miércoles, 26 de septiembre de 2007

Joao Guimarães Rosa

Los hermanos Dagobé



Enorme desgracia. Estábase en el velatorio de Damastor Dagobé, el más viejo de los cuatro hermanos, absolutamente facinerosos. La casa no era pequeña, pero mal cabían en ella los que iban a hacer guardia. Todos preferían permanecer cerca del difunto, todos temían, más o menos, a los tres vivos.
Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba. Vivían en estrecha desunión, sin mujer en el lar, sin más pariente, bajo la jefatura despótica del recién finado. Éste había sido el gran peor, el cabeza, fierabrás y maestro, que metió en la obligación de la mala fama a los jóvenes –“los nenes”, según su rudo decir.
Ahora, sin embargo, durante que muerto, en no-tales condiciones, dejaba de ofrecer peligro, poseyendo –en lo encendido de las velas, en su estar entre algunas flores– sólo aquella mueca sin querer, la mandíbula de piraña y la nariz muy torcida y su inventario de maldades. Debajo de las vistas de los tres de luto, se le debía, a pesar de todo, mostrar todavía acatamiento; convenía.
Se servían, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de maíz, así a-la-costumbre. Sonaba un voceo sencillo, bajo, de los grupos de personas, por los oscuros o en el foco de las lamparitas y lamparones. Allá afuera, la noche cerrada; había llovido un poco. Raramente, uno hablaba más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase, despertando de su descuido. En fin, igual a lo igual la ceremonia, al estilo de allá. Pero todo tenía un aire espantoso.
He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge, estimado por todos, fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de los muertos. El Dagobé, sin sabida razón, le había amenazado con cortarle las orejas. Entonces, cuando le vio, avanzó hacía él, con puñal y punta; pero el tranquilo del muchacho, que administraba un pistolón, le pegó un tiro entre los dos pechos, por encima del corazón. Hasta entonces vivió Téllez.
Después de lo que mucho sucedió, sin embargo, se espantaban de que los hermanos no hubiesen realizado la venganza. En lugar, se apresuraron a organizar velatorio y entierro. Y era bien extraño.
Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solitario en casa, resignado ya a lo pésimo, sin ánimo de ningún movimiento.
¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés sobrevivos, hacían los debidos honores, serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval, el benjamín, principalmente, se movía social, tan diligente, con los que llegaban o estaban: “Perdone la molestias...” Doricón, el más viejo ahora, se mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento como él, entre leonino y mular, el mismo maxilar avanzado y los ojitos venenosos; miraba hacia lo alto, con especial compostura, pronunciaba: “¡Dios lo tenga en su gloria!” Y el de en medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental, sostenida, en mirar al cuerpo en la mesa: “Mi buen hermano...”
En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel, se sabía que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco.
Si así, qué tales: a nadie engañaban. Sabían el hasta-qué-punto, lo que todavía no estaban haciendo. Aquello iba a ser cuando los tigres. Más después. Sólo querían ir por partes, nada de apresurados, tal su no rapidez. Sangre por sangre; pero por una noche, unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban.
Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un susurruido, de las tantas perturbaciones. Por lo que, aquellos Dagobés, brutos sólo de indicios, pero matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y los jefes de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Por eso mismo era por lo que no conseguían disimular el cierto experto contento, casi riéndose. Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada podido momento, sutilmente tornaban a juntarse, en un vano de ventana, en el menudo confabuleo. Bebían. Nunca uno de los tres se distanciaba de los otros; ¿lo que era que se acautelaban? Y a ellos se llegaba, vez tras vez, algún compareciente, más compadre, más confioso, traía noticias, secreteaba.

