapatero de la siguiente calle detuvo a George para decirle que era un buen muchacho. George se imaginó que el señor Cattanzara le había contado lo relativo a los libros que leía. Del zapatero se debe haber transmitido la noticia hacia la calle, porque George vio que le sonreían con amabilidad un par de personas, aunque no le hablaban. Se sintió mejor en el vecindario y le gustó más, pero no tanto que deseara quedarse a vivir allí para siempre. Sin que le gustara mucho, nunca le había disgustado la gente del vecindario. La molestia procedía del vecindario en sí. Para su sorpresa, George descubrió que su padre y Sophie también estaban enterados de sus lecturas. Su padre era demasiado tímido para decir nada al respecto —nunca fue un gran conversador en su vida—, pero Sophie se mostraba más tierna con George, y le demostró en otros sentidos que se sentía orgullosa de él.
Con el transcurso del verano, George alentó un buen humor hacia la vida. Limpiaba la casa todos los días —como un favor a Sophie—. Disfrutaba más los juegos de pelota. Sophie le otorgó un dólar a la semana y, pese a que todavía no le bastaba y tenía que gastarlo con cuidado, era mucho mejor a tener unos centavos solo de vez en cuando. Gozaba al máximo lo que compraba con ese dinero: cigarrillos en especial, una cerveza ocasional, o un boleto de cine. La vida no era tan mala si se la sabía apreciar. Ocasionalmente compraba un libro en algún expendio de periódicos y, a pesar de que nunca los leía, se sentía contento de tener un par de libros en su cuarto. No obstante, leía totalmente las revistas y periódicos de Sophie. En las noches eran las horas más placenteras porque, cuando pasaba por los tenderos sentados enfrente de sus tiendas, se daba cuenta de que lo tenían en un alto concepto. Caminaba erguido y, pesa a que no les decía nada, ni ellos a él, podría sentir su aprobación unánime. Un par de noches se sintió tan bien que dejó de ir al parquecito al final de la tarde. Simplemente vagó por el vecindario, donde la gente lo conocía desde que era un chiquillo, desde que jugaba a la pelota siempre que se celebraba un juego. Caminó por allí, luego regresó a casa, y se metió a la cama con un sentimiento de alegría.
En el transcurso de unas cuantas semanas sólo platicó una vez con el señor Cattanzara y, a pesar de que el cambista no aludió a los libros, ni le formuló preguntas, su silencio embarazó un poco a George. Por un tiempo, George dejó de pasar frente a la casa del señor Cattanzara, hasta que una noche se le olvidó, y se acercó a ella desde una dirección distinta a la que solía tomar. Ya era más de medianoche. La calle, salvo por una o dos personas, se hallaba desierta. George se sorprendió al ver que el señor Cattanzara todavía leía su diario a la luz que proyectaba la lámpara del poste. Su primer impulso fue detenerse bajo el balcón y platicar con él. Aunque no estaba seguro de lo que le quería decir sabía que las palabras saldrían solas tan pronto empezara a hablar; pero, a medida que lo pensaba, más le asustaba la idea. Al cabo, decidió no hacerlo. Hasta llegó a pensar en irse a casa por otra calle; no obstante, estaba demasiado cerca del señor Cattanzara; éste podía verlo desviarse y se molestaría. Así que George cruzó la calle como si nada, tratando de parecer interesado en el escaparate de una tienda al otro lado de la calle. Se sentía incómodo por lo que había. Temía que en cualquier momento el señor Cattanzara mirara por encima de su periódico y lo llamara una rata sucia por caminar del otro lato de la calle. Sin embargo, todo cuanto hizo fue quedarse sentado, transpirando mucho bajo su camiseta de punto. Arriba, su obesa mujer se inclinaba sobre la ventana y parecía también leer el diario con él. George pensó que ella lo delataría al señor Cattanzara; por fortuna, nunca le quitó de encima la mirada al marido.
George decidió mantenerse alejado del cambista hasta que hubiera leído algunos de sus libros, pero perdía interés y no se molestaba por terminarlos tan pronto como veía que se trataba de pura ficción. También perdió el interés por leer otras cosas. Las revistas y periódicos de Sophie se acumulaban sin que siquiera las hojeara. Ella las encontró un día apiladas sobre una silla de su cuarto y le preguntó a él por qué ya no las veía. George le respondió que se lo había imaginado. De modo que George tenía encendida la radio la mayor parte del día y la sintonizaba en alguna estación de música una vez que se cansaba de los comerciales. Mantenía la casa regularmente limpia. Sophie no decía nada cuando la descuidaba. A pesar de que las cosas no marchaban tan bien para él como antes, ella todavía era tierna con él y le daba un dólar extra.
