sábado, 29 de marzo de 2008

ROBERTO BOLAÑO



El ojo silva

Para Rodrigo Pinto y María y Andrés Braithwaite



Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende

El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.
Nos hicimos amigos y solíamos encontrarnos una vez a la semana, por lo menos, en el café La Habana, de Bucareli, o en mi casa de la calle Versalles en donde yo vivía con mi madre y con mi hermana. Los primeros meses el Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas y precarias, luego consiguió trabajo como fotógrafo de un periódico del D.F. No recuerdo qué periódico era, tal vez El Sol, si alguna vez existió en México un periódico de ese nombre, tal vez El Universal; yo hubiera preferido que fuera El Nacional, cuyo suplemento cultural dirigía el viejo poeta español Juan Rejano, pero en El Nacional no fue porque yo trabajé allí y nunca vi al Ojo en la redacción. Pero trabajó en un periódico mexicano, de eso no me cabe la menor duda, y su situación económica mejoró, al principio imperceptiblemente, porque el Ojo se había acostumbrado a vivir de forma espartana, pero si uno afinaba la mirada podía apreciar señales inequívocas que hablaban de un repunte económico.
Los primeros meses en el D.F., por ejemplo, lo recuerdo vestido con sudaderas. Los últimos ya se había comprado un par de camisas e incluso una vez lo vi con corbata, una prenda que nosotros, es decir mis amigos poetas y yo, no usábamos nunca. De hecho, el único personaje encorbatado que alguna vez se sentó a nuestra mesa del café Quito, en la avenida Bucareli, fue el Ojo.
Por aquellos días se decía que el Ojo Silva era homosexual. Quiero decir: en los círculos de exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia y en parte como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de izquierda que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.
Una vez vino el Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba y el Ojo correspondía al cariño haciendo de vez en cuando fotos de la familia, es decir de mi madre, de mi hermana, de alguna amiga de mi madre y de mí. A todo el mundo le gusta que lo fotografíen, me dijo una vez. A mí me daba igual, o eso creía, pero cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un rato en sus palabras y terminé por darle la razón. Sólo a algunos indios no les gustan las fotos, dijo. Mi madre creyó que el Ojo estaba hablando de los mapuches, pero en realidad hablaba de los indios de la India, de esa India que tan importante iba a ser para él en el futuro.
Una noche me lo encontré en el café Quito. Casi no había parroquianos y el Ojo estaba sentado junto a los ventanales que daban a Bucareli con un café con leche servido en vaso, esos vasos grandes de vidrio grueso que tenía el Quito y que nunca más he vuelto a ver en un establecimiento público. Me senté junto a él y estuvimos charlando durante un rato. Parecía translúcido. Esa fue la impresión que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el vaso de vidrio de su café con leche parecían intercambiar señales, como si se acabaran de encontrar, dos fenómenos incomprensibles en el vasto universo, y trataran con más voluntad que esperanza de hallar un lenguaje común.
Esa noche me confesó que era homosexual, tal como propagaban los exiliados, y que se iba de México. Por un instante creí entender que se marchaba porque era homosexual. Pero no, un amigo le había conseguido un trabajo en una agencia de fotógrafos de París y eso era algo con lo que siempre había soñado. Tenía ganas de hablar y yo lo escuché. Me dijo que durante algunos años había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales. Hablamos de la palabra invertido (hoy en desuso) que atraía como un imán paisajes desolados, y del término colisa, que yo escribía con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.
Recuerdo que terminamos despotricando contra la izquierda chilena y que en algún momento yo brindé por los luchadores chilenos errantes, una fracción numerosa de los luchadores latinoamericanos errantes, entelequia compuesta de huérfanos que, como su nombre indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo sus servicios al mejor postor, que casi siempre, por lo demás, era el peor. Pero después de reírnos el Ojo dijo que la violencia no era cosa suya. Tuya sí, me dijo con una tristeza que entonces no entendí, pero no mía. Detesto la violencia. Yo le aseguré que sentía lo mismo. Después nos pusimos a hablar de otras cosas, libros, películas, y ya no nos volvimos a ver.
Un día supe que el Ojo se había marchado de México. Me lo comunicó un antiguo compañero suyo del periódico. No me pareció extraño que no se hubiera despedido de mí. El Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía de nadie. Mis amigos mexicanos nunca se despedían de nadie. A mi madre, sin embargo, le pareció un gesto de mala educación.
Dos o tres años después yo también me marché de México. Estuve en París, lo busqué (si bien no con excesivo ahínco), no lo encontré. Con el paso del tiempo empecé a olvidar hasta su rostro, aunque siempre persistió en mi memoria una forma de acercarse, un estar, una forma de opinar desde cierta distancia y desde cierta tristeza nada enfática que asociaba con el Ojo Silva, un Ojo Silva que ya no tenía rostro o que había adquirido un rostro de sombras, pero que aún mantenía lo esencial, la memoria de su movimiento, una entidad casi abstracta pero en donde no cabía la quietud.
Pasaron los años. Muchos años. Algunos amigos murieron. Yo me casé, tuve un hijo, publiqué algunos libros.
En cierta ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche, después de cenar con Heinrich von Berenberg y su familia, cogí un taxi (aunque usualmente era Heinrich el que cada noche me iba a dejar al hotel) al que ordené que se detuviera antes porque quería pasear un poco. El taxista (un asiático ya mayor que escuchaba a Beethoven) me dejó a unas cinco cuadras del hotel. No era muy tarde aunque casi no había gente por las calles. Atravesé una plaza. Sentado en un banco estaba el Ojo. No lo reconocí hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me preguntó cómo estaba. Entonces me di la vuelta y lo miré durante un rato sin saber quién era. El Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me miraban y luego miraban el suelo o a los lados, los árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y las sombras que lo rodeaban a él con más intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos pasos hacia él y le pregunté quién era. Soy yo, Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.