Lo asombrable! Íbanse y veníanse, en el escapar de la noche, y: lo que trataban en el proponer, era sólo respecto al rapaz Liojorge, criminal de legítima defensa, por mano de quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya de que, entre los velantes, siempre alguien, poco y a poco, pasaba palabras. El Liojorge, solo en su morada, sin compañeros, ¿se enlocaba? Por cierto, no tenía la expedición de aprovecharse para escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo agarraban los tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía de estar en el agacharse, verse en las moradas: por allá, meado de miedo, sin medio, sin valor, sin armas. ¡Ya era alma para sufragios! Y, no es que, no sin embargo...
Sólo una primera idea. Con que, alguien que de allá viniendo volviendo, a los dueños del muerto iba a proporcionar información, la sustancia de este recado. Que el rapaz Liojorge, osado labrador, afianzaba que no había querido matar a hermano de ciudadano cristiano ninguno, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, por deber de librarse, por destinos de desastre. Que había matado con respeto. Y que, por valor de prueba, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí delante de, a dar fe de venir, personalmente, para declarar su fuerte falta de culpa, caso de que mostrasen lealtad.
El pálido pasmo. ¿Si caso que ya se vio? De miedo, aquel Liojorge se había enlocado, ya estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y en suceso de hasta escalofríos –lo tanto cuanto se sabía– que, presente el matador, torna a brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en el lugar, allí no había autoridad.
La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres pestañeares, sólo: “¡Güeno’stá!”, decía el Dismundo. El Derval: “¡Haiga paz!”, hospedoso, la casa honraba. Severo, en sí, enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió en seriedad. De recelo, los circunstantes tomaban más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, es muy dilatado.
Mal había acabado de oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban. ¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían oído bien? Un loco –y las tres fieras locas, lo que ya había, ¿no bastaba?
Lo que nadie creía: tomó la orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado. Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese –dijo– después de cerrado el ataúd. La tramada situación. Uno ve lo inesperado.
¿Sí y sí? La gente iba a ver, a la espera. Con los soturnos pesos en los corazones; cierto esparcido susto por lo menos. Eran horas precarias. Y despertó despacio, despacio el día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre.
Sin escena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio los Dagobés –sería odio al Liojorge–. Supuesto esto se cuchicheaba. Rumor general, el lugurmullo “Ya que ya, viene él...” y otras concisas palabras.
En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge, despojado de todo atinar. No era animosamente, ni siendo para afrentar. Sería así con el alma entregada, una humildad mortal. Se dirigió a los tres: “Ave María purísima!” él, con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón –el cual, el demonio de modo humano– sólo habló el casi: “¡Hum... Ah!” Qué cosa.
Hubo de agarrar para cargar: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al frente, por el lado izquierdo –le indicaron–. Y lo encuadraban los Dagobés, de odio en torno. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Surtió así, ramo de gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los entrometidos más adelante, los prudentes en la retaguardia. Se cataba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el ataúd, con las vacilaciones naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, ladeado. El importante entierro. Se caminaba.
En el tentempié, muy de paso. En aquel intercalamiento, todos, en cuchicheo o silencio, se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sopetón, ya estaban con la mirada apuntada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge –¡tan aterrorizado!– su prudencia en el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No sabría parte de sí, sólo la presencia fatal.
Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el lugar no había cura.
Se proseguía.
Y entraban en el cementerio. “Aquí, todos vienen a dormir” –era, en el portón, el letrero–. Se hizo el airado ayuntamiento, en el barro, al lado del hoyo; muchos, pero, más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte circunspectancia. La ninguna despedida: al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de tensas cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?
El rapaz Liojorge esperaba, se escurrió dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra, de él delante de la nariz? Tuvo un mirar arduo. Se torcía el silencio. Los dos, Dismundo y Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora veía al otro, en medio de aquello?
Le miró cortamente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era la que así preveía, la falsa noción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyóse:
–Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado diablo...
Dijo aquello, bajo y mal-son. Pero se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos, también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo, completó: “...Nosotros nos vamos a vivir a un pueblo grande...” El entierro había terminado... Y otra lluvia empezaba