Después de todo la situación era buena. Asimismo, sus caminatas nocturnas lo animaban sin fallar, sin importarle cuán malo hubiera estado el día. Así las cosas, una noche George vio que del otro lado de la casa se aproximaba el señor Cattanzara. George estuvo a punto de volverse y echar a correr, pero se dio cuenta, por la manera de caminar, de que el señor Cattanzara estaba borracho; por lo tanto, era probable que ni siquiera se percatara de su presencia. De manera que George siguió su marcha hacia adelante, hasta ponerse a la altura del cambista. Sentía deseos de que se lo tragara la tierra, y no le sorprendió el silencio del señor Cattanzara al pasar junto a él, con su caminar lento, y su rostro y cuerpo rígidos. George suspiraba de alivio por su milagroso escape cuando oyó que lo llamaban por su nombre. Al lado tenía al señor Cattanzara, oloroso a barril de cerveza. Tenía los ojos tristes en el momento de mirar a George y éste se sintió tan apenado, que estuvo tentado a darle un empellón al borracho y continuar su camino.
Por desgracia, no se podía comportar así con él; además, el señor Cattanzara ya había tomado una moneda de los bolsillos de su pantalón y se la extendía.
—Ve a comparte un helado de limón, George.
—Ya pasó ese tiempo, señor Cattanzara —respondió George—. Ahora soy un hombre.
—No, no lo eres —replicó el señor Cattanzara sin que George pudiera responder.
—¿Cómo van esos libros? —preguntó el señor Cattanzara.
Se tambaleaba un poco, a pesar de sus intentos por conservar el equilibrio.
—Creo que bien —contestó George, consciente del rubor de su cara.
—¿Estás seguro? —sonrió el cambista con ironía y de una manera que George jamás lo había visto sonreír.
—Claro que estoy seguro. Van bien.
Los ojos del señor Cattanzara estaban fijos,pese a que su cabeza oscilaba describiendo pequeños arcos. Tenía unos ojos azules que lastimaban si se les veía demasiado.
—George —dijo él—, nómbrame un libro de la lista que hayas leído este verano, y beberé a tu salud.
—Noquiero que nadie beba por mí.
—Nómbrame uno para que pueda preguntarte sobre él. ¿Quién sabe?, si es un buen libro puede que me anime a leerlo.
A pesar de su presencia de ánimo, George sentía que por dentro se venía abajo.
Incapaz de contestar nada, cerró los ojos; cuando —después de lo que le parecieron años— los volvió a abrir notó que el señor Cattanzara, en un gesto de delicadeza hacia él, se había marchado dejándole retumbando en los oídos estas palabras:
“George, no hagas lo que yo hice”.
Tuvo miedo de salir de su cuarto a la noche siguiente y, aunque Sophie tuvo un altercado con él, no abrió la puerta.
—¿Qué haces allí? —preguntó ella.
—Nada.
—¿No estás leyendo?
—No.
—¿No?
Ella mantuvo un minuto de silencio, luego preguntó:
—¿Dónde guardas los libros que lees? Nunca he visto ninguno en tu cuarto, fuera de unos cuantos sin valor.
Él se mantenía callado.
—En ese caso no mereces ni siquiera el dólar del dinero que gano con tanta dificultad. ¿Por qué me habría de sobar la espalda por ti? Anda, perezoso, busca un trabajo.
Él permaneció en su cuarto casi una semana. Salía a hurtadillas a la cocina cuando no había nadie en casa. Sophie lo regañaba, le pedía que saliera y su viejo padre lloraba. George no se movía de allí a pesar de la terrible temperatura y de la sofocación que imperaba en su pequeño cuarto. Le costaba esfuerzos respirar, cada inhalación era como un extraer una llama de sus pulmones.
Una noche, incapaz de soportar más tiempo el calor, salió a la calle a la una de la mañana. Era poco menos que su sombra. Esperaba llegar al parque sin ser visto, mas había gente en toda la cuadra, mustia e indiferente, que esperaba la llegada de una corriente de aire. George bajó los ojos avergonzado y se alejó de ella. No obstante, no tardó en descubrir que todavía se mostraban amistosos hacia él. Supuso que el señor Cattanzara no lo había traicionado. Quizás cuando se despertó de la borrachera, ya se le había olvidado lo relativo a su encuentro con George. George sintió renacer lentamente la confianza en sí mismo.
Esa misma noche, un hombre le preguntó en la calle si era cierto que había terminado de leer tantos libros. George asintió. El hombre dijo que era una cosa maravillosa que un muchacho de su edad leyera tanto.
—Sí —respondió George, aliviado.
Esperaba que nadie mencionara de nuevo los libros. Un par de diste después se encontró por accidente al señor Cattanzara otra vez y, pese a su silencio, George tenía la firme idea de que él había corrido el rumor de que los había terminado de leer.
Una tarde de otoño, George salió de su casa en dirección de la biblioteca, en la que no había puesto los pues en años. Había libros por días que se mirase. Luchando por controlar un interno temblor que lo estremecía, George fácilmente contó cien volúmenes; luego, se sentó en una mesa a leer.