Aquella noche conversamos casi hasta que amaneció. El Ojo vivía en Berlín desde hacía algunos años y sabía encontrar los bares que permanecían abiertos toda la noche. Le pregunté por su vida. A grandes rasgos me hizo un dibujo de los avatares del fotógrafo free lancer. Había tenido casa en París, en Milán y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde guardaba los libros y de las que se ausentaba durante largas temporadas. Sólo cuando entramos al primer bar pude apreciar cuánto había cambiado. Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho más que en México. Quiso saber cosas de mí. Por supuesto, nuestro encuentro no había sido casual. Mi nombre había aparecido en la prensa y el Ojo lo leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo daba una lectura o una conferencia a la que no pudo ir, pero llamó por teléfono a la organización y consiguió las señas de mi hotel. Cuando lo encontré en la plaza sólo estaba haciendo tiempo, dijo, y reflexionando a la espera de mi llegada.
Me reí. Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento feliz. El Ojo seguía siendo una persona rara y sin embargo asequible, alguien que no imponía su presencia, alguien al que le podías decir adiós en cualquier momento de la noche y él sólo te diría adiós, sin un reproche, sin un insulto, una especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había abundado mucho en Chile pero que sólo allí se podía encontrar.
Releo estas palabras y sé que peco de inexactitud. El Ojo jamás se hubiera permitido estas generalizaciones. En cualquier caso, mientras estuvimos en los bares, sentados delante de un whisky y de una cerveza sin alcohol, nuestro diálogo se desarrolló básicamente en el terreno de las evocaciones, es decir fue un diálogo informativo y melancólico. El diálogo, en realidad el monólogo, que de verdad me interesa es el que se produjo mientras volvíamos a mi hotel, a eso de las dos de la mañana.
La casualidad quiso que se pusiera a hablar (o que se lanzara a hablar) mientras atravesábamos la misma plaza en donde unas horas antes nos habíamos encontrado. Recuerdo que hacía frío y que de repente escuché que el Ojo me decía que le gustaría contarme algo que nunca antes le había contado a nadie. Lo miré. El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de baldosas que serpenteaba por la plaza. Le pregunté de qué se trataba. De un viaje, contestó en el acto. ¿Y qué pasó en ese viaje?, le pregunté. Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes pareció existir sólo para contemplar las copas de los altos árboles alemanes y los fragmentos de cielo y nubes que bullían silenciosamente por encima de éstos.
Algo terrible, dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación que tuvimos en el Quito antes de que me marchara de México? Sí, dije. ¿Te dije que era gay?, dijo el Ojo. Me dijiste que eras homosexual, dije yo. Sentémonos, dijo el Ojo.
Juraría que lo vi sentarse en el mismo banco, como si yo aún no hubiera llegado, aún no hubiera empezado a cruzar la plaza, y él estuviera esperándome y reflexionando sobre su vida y sobre la historia que el destino o el azar lo obligaba a contarme. Alzó el cuello de su abrigo y empezó a hablar. Yo encendí un cigarrillo y permanecí de pie. La historia del Ojo transcurría en la India. Su oficio y no la curiosidad de turista lo había llevado hasta allí, en donde tenía que realizar dos trabajos. El primero era el típico reportaje urbano, una mezcla de Marguerite Duras y Hermann Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo, gente que quiere ver la India a medio camino entre India Song y Sidharta, y uno está para complacer a los editores. Así que el primer reportaje había consistido en fotos donde se vislumbraban casas coloniales, jardines derruidos, restaurantes de todo tipo, con predominio más bien del restaurante canalla o del restaurante de familias que parecían canallas y sólo eran indias, y también fotos del extrarradio, las zonas verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías de comunicación, carreteras, empalmes ferroviarios, autobuses y trenes que entraban y salían de la ciudad, sin olvidar la naturaleza como en estado latente, una hibernación ajena al concepto de hibernación occidental, árboles distintos a los árboles europeos, ríos y riachuelos, campos sembrados o secos, el territorio de los santos, dijo el Ojo.
El segundo reportaje fotográfico era sobre el barrio de las putas de una ciudad de la India cuyo nombre no conoceré nunca.
Aquí empieza la verdadera historia del Ojo. En aquel tiempo aún vivía en París y sus fotos iban a ilustrar un texto de un conocido escritor francés que se había especializado en el submundo de la prostitución. De hecho, su reportaje sólo era el primero de una serie que comprendería barrios de tolerancia o zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada por un fotógrafo diferente, pero todas comentadas por el mismo escritor.
No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal vez Benarés o Madrás, recuerdo que se lo pregunté y que él ignoró mi pregunta. Lo cierto es que llegó a la India solo, pues el escritor francés ya tenía escrita su crónica y él únicamente debía ilustrarla, y se dirigió a los barrios que el texto del francés indicaba y comenzó a hacer fotografías. En sus planes -y en los planes de sus editores- el trabajo y por lo tanto la estadía en la India no debía prolongarse más allá de una semana. Se hospedó en un hotel en una zona tranquila, una habitación con aire acondicionado y con una ventana que daba a un patio que no pertenecía al hotel y en donde había dos árboles y una fuente entre los árboles y parte de una terraza en donde a veces aparecían dos mujeres seguidas o precedidas de varios niños. Las mujeres vestían a la usanza india, o lo que para el Ojo eran vestimentas indias, pero a los niños incluso una vez los vio con corbatas. Por las tardes se desplazaba a la zona roja y hacía fotos y charlaba con las putas, algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas, con pinta de matronas escépticas y poco locuaces. El olor, que al principio más bien lo molestaba, terminó gustándole. Los chulos (no vio muchos) eran amables y trataban de comportarse como chulos occidentales o tal vez (pero esto lo soñó después, en su habitación de hotel con aire acondicionado) eran estos últimos quienes habían adoptado la gestualidad de los chulos hindúes.