lunes, 17 de septiembre de 2007

Samuel Taylor Coleridge

KUBLA KHAN

EN Xanadú, Kubla Khanmandó que levantaran su cúpula señera:
allí donde discurre Alfa, el río sagrado,
por cavernas que nunca ha sondeado el hombre,
hacia una mar que el sol no alcanza nunca.
Dos veces cinco millas de tierra muy feraz
ciñeron de altas torres y murallas:
y había allí jardines con brillo de arroyuelos,
donde, abundoso, el árbol de incienso florecía,
y bosques viejos como las colinas
cercando los rincones de verde soleado.
¡Oh sima de misterio, que se abría
bajo la verde loma, cruzando entre los cedros!
Era un lugar salvaje, tan sacro y hechizado
como el que frecuentara, bajo menguante luna,
una mujer, gimiendo de amor por un espíritu.
Y del abismo hirviente y con fragores
sin fin, cual si la tierra jadeara,
hízose que brotara un agua caudalosa,
entre cuyo manar veloz e intermitente
se enlazaban fragmentos enormes, a manera
de granizo o de mieses que el trillador separa:
y en medio de las rocas danzantes, para siempre,
lanzóse el sacro río.
Cinco millas de sierpe, como en un laberinto,
siguió el sagrado río por valles y collados,
hacia aquellas cavernas que no ha medido el hombre,
y hundióse con fragor en una mar sin vida:
y en medio del estruendo, oyó Kubla, lejanas,
las voces de otros tiempos, augurio de la guerra.
La sombra de la cúpula deliciosa flotaba
encima de las ondas,
y allí se oía aquel rumor mezclado
del agua y las cavernas.
¡Oh, singular, maravillosa fábrica:
sobre heladas cavernas la cúpula de sol!
Un día, en mis ensueños,
una joven con un salterio aparecía
llegaba de Abisinia esa doncella
y pulsaba el salterio;
cantando las montañas de Aboré.
Si revivir lograra en mis entrañas
su música y su canto,
tal fuera mi delicia,
que con la melodía potente y sostenida
alzaría en el aire aquella cúpula,
la cúpula de sol y las cuevas de hielo.
Y cuantos me escucharan las verían
y todos clamarían: «¡Deteneos!
¡Ved sus ojos de llama y su cabello loco!
Tres círculos trazad en torno suyo
y los ojos cerrad con miedo sacro,
pues se nutrió con néctar de las flores
y la leche probó del Paraíso».
Versión de Màrie Montand