jueves, 25 de octubre de 2007

Augusto Roa Bastos


La excavación

El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus espaldas. No le pareció al principio nada alarmante. Sería solamente una veta blanda del terreno de arriba. Las tinieblas apenas se pusieron un poco más densas en el angosto agujero por el que únicamente arrastrándose sobre el vientre un hombre podía avanzar o retroceder. No podía detenerse ahora. Siguió avanzando con el plato de hojalata que le servía de perforador. La creciente humedad que iba impregnando la tosca dura lo alentaba. La barranca ya no estaría lejos; a lo sumo, unos cuatro o cinco metros, lo que representaba unos veinticinco días más de trabajo hasta el boquete liberador sobre el río.

Alternándose en turnos seguidos de cuatro horas, seis presos hacían avanzar la excavación veinte centímetros diariamente. Hubieran podido avanzar más rápido, pero la capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se habían abstenido de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en los rincones de la celda húmeda y agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor siniestro de la reclusión, ganaban también unos cuantos centímetros más de "bodega" para el contrabando de la tierra excavada.

La guerra. civil había concluido seis meses atrás. La perforación del túnel duraba cuatro. Entre tanto, habían fallecido, por diversas causas, no del todo apacibles, diecisiete de los ochenta y nueve presos políticos que se hallaban amontonados en esa inhóspita celda, antro, retrete, ergástula pestilente, donde en tiempos de calma no habían entrado nunca más de ocho o diez presos comunes.

De los diecisiete presos que habían tenido la estúpida ocurrencia de morirse, a nueve se habían llevado distintas enfermedades contraídas antes o después de la prisión; a cuatro, los apremios urgentes de la cámara de torturas; a dos, la rauda ventosa de la tisis galopante. Otros dos se habían suicidado abriéndose las venas, uno con la púa de la hebilla del cinto; el otro, con el plato, cuyo borde afiló en la pared, y que ahora servía de herramienta para la apertura del túnel.