Una tarde lo invitaron a tener relación carnal con una de las putas. Se negó educadamente. El chulo comprendió en el acto que el Ojo era homosexual y a la noche siguiente lo llevó a un burdel de jóvenes maricas. Esa noche el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la India y no me había dado cuenta, dijo estudiando las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?, le pregunté. Nada. Miré y sonreí. Y no hice nada. Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que tal vez al visitante le agradara visitar otro tipo de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre ellos no hablaban en inglés. Así que salieron de aquella casa y caminaron por calles estrechas e infectas hasta llegar a una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos, habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un oratorio.
Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando el suelo, ofrecer un niño a una deidad cuyo nombre no recuerdo. En un arranque desafortunado le hice notar que no sólo no recordaba el nombre de la deidad sino que tampoco el nombre de la ciudad ni el de ninguna persona de su historia. El Ojo me miró y sonrió. Trato de olvidar, dijo.
En ese momento me temí lo peor, me senté a su lado y durante un rato ambos permanecimos con los cuellos de nuestros abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó su historia tras escrutar la plaza en penumbras, como si temiera la cercanía de un desconocido, y durante un tiempo que no sé mensurar el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo que dure la procesión, un mes, un año, no lo sé. Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por las leyes de la república india, pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el niño es colmado de regalos que sus padres reciben con gratitud y felicidad, pues suelen ser pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa, o al agujero inmundo donde vive y todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.
La fiesta tiene la apariencia de una romería latinoamericana, sólo que tal vez es más alegre, más bulliciosa y probablemente la intensidad de los que participan, de los que se saben participantes, sea mayor. Con una sola diferencia. Al niño, días antes de que empiecen los festejos, lo castran. El dios que se encarna en él durante la celebración exige un cuerpo de hombre -aunque los niños no suelen tener más de siete años- sin la mácula de los atributos masculinos. Así que los padres lo entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta o a los sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado de la operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha acabado, el niño vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan. Y entonces el niño acaba en un burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro. A mí, aquella noche, me llevaron al peor de todos.
Durante un rato no hablamos. Yo encendí un cigarrillo. Después el Ojo me describió el burdel y parecía que estaba describiendo una iglesia. Patios interiores techados. Galerías abiertas. Celdas en donde gente a la que tú no veías espiaba todos tus movimientos. Le trajeron a un joven castrado que no debía tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el Ojo. Aterrorizada y burlona al mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije. Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos, ni los espectadores. Sólo una foto.
¿Le sacaste una foto?, dije. Me pareció que el Ojo era sacudido por un escalofrío. Saqué mi cámara, dijo, y le hice una foto. Sabía que estaba condenándome para toda la eternidad, pero lo hice.
Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio. Sé que hacía frío pues yo en algún momento me puse a temblar. A mi lado oí sollozar al Ojo un par de veces, pero preferí no mirarlo. Vi los faros de un coche que pasaba por una de las calles laterales de la plaza. A través del follaje vi encenderse una ventana.
Después el Ojo siguió hablando. Dijo que el niño le había sonreído y luego se había escabullido mansamente por una de los pasillos de aquella casa incomprensible. En algún momento uno de los chulos le sugirió que si allí no había nada de su agrado se marcharan. El Ojo se negó. No podía irse. Se lo dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad, aunque él desconocía qué era aquello que le impedía abandonar aquel antro para siempre. El chulo, sin embargo, lo entendió y pidieron té o un brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en el suelo, sobre unas esteras o sobre unas alfombrillas estropeadas por el uso. La luz provenía de un par de velas. Sobre la pared colgaba un póster con la efigie del dios. Durante un rato el Ojo miró al dios y al principio se sintió atemorizado, pero luego sintió algo parecido a la rabia, tal vez al odio.
Yo nunca he odiado a nadie, dijo mientras encendía un cigarrillo y dejaba que la primera bocanada se perdiera en la noche berlinesa.
En algún momento, mientras el Ojo miraba la efigie del dios, aquellos que lo acompañaban desaparecieron. Se quedó solo con una especie de puto de unos veinte años que hablaba inglés. Y luego, tras unas palmadas, reapareció el niño. Yo estaba llorando, o yo creía que estaba llorando, o el pobre puto creía que yo estaba llorando, pero nada era verdad. Yo intentaba mantener una sonrisa en la cara (una cara que ya no me pertenecía, una cara que se estaba alejando de mí como una hoja arrastrada por el viento), pero en mi interior lo único que hacía era maquinar. No un plan, no una forma vaga de justicia, sino una voluntad.
Y después el Ojo y el puto y el niño se levantaron y recorrieron un pasillo mal iluminado y otro pasillo peor iluminado (con el niño a un lado del Ojo, mirándolo, sonriéndole, y el joven puto también le sonreía, y el Ojo asentía y prodigaba ciegamente las monedas y los billetes) hasta llegar a una habitación en donde dormitaba el médico y junto a él otro niño con la piel aún más oscura que la del niño castrado y menor que éste, tal vez seis años o siete, y el Ojo escuchó las explicaciones del médico o del barbero o del sacerdote, unas explicaciones prolijas en donde se mencionaba la tradición, las fiestas populares, el privilegio, la comunión, la embriaguez y la santidad, y pudo ver los instrumentos quirúrgicos con que el niño iba a ser castrado aquella madrugada o la siguiente, en cualquier caso el niño había llegado, pudo entender, aquel mismo día al templo o al burdel, una medida preventiva, una medida higiénica, y había comido bien, como si ya encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un niño que lloraba medio dormido y medio despierto, y también vio la mirada medio divertida y medio aterrorizada del niño castrado que no se despegaba de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió en otra cosa, aunque la palabra que él empleó no fue "otra cosa" sino "madre".
Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre.
Lo que sucedió a continuación de tan repetido es vulgar: la violencia de la que no podemos escapar. El destino de los latinoamericanos nacidos en la década de los cincuenta. Por supuesto, el Ojo intentó sin gran convicción el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo único cierto es que hubo violencia y poco después dejó atrás las calles de aquel barrio como si estuviera soñando y transpirando a mares. Recuerda con viveza la sensación de exaltación que creció en su espíritu, cada vez mayor, una alegría que se parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez, pero que no era (no podía ser) lucidez. También: la sombra que proyectaba su cuerpo y las sombras de los dos niños que llevaba de la mano sobre los muros descascarados. En cualquier otra parte hubiera concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie se fijó en él.
El resto, más que una historia o un argumento, es un itinerario. El Ojo volvió al hotel, metió sus cosas en la maleta y se marchó con los niños. Primero en un taxi hasta una aldea o un barrio de las afueras. Desde allí en un autobús hasta otra aldea en donde cogieron otro autobús que los llevó a otra aldea. En algún punto de su fuga se subieron a un tren y viajaron toda la noche y parte del día. El Ojo recordaba el rostro de los niños mirando por la ventana un paisaje que la luz de la mañana iba deshilachando, como si nunca nada hubiera sido real salvo aquello que se ofrecía, soberano y humilde, en el marco de la ventana de aquel tren misterioso.
Después cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús, y otro tren, y hasta hicimos dedo, dijo el Ojo mirando la silueta de los árboles berlineses pero en realidad mirando la silueta de otros árboles, innombrables, imposibles, hasta que finalmente se detuvieron en una aldea en alguna parte de la India y alquilaron una casa y descansaron.
Al cabo de dos meses el Ojo ya no tenía dinero y fue caminando hasta otra aldea desde donde envió una carta al amigo que entonces tenía en París. Al cabo de quince días recibió un giro bancario y tuvo que ir a cobrarlo a un pueblo más grande, que no era la aldea desde la que había mandado la carta ni mucho menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban bien. Jugaban con otros niños, no iban a la escuela y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas que los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban padre, como les había sugerido más que nada como una medida de seguridad, para no atraer la atención de los curiosos, sino Ojo, tal como le llamábamos nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo decía que eran sus hijos. Se inventó que la madre, india, había muerto hacía poco y él no quería volver a Europa. La historia sonaba verídica. En sus pesadillas, no obstante, el Ojo soñaba que en mitad de la noche aparecía la policía india y lo detenían con acusaciones indignas. Solía despertar temblando. Entonces se acercaba a las esterillas en donde dormían los niños y la visión de éstos le daba fuerzas para seguir, para dormir, para levantarse.
Se hizo agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en ocasiones trabajaba para los campesinos ricos de la aldea. Los campesinos ricos, por supuesto, en realidad eran pobres, pero menos pobres que los demás. El resto del tiempo lo dedicaba a enseñar inglés a los niños, y algo de matemáticas, y a verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma incomprensible. A veces los veía detener los juegos y caminar por el campo como si de pronto se hubieran vuelto sonámbulos. Los llamaba a gritos. A veces los niños fingían no oírlo y seguían caminando hasta perderse. Otras veces volvían la cabeza y le sonreían.
¿Cuánto tiempo estuviste en la India?, le pregunté alarmado.
Un año y medio, dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta no lo sabía.
En una ocasión su amigo de París llegó a la aldea. Todavía me quería, dijo el Ojo, aunque en mi ausencia se había puesto a vivir con un mecánico argelino de la Renault. Se rió después de decirlo. Yo también me reí. Todo era tan triste, dijo el Ojo. Su amigo que llegaba a la aldea a bordo de un taxi cubierto de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un insecto, en medio de unos matorrales secos, el viento que parecía traer buenas y malas noticias.
Pese a los ruegos del francés no volvió a París. Meses después recibió una carta de éste en donde le comunicaba que la policía india no lo perseguía. Al parecer la gente del burdel no había interpuesto denuncia alguna. La noticia no impidió que el Ojo siguiera sufriendo pesadillas, sólo cambió la vestimenta de los personajes que lo detenían y lo zaherían: en lugar de ser policías se convirtieron en esbirros de la secta del dios castrado. El resultado final era aún más horroroso, me confesó el Ojo, pero yo ya me había acostumbrado a las pesadillas y de alguna forma siempre supe que estaba en el interior de un sueño, que eso no era la realidad.
Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo también quería morirme, dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte.
Tras convalecer en una cabaña que la lluvia iba destrozando cada día, el Ojo abandonó la aldea y volvió a la ciudad en donde había conocido a sus hijos. Con atenuada sorpresa descubrió que no estaba tan distante como pensaba, la huida había sido en espiral y el regreso fue relativamente breve. Una tarde, la tarde en que llegó a la ciudad, fue a visitar el burdel en donde castraban a los niños. Sus habitaciones se habían convertido en viviendas en donde se hacinaban familias enteras. Por los pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora pululaban niños que apenas sabían andar y viejos que ya no podían moverse y se arrastraban. Le pareció una imagen del paraíso.
Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés, que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete de avión y algo de dinero para pagar el hotel.
Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y el Ojo se rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió llorando sin parar. -