domingo, 9 de septiembre de 2007

Guy de Maupassant


Suicidas


No pasa un día sin que aparezca en los periódicos la relación de algún suceso como éste:
"Anoche, los vecinos de la casa número tal de la calle tal oyeron dos o tres detonaciones y, saliendo a la escalera para saber lo que ocurría, entre todos pudieron comprobar que se habían producido en el cuarto del señor X. Al abrir la puerta de dicho cuarto --después de llamar inútilmente-- vieron al inquilino tendido en el suelo, sobre un charco de sangre y empuñando aún el revólver con el cual se había ocasionado la muerte.
"Se ignora la causa de tan funesta determinación, porque el señor X. vivía en posición desahogada y, teniendo ya cincuenta y siete años, disfrutaba de bastante salud."
¿Qué angustiosos tormentos, qué ocultas desdichas, qué horribles desencantos convierten a esas personas, al parecer felices, en suicidas?
Indagamos, presumimos al punto, dramas pasionales, misterios de amor, desastres de intereses, y como no se descubre jamás una causa precisa, cubrimos con una palabra esas muertes inexplicables: "Misterio, misterio".
Una carta escrita poco antes de morir, por uno de los muchos que "se suicidan sin motivo", cayó en mi poder. La juzgo interesante. No descubre ningún derrumbamiento, ninguna miseria espantosa, nada de lo extraordinario que se busca siempre para justificar una catástrofe; pero pone de relieve la sucesión de pequeños desencantos que desorganizan fatalmente la existencia solitaria de un hombre que ha perdido todas las ilusiones y acaso explique --a los nerviosos y a los sensitivos, al menos-- la tragedia inexplicable de "suicidios inmotivados".
Leámosla:
"Son ya las doce de la noche. Cuando haya escrito esta carta, voy a matarme. ¿Por qué? Trato de razonar mi determinación, para darme cuenta yo mismo de que se impone fatalmente, de que no debo aplazarla.
"Mis padres eran gentes muy sencillas y crédulas. Yo creí en todo, como ellos.
"Mi engaño duró mucho. Hace poco, se desgarraron para mí los últimos jirones que me velaban la verdad; pero hace ya bastantes años que todos los acontecimientos de mi existencia palidecen. La significación de lo más brillante y atractivo se me presenta en su torpe realidad; la verdadera causa del amor llegó incluso a sustraerme de las poéticas ternuras.
"Nos engañan estúpidas y agradables ilusiones que se renuevan sin cesar.
"Envejeciendo, me había resignado a la horrible miseria de las cosas, a lo vano de todo esfuerzo, a lo inútil que resulta siempre la esperanza: cuando una luz nueva inundó el vacío de mi vida esta noche, después de comer.
"¡Antes yo era feliz! Todo me alegraba: las mujeres al pasar, las calles, mi vivienda, y aun la hechura de mis ropas constituía para mí una preocupación agradable. Pero las mismas ideas, los mismos actos repetidos, monótonos, acabaron por sumergir mi alma en una laxitud espantosa.
"Todos los días, a la misma hora, durante treinta años, me levanté de la cama; y todos los días, en el mismo restaurante, durante treinta años, a las mismas horas, me servían los mismos platos mozos diferentes.
"Me propuse viajar. El aislamiento que sentimos en ciudades nuevas, en residencias desconocidas, me asustó. Sentíame tan abandonado sobre la tierra, tan insignificante, que volví a tomar el camino de mi casa.
"Y, entonces, la inmutable fisonomía de los muebles, fijos en el mismo lugar durante treinta años, las rozaduras de mis sillones, que yo conocí nuevos, el olor de mi casa --cada casa que habitamos, con el tiempo adquiere un olor especial-- acabaron produciéndome náuseas y la negra melancolía de vivir mecánicamente.
"Todo se repite sin cesar y de un modo lamentable. Hasta la manera de introducir --al volver cada noche-- la llave en la cerradura; el sitio donde siempre dejo las cerillas; la mirada que al entrar esparzo en torno de mi habitación, mientras el fósforo se inflama. Y todo me provoca --para verme libre de una existencia tan ruin-- a tirarme por el balcón.
"Mientras me afeito, cada mañana me seduce la idea de degollarme, y mi rostro, el mismo siempre, que se refleja en el espejo con las mejillas cubiertas de jabón, muchas veces me hizo llorar de tristeza.
"Ni siquiera me complace tropezar con personas a las cuales veía con gusto hace tiempo; las conozco tanto que adivino lo que me dirán y lo que les diré; a fuerza de razonar con las mismas, descubrimos la ilación de sus ideas. Cada cerebro es como un circo donde un pobre caballo da vueltas. Por mucho que nos empeñemos en buscar otros caminos, por muchas cabriolas que hagamos, la pista no varía de forma ni ofrece lances imprevistos ni abre puertas ignoradas. Hay que dar vueltas y más vueltas, pasando siempre por las mismas reflexiones, por los mismos chistes, por las mismas costumbres, por las mismas creencias, por los mismos desencantos.
"Al retirarme hoy a mi casa, una insistente niebla invadía el bulevar, oscureciendo los faroles de gas, que parecían candilejas. Pesaba el ambiente húmedo sobre mis hombros como una carga. Seguramente hago una digestión difícil.