Esta estadística era la que regía la vida de esos desgraciados. Sus esperanzas y desalientos. Su congoja callosa, pero aún sensitiva. Su sed, el hambre, los dolores, el hedor, su odio encendido en la sangre, en los ojos, como esas mariposas de aceite que a pocos metros de allí -tal vez solamente un centenar- brillaban en la Catedral delante de las imágenes.

La única respiración venía por el agujero aún ciego, aún nonato, que iba creciendo como un hijo en el vientre de esos hombres ansiosos. Por allí venía el olor puro de la libertad, un soplo fresco y brillante entre los excrementos. Y allí se tocaba, en una especie de inminencia trabajada por el vértigo, todo lo que estaba más allá de ese boquete negro.

Eso era lo que sentían los presos cuando escarbaban la tosca con el plato de hojalata, en la noche angosta del túnel.

Un nuevo desprendimiento le enterró esta vez las piernas hasta los riñones. Quiso moverse, encoger las extremidades atrapadas, pero no pudo. De golpe tuvo exacta conciencia de lo que sucedía, mientras el dolor crecía con sordas puntadas en la carne, en los huesos de las piernas enterradas. No había sido una simple veta reblandecida. Probablemente era una cuña de tierra, un bloque espeso que llegaba hasta la superficie. Probablemente todo un cimiento se estaba sumiendo en la falla provocado por el desprendimiento.

No le quedaba otro recurso que cavar hacia adelante con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Quizá no eran cinco metros los que faltaban, quizá no eran veinticinco días de zapa los que aún lo separaban del boquete salvador de la barranca del río. Quizá eran menos, sólo unos cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Se convirtió en un topo frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia Un poco de barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz. Pero estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla del túnel lo envolvía de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que no eran sus filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando debajo de las uñas y en las yemas heridas por la tosca. Ella, la tierra densa e impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo mortal comenzado hacía mucho tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a comer aún vivo y caliente. De pronto, pareció alejarse un poco. Manoteó al vacío. Era él quien se estaba quedando atrás en el aire como piedra que empezaba a estrangularlo. Procuró avanzar, pero sus piernas ya irremediablemente formaban parte del bloque que se había desmoronado sobre ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía la asfixia. Se estaba ahogando en un río sólido y oscuro. Dejó de moverse, de pugnar inútilmente. La tortura se iba transformando en una inexplicable delicia. Empezó a recordar.

Recordó aquella otra mina subterránea en la guerra del Chaco, hacía mucho tiempo. Un tiempo que ahora se le antojaba fabuloso. Lo recordaba, sin embargo, claramente, con todos los detalles.

En el frente de Gondra, la guerra se había estancado. Hacia seis meses que paraguayos y bolivianos, empotrados frente a frente en sus inexpugnables posiciones, cambiaban obstinados tiroteos e insultos. No había más de cincuenta metros entre unos y otros.

En las pausas de ciertas noches que el melancólico olvido había hecho de pronto atrozmente memorables, en lugar de metralla canjeaban música y canciones de sus respectivas tierras.

El altiplano entero, pétreo y desolado, bajaba arrastrado por la quejumbre de las cuecas; toda una raza hecha de cobre y castigo, desde su plataforma cósmica bajaba hasta el polvo voraz de las trincheras. Y hasta allí bajaban desde los grandes ríos, desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazón de su gente también absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntándose, hermanándose con aquel otro aliento melodioso que subía desde la muerte. Y así sucedía porque era preciso que gente americana siguiese muriendo, matándose, para que ciertas cosas se expresaran correctamente en términos de estadística y mercado, de trueques y expoliaciones correctas, con cifras y números exactos, en boletines de la rapiña internacional.

Fue en una de esas pausas en que en unión de otros catorce voluntarios, Perucho Rodi, estudiante de ingeniería, buen hijo, hermano excelente, hermoso y suave moreno de ojos verdes, había empezado a cavar ese túnel que debía salir detrás de las posiciones bolivianas con un boquete que en el momento señalado entraría en erupción como el cráter de un volcán.