Texto extraído de http://www.letra2.s5.com/bolano1910.htm

domingo, 16 de marzo de 2008

Nicolai Gogol

La terrible venganza

En el oscuro sótano de la casa del amo Danilo, y bajo tres candados, yace el brujo, preso entre cadenas de hierro; más allá, a orillas del Dnieper, arde su diabólico castillo, y olas rojas como la sangre baten, lamiéndolas, sus viejas murallas. El brujo está encerrado en el profundo sótano no por delito de hechicería, ni por sus actos sacrílegos: todo ello que lo juzgue Dios. Él está preso por traición secreta, por ciertos convenios realizados con los enemigos de la tierra rusa y por vender el pueblo ucranio a los polacos y quemar iglesias ortodoxas.

El brujo tiene aspecto sombrío. Sus pensamientos, negros como la noche, se amontonan en su cabeza. Un solo día le queda de vida. Al día siguiente tendrá que despedirse del mundo. Al siguiente lo espera el cadalso. Y no sería una ejecución piadosa: sería un acto de gracia si lo hirvieran vivo en una olla o le arrancaran su pecaminosa piel.

Estaba huraño y cabizbajo el brujo. Tal vez se arrepienta antes del momento de su muerte, ¡pero sus pecados son demasiado graves como para merecer el perdón de Dios!

En lo alto del muro hay una angosta ventana enrejada. Haciendo resonar sus cadenas se acerca para ver si pasaba su hija. Ella no es rencorosa, es dulce como una paloma, tal vez se apiade de su padre... Pero no se ve a nadie. Allí abajo se extiende el camino; nadie pasa por él. Más abajo aún se regocija el Dnieper, pero ¡qué puede importarle al Dnieper! Se ve un bote... Pero ¿quién se mece? Y el encadenado escucha con angustia su monótono retumbar.

De pronto alguien aparece en el camino: ¡Es un cosaco! Y el preso suspira dolorosamente. De nuevo todo está desierto... Al rato ve que alguien baja a lo lejos... El viento agita su manto verde, una cofia dorada arde en su cabeza... ¡Es ella!

Él se aprieta aún más contra los barrotes de la ventana. Ella, entretanto, ya se acerca...

-Katerina, hija mía, ¡ten piedad! ¡Dame una limosna!

Ella permanece muda, no quiere escucharlo. Tampoco levanta sus ojos hacia la prisión, ya pasa de largo, ya no se la ve. El mundo está vacío; el Dnieper sigue con su melancólica canción y la tristeza vacía el alma. Pero, ¿conocerá el brujo la tristeza?

El día está por terminar. Ya se puso el sol, ya ni se lo ve. Ya llega la noche: está refrescando. En alguna parte muge un buey, llegan voces. Seguramente es la gente que vuelve de sus faenas y está alegre; sobre el Dnieper se ve un bote... Pero, ¿quién se acordará del preso? Brilla en el cielo el cuerpo de plata de la luna nueva. Alguien viene del lado opuesto del camino pero es difícil distinguir las cosas en la penumbra..., ¡pero sí!... Es Katerina que está volviendo.

-¡Hija, por el amor de Cristo! Ni los feroces lobeznos despedazan a su madre. ¡Hija mía!..., ¡mira al menos a este criminal padre tuyo!

Ella no lo escucha y sigue su camino.

-¡Hija!... ¡En el nombre de tu desdichada madre!

Ella se detuvo.

-¡Ven, ven a escuchar mis últimas palabras!

-¿Para qué me llamas, apóstata? ¡No me llames hija! Ningún parentesco puede existir entre nosotros. ¿Qué pretendes de mí en nombre de mi desdichada madre?

-¡Katerina! Se acerca mi fin. Sé que tu marido me atará a la cola de una yegua y luego la hará galopar por el campo... ¡Y quién sabe si no elegirá una ejecución más terrible!

-¿Acaso hay en el mundo una pena que se iguale a tus pecados? Espérala, nadie intercederá por ti.

-¡Hija! No temo el castigo, más temo los suplicios en el otro mundo... Tú eres inocente, Katerina, tu alma volará al paraíso, al reino de Dios. Mientras, el alma de tu sacrílego padre arderá en el fuego eterno, un fuego que nunca se apagará. Arderá cada vez más fuerte; ni una gota de rocío caerá sobre mí, ni soplará la más leve brisa...

-No está en mi poder aplacar aquel castigo -dijo Katerina, volviendo la cabeza.

-¡Katerina! ¡Una palabra más, tú puedes salvar mi alma!. Tú no te imaginas qué bueno y misericordioso es Dios. Habrás oído la historia del apóstol Pablo, un gran pecador que luego se arrepintió y se convirtió en un santo.

-¿Qué puedo hacer yo para salvarte? -respondió Katerina-. ¿Acaso yo, una débil mujer, puede pensar en ello?