"Y una buena digestión lo es todo en la vida. Ofrece inspiraciones al artista, deseos a los jóvenes enamorados, luminosas ideas a los pensadores, alegría de vivir a todo el mundo, y permite comer con abundancia --lo cual es también una dicha. Un estómago enfermo conduce al escepticismo, a la incredulidad, engendra sueños terribles y ansias de muerte. Lo he notado con frecuencia. Es posible que no me matara esta noche, haciendo una buena digestión.
"Después de haberme acomodado en el sillón donde me siento hace treinta años todos los días, miré alrededor, creyéndome víctima de un desaliento espantoso.
"¿De qué medio valerme para escapar a mi razón macilenta, más horrible aún que la desordenada locura? Cualquier empleo, cualquier trabajo me parece más odioso que la acción en que vivo. Quise poner en orden mis papeles.
"Hacía tiempo que deseaba registrar los cajones de mi escritorio, porque durante los treinta últimos años había metido allí, al azar, las cartas y las cuentas. Aquel desorden llegó a preocuparme algunas veces; pero me sobrecoge una fatiga tal en cuanto me propongo un trabajo metódico y ordenado, que nunca me atreví a empezar.
"Esta noche me senté junto a mi escritorio y abrí, resuelto a preservar algunos papeles y romper la mayor parte.
"Quedeme de pronto pensativo ante aquel hacinamiento de hojas amarillentas; luego cogí una.
"¡Oh! Si aprecian en algo su vida, no toquen jamás las cartas viejas que guardan los cajones de su escritorio. Y si no pueden resistir la tentación de abrirlos, cojan a granel, con los ojos cerrados, los paquetes de cartas para tirarlos al fuego; no lean ni una sola frase, porque sólo ver la escritura olvidada y de pronto reconocida, los lanza en un océano de recuerdos; quemen esos papeles que matan; cuando estén hechos pavesas, pisotéenlos para convertirlos en impalpables cenizas... Y si no lo hacen así, los anonadarán como acaban de anonadarme y destruirme.
"¡Ah! Las primeras cartas no me han interesado; eran de fechas recientes y de personas que viven y a las que veo, sin gusto, con alguna frecuencia. Pero, de pronto, la vista de un sobre me ha estremecido. Al reconocer los rasgos de la escritura se han cubierto mis ojos de lágrimas. Era la letra de mi mejor amigo, del compañero de mi juventud, del confidente de mis esperanzas. Y se me apareció tan claramente, con su bondadosa sonrisa, tendiéndome las manos, que sentí un escalofrío penetrante; hasta mis huesos vibraron. Sí, sí; los muertos vuelven. ¡Lo he visto! Nuestra memoria es un mundo más acabado aún que el universo; ¡puede hacer vivir hasta lo que no existe!
"Con la mano temblorosa y los ojos turbios, recorrí toda su carta, y en mi pobre corazón angustiado he sentido un desgarramiento espantoso. Mis lamentaciones eran tan lastimosas, como si me hubiesen magullado las carnes.
"Así he ido remontándome a través de mi vida, como remontamos un río, luchando contra la corriente. Aparecieron personas olvidadas, cuyos nombres no puedo recordar; pero su rostro sí lo recuerdo. En las cartas de mi madre resucitan criados antiguos, el aspecto de nuestra casa y mil detalles nimios que una inteligencia infantil recoge.
"Sí; he visto de pronto los vestidos que usó mi madre en distintas épocas y, según la moda y según el tocado, mostraba una fisonomía diferente. Sobre todo me obsesionaba con un traje de seda rameado, y recuerdo que un día, llevando aquel traje, me amonestó dulcemente: 'Roberto, hijo mío, si no procuras erguirte un poco, serás jorobado toda tu vida'.
"Luego, al abrir otro cajón, aparecieron las prendas marchitas de mis amores: un zapatito de baile, un pañuelo desgarrado, una liga de seda, trencitas de pelo, flores... Y las novelas de mi vida sentimental me sumergieron más en la triste melancolía de lo que no vuelve. ¡Ah! ¡Las frentes juveniles orladas con rubios cabellos, las manos acariciadoras, los ojos insinuantes, la sonrisa que promete un beso, el beso que asegura un paraíso!... Y ¡el primer beso!... Aquel beso delicioso, interminable, que ofusca la mirada, que abate la imaginación, que nos posee y nos glorifica, ofreciéndonos a la vez un goce ideal y la promesa de otros goces deseados.
"Cogiendo con ambas manos aquellas prendas tristes de lejanas ternuras, las cubrí de caricias furiosas y en mi corazón desolado por los recuerdos sentía resonar cada hora de abandono, sufriendo un suplicio más cruel que las monstruosas leyendas infernales. ¡Ah! ¿Por qué las abandoné o por qué me abandonaron?
"Quedaba por ver una carta fechada hacía medio siglo. Me la dictó el maestro de escritura: 'Mamita de mi alma: hoy cumplo siete años. A esa edad ya se discurre; ya sé lo que te debo. Te juro emplear bien la vida que me has dado.
'Tu hijo que te adora, Roberto'.
"Me había remontado hasta el origen. El recuerdo era desconsolador. ¿Y el porvenir? Quise profundizar en lo que me faltaba de vida, y se me apareció la vejez espantosa y solitaria, con su cortejo de achaques y dolencias... ¡Todo acabado para mí! ¡Nadie junto a mí!
"El revólver está sobre la mesa... Es tentador..."
No lean nunca las cartas de otros tiempos! ¡No recuerden viejas memorias!... Así es como se matan muchos hombres en cuya plácida existencia no hallamos el verdadero motivo de su fatal resolución