En dieciocho días los ochenta metros de la gruesa perforación subterránea quedaron cubiertos. Y el volcán entró en erupción con lava sólida de metralla, de granadas, de proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones enemigas.

Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno.

Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas, abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de una pesadilla. Tal vez soñaba en ese momento en un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento todavía no podía saberlo.

Sólo recordó que había vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que, aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de sangre.

Aquel túnel del Chaco y este túnel que él mismo había sugerido cavar en el suelo de la cárcel, que él personalmente había empezado a cavar y que, por último, sólo a él le había servido de trampa mortal; este túnel y aquél eran el mismo túnel; un único agujero recto y negro con un boquete de entrada pero no de salida. Un agujero negro y recto que a pesar de su rectitud le había rodeado desde que nació como un círculo subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía ahora para él cuarenta años, pero que en realidad era mucho más viejo, realmente inmemorial.

Aquella noche azul del Chaco, poblada de estruendos y cadáveres había mentido una salida. Pero sólo había sido un sueño; menos que un sueño: la decoración fantástica de un sueño futuro en medio del humo de la batalla

Con el último aliento, Perucho Rodi la volvía a soñar; es decir, a vivir. Sólo ahora aquel sueño lejano era real. Y ahora sí que avistaba el boquete enceguecedor, el perfecto redondel de la salida.

Soñó (recordó) que volvía a salir por aquel cráter en erupción hacia la noche azulada, metálica, fragorosa. Volvió a sentir la ametralladora ardiente y convulsa en sus manos. Soñó (recordó) que volvía a descargar ráfaga tras ráfaga y que volvía a arrojar granada tras granada. Soñó (recordó) la cara de cada una de sus víctimas. Las vio nítidamente. Eran ochenta y nueve en total. Al franquear el límite secreto, las reconoció en un brusco resplandor y se estremeció: esas ochenta y nueve caras vivas y terribles de sus víctimas eran (y seguirán siéndolo en un fogonazo fotográfico infinito) las de sus compañeros de prisión. Incluso los diecisiete muertos, a los cuales se había agregado uno más. Se soñó entre esos muertos. Soñó que soñaba en un túnel. Se vio retorcerse en una pesadilla, soñando que cavaba, que luchaba, que mataba. Recordó nítidamente el soldado enemigo a quien había abatido con su ametralladora, mientras se retorcía en una pesadilla. Soñó que aquel soldado enemigo lo abatía ahora a él con su ametralladora, tan exactamente parecido a él mismo que se hubiera dicho que era su hermano mellizo.

El sueño de Perucho Rodi quedó sepultado en esa grieta como un diamante negro que iba a alumbrar aún otra noche.

La frustrada evasión fue descubierta; el boquete de entrada en el piso de la celda. El hecho inspiró a los guardianes.

Los presos de la celda 4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi, a 1a noche siguiente encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondearon con sus ojos la noche siniestra del patio. Encontraron que inexplicablemente los pasillos y corredores estaban desiertos. Avanzaron. No enfrentaron en la sombra la sombra de ningún centinela. Inexplicablemente, el caserón circular parecía desierto. La puerta trasera que daba a una callejuela clausurada, estaba inexplicablemente entreabierta. La empujaron, salieron. Al salir, con el primer soplo fresco, los abatió en masa sobre las piedras el fuego cruzado de las ametralladoras que las oscuras troneras del panóptico escupieron sobre ellos durante algunos segundos.

Al día siguiente, la ciudad se enteró solamente de que unos cuantos presos habían sido liquidados en el momento en que pretendían evadirse por un túnel. El comunicado pudo mentir con la verdad. Existía un testimonio irrefutable: el túnel. Los periodistas fueron invitados a examinarlo. Quedaron satisfechos al ver el boquete de entrada en la celda. La evidencia anulaba algunos detalles insignificantes: la inexistente salida que nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en la callejuela abandonada.

Poco después el agujero fue cegado con piedras y la celda 4 (Valle-í) volvió a quedar abarrotada.