-Si pudiese salir de aquí, renunciaría a todo y me arrepentiría. Confesaría mis pecados, me iría a una cueva, aplicaría ásperos cilicios sobre mi cuerpo y, día y noche, rogaría a Dios. No sólo no comería carne, ¡ni siquiera pescado comería! No cubriría con ningún manto la tierra sobre la que me echara a dormir. ¡Y rezaría, rezaría sin descanso! Y si después de todo esto la bondad divina no me perdona aunque sólo sea la décima parte de mis pecados, me enterraría hasta el cuello en la tierra y me amuraría dentro de una muralla de piedra. No tomaría alimento, no bebería agua. Dejaría todos mis bienes a los monjes para que durante cuarenta días con sus noches rezaran por mí...

Katerina se quedó pensativa.

-Aunque yo abriese la puerta -dijo-, no podría quitarte las cadenas...

-No son las cadenas lo que yo temo -dijo él-. ¿Crees que han encadenado mis manos y mis pies? No. Yo eché bruma en sus ojos y en lugar de mis brazos les tendí madera seca. ¡Mírame!... Ninguna cadena hay sobre mis huesos -añadió, surgiendo entre las sombras del sótano-. Tampoco temería estos muros y pasaría a través de ellos, pero tu marido no se imagina qué muros son éstos: los construyó un santo ermitaño y ninguna fuerza impura puede hacer salir a un prisionero, pues la puerta tiene que abrirse con la misma llave con que el santo cerraba su celda. ¡Una celda así cavaré para mí, pecador, el mayor de los pecadores!

-Escucha... yo te pondré en libertad, pero ¿y si me estás engañando? -dijo Katerina, deteniéndose junto a la puerta-. ¿Y si en lugar de arrepentirte sigues hermanado con el diablo?

-No, Katerina, ya me queda poca vida. Ya, aunque no fuera a ser ejecutado, mi fin estaría cerca. ¿Es posible que me creas capaz de exponerme al castigo eterno? -sonaron los candados-. ¡Adiós! ¡Que Dios todo misericordioso te ampare, hija mía! -dijo el hechicero, besándola en la frente.

-¡No me toques, horrendo pecador! ¡Vete, pronto! -decía Katerina.

Pero él ya había desaparecido.

-Lo he puesto en libertad -se dijo ella, asustada y mirando con ojos enloquecidos las paredes-. ¿Qué le diré a mi marido? Estoy perdida. Lo único que me queda es enterrarme viva -y sollozando se dejó caer en el tronco que servía de silla al prisionero-. Pero salvé un alma -dijo ella, quedamente-, hice una obra grata a Dios; ¿y mi marido?... Es la primera vez que lo engaño. ¡Oh, qué horrible! ¿Cómo podré guardar mi mentira? Alguien viene. ¡Y es él, mi marido! !Es él, mi marido! -gritó desesperadamente, y cayó a tierra desvanecida.

-Soy yo, mi niña. ¡Soy yo, mi corazón! -oyó decir Katerina, recobrándose y viendo ante sí a la vieja sirvienta. La mujer, inclinada sobre ella, parecía susurrar ciertas palabras y con su seca mano la salpicaba con gotas de agua fría.

-¿Dónde estoy? -decía Katerina, incorporándose a medias y mirando a su alrededor-. Ante mí se agita el Dnieper, y detrás de mí se alzan las montañas. ¿Adónde me has traído, mujer?

-Te he sacado en brazos de aquel sótano sofocante y luego cerré la puerta con la llave para que el amo Danilo no te castigue.

-¿Y dónde está la llave? -dijo Katerina, mirando su cinturón-. No la veo.

-La desanudó tu marido, hija mía, para ir a ver al brujo.

-¿Para verlo?... ¡Ay, mujer, estoy perdida! -exclamó Katerina.

-Dios nos libre de eso, mi niña. Tú debes permanecer callada, mi niña, nadie sabrá nada.

-¿Has oído, Katerina? -exclamó Danilo, acercándose a su mujer. Sus ojos llameaban, mientras el sable, tintineando, se balanceaba en su cinturón. La mujer quedó muerta de espanto-. ¡Él se escapó, el maldito Anticristo!

-¿Acaso alguien lo ha dejado huir, amado mío? -dijo ella, temblando.

-Seguramente lo dejaron salir, pero fue el diablo. Mira, en su lugar hay un tronco encadenado. ¡Por qué habrá hecho Dios que el diablo no tema las garras cosacas! Si sólo se me cruzara por la cabeza la idea de que alguno de mis muchachos me ha traicionado, y, si llegara a saber... ¡Ah!, no encontraría un castigo digno de su culpa...

-¿Y si hubiera sido yo? -dijo involuntariamente Katerina, pero enseguida se calló.

-Si tal cosa fuese verdad, no serías mi esposa. Te cosería dentro de una bolsa y te arrojaría al Dnieper.

Katerina se sintió desvanecer, le pareció que sus cabellos se separaban de su cabeza.