martes, 4 de septiembre de 2007

Felisberto Fernandez


Elsa


I
Yo no quiero decir cómo es ella. Si digo que es rubia se imaginarán una mujer rubia, pero no será ella. Ocurrirá como con el nombre: si digo que se llama Elsa se imaginarán cómo es el nombre Elsa; pero el nombre Elsa de ella es otro nombre Elsa. Ni siquiera podrían imaginarse cómo es una peinilla que ella se olvidó en mi casa; aunque yo dijera que tiene 26 dientes, el color, más aun, aunque hubieran visto otra igual, no podrían imaginarse cómo es precisamente, la peinilla que ella se olvidó en mi casa.

II
Yo quiero decir lo que me pasa a mí. ¿Y saben para qué?, pues, para ver si diciendo lo que me pasa, deja de pasarme. Pero entiéndase bien; me pasa una cosa mala, horrible: ya lo verán. Sé que por más bien que yo llegara a decirla, ocurrirá como con la peinilla y lo demás; no se imaginarán exactamente cómo es lo malo que me pasa; pero el interés que yo tengo es ver si deja de pasarme tanto lo malo que se imaginarán, lo malo que en realidad me pasa.

III
Elsa no es precisamente una de las tantas muchachas que no me aman: ella no me amará dentro de poco tiempo, porque ahora ella me ama. Nos hemos visto muy pocas voces; ella está muy lejos; nuestro amor se mantiene por correspondencia; pero yo tengo la convicción, yo afirmo categóricamente, yo creo absolutamente -ya explicaré ampliamente por qué tengo esta fiebre de afirmar- yo vuelvo a afirmar que dada la manera de ser de ella, dejará muy pronto de amarme, porque ella no podrá resistir el amor por correspondencia. Yo sí, pero ella no.


IV
De lo que ya no existe, se habla con indiferencia o con frialdad; pero yo hablo con dolor, porque hablo antes de que deje de existir y sabiendo que dejará de existir: recuérdese cómo lo afirmé.
Cuando espero algo, siento como si alguien -llámese Dios, destino o como quiera- tratara de demostrarme que la cosa que espero no llega o no ocurre como yo esperaba. Entonces, cuando yo tengo interés en que una cosa no ocurra, empiezo a pensar que ocurrirá, para burlarme de ese alguien si la cosa llega u ocurre, para hacerle ver que yo la preveía; y él por no dar su brazo a torcer no me da ese gusto y la cosa ocurre; pero he aquí que al final triunfo yo, porque precisamente lo que más deseaba era que no ocurriera. También debo decir que ese alguien suele sorprenderme dejándose burlar, y que yo triunfe aparentemente y quede derrotado íntimamente: pero esto ocurre las menos de las veces.
Para ser franco, diré que yo no creo en ese alguien, que a ese alguien lo creamos, y para crearlo lo suponemos al revés y al derecho. Pero cuando nos encontramos frente a un gran dolor, volvemos a pensar al revés y al derecho por si llega a ser cierto que existe. Ahora yo pienso que a lo mejor existe, y que a lo mejor no da su brazo a torcer, y por llevarme la contra hace que no ocurra lo de que ella deje de amarme, puesto que yo afirmo que ocurrirá. Así mismo tengo temor de que ese alguien se deje vencer y la cosa ocurra como en las menos veces: pero yo tengo más esperanza del otro modo: al revés que al derecho. Tendría esperanza aun cuando viera que estoy a punto de que ella no me ame; pues con más razón tengo esperanza ahora que ella me ama normalmente.
Bueno, en total quiero dejar constancia de que tengo la convicción, de que afirmo categóricamente, y que creo absolutamente, que Elsa se diferencia de las demás muchachas, en que ninguna de las otras me ama, y que ella dejará muy pronto de amarme.