En la taberna del camino fronterizo se juntaron los polacos y hace dos días están de gran juerga. Hay bastante de toda esta chusma. Se habrán juntado probablemente para una incursión; algunos de ellos hasta llevan mosquete. Se oyen sonar las espuelas y tintinear los sables. Los nobles polacos beben, gritan y se vanaglorian de sus extraordinarias hazañas, se burlan de los cristianos ortodoxos, llaman a los ucranianos sus siervos, retuercen con aire digno sus mostachos y se repantigan en los bancos con las cabezas erguidas. Está con ellos el cura polaco, pero ese cura tiene la misma traza de sus compatriotas; ni por su aspecto perece un sacerdote: bebe y festeja como todos y con su impía lengua pronuncia palabras repugnantes. Tampoco los sirvientes se quedan atrás: arremangándose sus rotas casacas como si fueran hombres de bien, juegan a los naipes y pegan con ellos en las narices de los perdedores... Y se llevan mujeres ajenas... ¡Gritos, peleas!... Los señorones parecen poseídos y hacen bromas pesadas: tiran de la barba al judío tabernero y pintan, sobre su frente impura, una cruz; luego disparan contra las mujeres con balas de fogueo y bailan el krakoviak con su inmundo cura. Nunca se vio tal desvergüenza ni siquiera durante las incursiones tártaras: es posible que Dios haya querido, permitiendo estas atrocidades, castigar los pecados de la tierra rusa... Y entre el endemoniado rumor se oye mencionar la chacra del amo Danilo y de su hermosa mujer, allá, en la otra orilla del Dnieper. Para nada bueno se ha juntado esta pandilla.

El amo Danilo se halla sentado en su habitación, acodado sobre la mesa. Parece meditar. Desde el banco el ama Katerina canta una canción.

-¡Estoy muy triste, querida mía! -dijo el amo Danilo-. Me duele la cabeza, me duele el corazón. Algo me oprime... Se ve que la muerte anda rondando mi alma.

-¡Oh, mi amado Danilo! Apoya tu cabeza en mi pecho. ¿Por qué acaricias en tu corazón pensamientos nefastos? -pensó Katerina, pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Se sentía culpable y le resultaba imposible recibir caricias de su esposo.

-Escucha, querida -dijo Danilo-. No abandones jamás a nuestro hijo cuando yo deje esta vida. Dios no te daría felicidad si lo abandonaras, ni en este mundo ni en el otro. ¡Sufrirán mis huesos al pudrirse en la tierra, pero más, mucho más, sufrirá mi alma!

-¿Qué dices, esposo mío? ¿No eras tú quien se burlaba de las débiles mujeres, tú, que ahora hablas como una de ellas? Aún has de vivir mucho tiempo.

-No, Katerina, mi alma presiente su próximo fin. Se vuelve triste la vida en esta tierra; se acercan tiempos aciagos. ¡Ah, cuántos recuerdos! ¡Aquellos años que ya no volverán! Aún vivía Konashevich, gloria y honor de nuestro ejército. Veo pasar ante mis ojos los regimientos cosacos. ¡Aquélla sí fue una época de oro, Katerina! El viejo hetmán montaba en su caballo moro, en sus manos refulgía el bastón, mientras a su alrededor se agitaba la infantería cosaca... ¡Ah, cómo se movía el rojo mar de jinetes de Zaporozhie. El hetmán hablaba y todos quedaban como petrificados. Y el viejo lloraba cuando recordaba nuestras antiguas hazañas, aquellas luchas cuerpo a cuerpo. ¡Ah, Katerina, si supieras cómo peleábamos con los turcos! En mi cabeza conservo una profunda cicatriz. Cuatro balas me han atravesado y ninguna de estas heridas ha terminado de curarse, ¡Cuánto oro arrebatamos entonces! Los cosacos traían sus gorras llenas de piedras preciosas. ¡Y qué caballos, Katerina, si supieras qué caballos apresábamos entonces! No, ya no podré pelear como entonces. Parece que no estoy viejo, mi cuerpo se mantiene ágil; pero la espada cosaca se cae de mis manos, vivo sin hacer nada y yo mismo ya no sé para qué vivo. No hay orden en Ucrania. Los coroneles y los esaúles1 riñen entre sí como los perros; no hay guía que los dirija. Nuestras familias de abolengo adoptaron las costumbres polacas, aprendieron su hipócrita astucia... Vendieron sus almas al aceptar la unia2. Los judíos explotan al pobre. ¡Oh tiempos, tiempos pasados! ¿Dónde han quedado mis años juveniles? ¡Anda, muchacho! Tráeme de la bodega un jarro de hidromiel. Beberé por nuestra suerte de antaño, por los tiempos idos.

-¿Con qué vamos a convidar a las visitas, mi amo? ¡Por el lado de las llanuras se acercan los polacos! -dijo Stetzko, entrando en la jata3.

-¡Sé muy bien a qué vienen! -exclamó Danilo, levantándose de su asiento-. ¡Ensillen los caballos, mis servidores. ¡Colóquenles sus guarniciones! ¡Todos los sables fuera de las vainas! ¡Ah, y a no olvidarse de la avena de plomo: recibiremos con honra a los visitantes!

Los cosacos aún no habían tenido tiempo de montar sus caballos y cargar sus mosquetes cuando los polacos, cuál ocres hojas cayendo de los árboles en otoño, cubrieron totalmente la falda de la montaña.

-¡Bueno, bueno! ¡Aquí hay con quién charlar a gusto! -dijo Danilo, mirando a los gordos señores que muy orondos se balanceaban en sus cabalgaduras con arneses de oro-. ¡Por lo que veo nos está esperando una fiesta hermosa! ¡Goza, pues, tu última hora, alma de cosaco! Ha llegado nuestro día: ¡a festejarlo, pues, muchachos!

Y comenzó la orgía de las montañas. Comenzó el gran festín: ya se pasean las espadas, vuelan los proyectiles, relinchan los corceles. Los gritos enloquecen la mente, el humo enceguece los ojos. Todo se mezcla; pero el cosaco siente dónde está el amigo y dónde el enemigo. Y cuando estalla una bala, cae del caballo un bravo jinete; cuando silba el sable, una cabeza rueda por tierra murmurando palabras confusas.