FIN

Macedonio


El zapallo que se hizo cosmos


Érase un zapallo creciendo solitario en ricas tierras del Chaco. Favorecido por una zona excepcional que le daba de todo, criado con libertad y sin remedios fue desarrollándose con el agua natural y la luz solar en condiciones óptimas, como una verdadera esperanza de la Vida. Su historia íntima nos cuenta que iba alimentándose a expensas de las plantas más débiles de su contorno, darwinianamente; siento tener que decirlo, haciéndolo antipático. Pero la historia externa es la que nos interesa, ésa que sólo podrían relatar los azorados habitantes del Chaco que iban a verse envueltos en la pulpa zapallar, absorbidos por sus poderosos raíces. La primera noticia que se tuvo de su existencia fue la de los sonoros crujidos del simple natural crecimiento. Los primeros colonos que lo vieron habrían de espantarse, pues ya entonces pesaría varias toneladas y aumentaba de volumen instante a instante. Ya medía una legua de diámetro cuando llegaron los primeros hacheros mandados por las autoridades para seccionarle el tronco, ya de doscientos metros de circunferencia; los obreros desistían más que por la fatiga de la labor por los ruidos espeluznantes de ciertos movimientos de equilibración, impuestos por la inestabilidad de su volumen que crecía por saltos. Cundía el pavor. Es imposible ahora aproximársele, porque se hace el vacío en su entorno, mientras las raíces imposibles de cortar siguen creciendo. En la desesperación de vérselo venir encima, se piensa en sujetarlo con cables. En vano. Comienza a divisarse desde Montevideo, desde donde se divisa pronto lo irregular nuestro, como nosotros desde aquí observamos lo inestable de Europa. Ya se apresta a saberse el Río de la Plata. Como no hay tiempo de reunir una conferencia panamericana -Ginebra y las cancillerías europeas están advertidas-, cada uno discurre y propone lo eficaz. ¿Lucha, conciliación, suscitación de un sentimiento piadoso en el Zapallo, súplica, armisticio? Se piensa en hacer crecer otro zapallo en el Japón, mimándolo para apresurar al máximo su prosperación, hasta que se encuentren y se entredestryan, sin que, empero, ninguno sobrezapalle al otro. ¿Y el ejército? Opiniones de los científicos; qué pensaron los niños, encantados seguramente; emociones de las señoras; indignación de un procurador, entusiasmo de un agrimensor y de un toma-medidas de sastrería; indumentaria para el Zapallo; una cocinera que se le planta delante y lo examina, retirándose una legua por día; un serrucho que siente su nada. ¿Y Einstein?; frente a la facultad de medicina alguien que insinúa: ¿purgarlo? Todas estas primeras chanzas habían cesado. Llegaba demasiado urgente el momento en que lo que más convenía era mudarse adentro. Bastante ridículo y humillante es el meterse en él con precipitación, aunque se olvide el reloj o el sombrero en alguna parte y apagando previamente el cigarrillo, porque ya no va quedando mundo fuera del zapallo. A medida que crece es más rápido su ritmo de dilación; no bien es una cosa ya es otra; no ha alcanzado la figura de un buque que ya parece una isla. Sus poros ya tienen cinco metros de diámetro, ya veinte, ya cincuenta. Parece presentir que todavía el cosmos podría producir un cataclismo para perderlo, un maremoto o una hendidura de América. ¿No preferirá, por amor propio, estallar, astillarse, antes de ser metido dentro de un Zapallo? Para verlo crecer volamos en avión; es una cordillera flotando sobre el mar. Los hombres son absorbidos como moscas; los coreanos, en la antípoda, se santiguan y saben su suerte es cuestión de horas. El Cosmos desata, en el paroxismo, el combate final. Despeña formidables tempestades, radiaciones insospechadas, temblores de tierra, quizá reservados desde su origen por si tuviera que luchar con otro mundo. "¡Cuidaos de toda célula que ande cerca de vosotros! ¡Basta que una de ellas encuentre su todocomodidad de vivir!! ¿Por qué no se nos advirtió? El alma de cada célula dice despacito: "yo quiero apoderarme de todo el ‘stock’, de toda la ‘existencia en plaza’ de Materia, llenar el espacio, y, tal vez, los espacios siderales; yo puedo ser el Individuo-Universo, la Persona Inmortal del Mundo, el latido único". Nosotros no la escuchamos ¡y nos hallamos en la inminencia de un Mundo de Zapallo, con los hombres, las ciudades y las almas dentro! ¿Que puede herirlo ya? Es cuestión de que el Zapallo se sirva sus últimos apetitos para su sosiego final. Apenas le faltan Australia y Polinesia. Perros que no vivían más que quince años, zapallos que apenas resistían uno y hombres que raramente llegaban a los cien… ¡Así es la sorpresa! Decíamos: es un monstruo que no puede durar. Y aquí nos tenéis adentro. ¿Nacer y morir para nacer y morir…?, se habrá dicho el Zapallo: ¡oh, ya no! El escorpión, cuando se siente inhábil o en inferioridad se pica a sí mismo y se aniquila, parte al instante al depósito de la vida escorpiónica para su nueva esperanza de perduración; se envenena sólo para que le den vida nueva. ¿Por qué no configurar el Escorpión, el Pino, la Lombriz, el Hombre, la Cigüeña, el Ruiseñor, la Hiedra, inmortales? Y por sobre todos el Zapallo, Personación del Cosmos, con los jugadores de póker viendo tranquilamente y alternando los enamorados, todo en el espacio diáfano y unitario del Zapallo. Practicamos sinceramente la Metafísica Cucurbitácea. Nos convencimos de que, dada la relatividad de las magnitudes todas, nadie de nosotros sabrá nunca si vive o no dentro de un zapallo y hasta dentro de un ataúd y si no seremos células del Plasma Inmortal. Tenía que suceder: Totalidad todo Interna, Limitada, Inmóvil (sin Traslación), sin Relación, por ello sin Muerte. Parece que en estos últimos momentos, según coincidencia de signos, el Zapallo se alista para conquistar no ya la pobre Tierra, sino la Creación. Al parecer, prepara su desafío contra la Vía Láctea. Días más, y el Zapallo será el ser, la realidad y su Cáscara. (El Zapallo me ha permitido que para vosotros -querdios cofrades de la Zapallería- yo escriba mal y pobre su leyenda y su historia. Vivimos en ese mundo que todos sabíamos, pero todo en cáscara ahora, con relaciones sólo internas y, así, sin muerte. Esto es mejor que antes.)