Pero en medio de la multitud siempre sobresale el rojo tope de un gorro cosaco. Es el amo Danilo: brilla el cinto de oro de su casaca azul, vuela como un torbellino la crin de su caballo moro. Está en todas partes, parece un pájaro. Grita y agita su sable de Damasco y pega golpes a diestra y siniestra...

-¡Pega, asesta tus sablazos, cosaco! ¡Date el gusto, diviértete, cosaco! Goza con tu corazón de valiente!, pero no vayas a distraerte con los arneses de oro y las ricas casacas. ¡Pisa con herraduras de tu corcel el oro y las piedras preciosas! ¡Clava tu lanza, cosaco! Goza, goza, pero mira hacia atrás, los impíos polacos están prendiendo fuego a las viviendas y se llevan el asustado ganado.

Y el amo Danilo, como un torbellino, vuelve grupas, y ya se ve su gorro con el tope rojo cerca de las jatas, y mengua la muchedumbre de los enemigos.

Varias horas duró la pelea entre cosacos y polacos. El número de éstos era cada vez menor, pero el amo Danilo parecía incansable. Con su larga lanza abatía a los jinetes enemigos, y su bravo caballo picoteaba a los que estaban de pie. Ya queda libre de invasores el patio, ya huyen los polacos, ya los cosacos se abalanzan sobre los enemigos muertos para arrancar sus casacas adornada de oro y los ricos arneses. Y el amo Danilo se disponía a reunir a su gente para iniciar la persecución, cuando... de pronto, se estremeció... Creyó ver al padre de Katerina. Estaba ahí, sobre la loma, apuntándole con un mosquete. Danilo fustigó su caballo hacia donde se hallaba el otro...

-¡Cosaco, estás ideando tu perdición!

Retumba el mosquete y el brujo desaparece detrás de la loma. Sólo el fiel Stetzko ve cómo desaparece la vestidura roja y el extraño gorro. Pero el cosaco vacila, cae a tierra. Ya se lanza el fiel Stetzko, para ayudar a su amo, tendido en tierra, cerrados sus claros ojos. Pero ya Danilo ha percibido la presencia de su fiel servidor. ¡Adiós, Stetzko! Dile a Katerina que no abandone a su hijo y no lo abandonen ustedes, mis fieles servidores -dijo, y luego calló.

Ya vuela el alma del cosaco de su cuerpo, morados están sus labios... Duerme el cosaco y ya nadie podrá despertarlo

jueves, 13 de marzo de 2008

John Cheever

UNA VISION DEL MUNDO

Esto lo escribo en otra casa de campo a orillas del mar, sobre la costa. La ginebra y el whisky han marcado anillos en la mesa frente a la cual me siento. Hay poca luz. De la pared cuelga una litografía coloreada de un gatito que tiene puestos un sombrero adornado con flores, un vestido de seda y guantes. El aire huele a moho, pero yo creo que es un olor grato, vivificante y carnal, como el agua de la sentina y el viento en tierra. Hay marea alta, y el mar bajo el farallón golpea los muros de contención y las puertas y sacude las cadenas con fuerza tal que salta la lámpara sobre mi mesa. Estoy aquí, solo, para descansar de una sucesión de hechos que comenzó un sábado por la tarde, cuando estaba paleando en mi jardín. Treinta o cincuenta centímetros bajo la superficie descubrí un pequeño recipiente redondo que podía haber contenido cera para lustrar zapatos. Con un cortaplumas abrí el recipiente. Dentro encontré un pedazo de tela encerada, y al desplegarla hallé una nota escrita sobre papel rayado. Leí: «Yo, Nils Jugstrum, me prometo que si al cumplir los veinticinco años no soy socio del Club Campestre de Arroyo Gory, me ahorcaré». Sabía que veinte años antes el vecindario en que vivo era tierra de cultivo, y supuse que el hijo de un agricultor, mientras contemplaba los verdes senderos del arroyo Gory, habría formulado su juramento y lo habría enterrado en el suelo. Me conmovieron, como me ocurre siempre, esas líneas irregulares de comunicación en las cuales expresamos nuestros sentimientos más profundos. A semejanza de un impulso de amor romántico, me pareció que la nota me sumergía más profundamente en la tarde.

El cielo era azul. Parecía música. Acababa de cortar el pasto y su fragancia impregnaba el aire. Me recordaba esos avances y esas promesas de amor que practicamos cuando somos jóvenes. Al final de una carrera pedestre uno se echa sobre la hierba, junto a la pista, jadeante, y el ardor con que abraza la hierba de la escuela es una promesa a la cual se atendrá todos los días de su vida. Mientras pensaba en cosas pacíficas, advertí que las hormigas negras habían vencido a las rojas, y estaban retirando del campo los cadáveres. Pasó volando un petirrojo, perseguido por dos grajos. El gato estaba en el seto de uvas, acechando a un gorrión. Pasó una pareja de oropéndolas tirándose picotazos, y de pronto vi, a menos de medio metro de donde estaba, una culebra venenosa que se despojaba del último tramo de su oscura piel de invierno. No sentí temor ni miedo, pero me impresionó mi falta de preparación para este sector de la muerte. Aquí encontraba un veneno letal, parte de la tierra tanto como el agua que corría en el arroyo, pero pareció que no le había reservado un lugar en mis reflexiones. Volví a casa para buscar la escopeta, pero tuve la mala suerte de encontrarme con el más viejo de mis perros, una perra que teme a las armas. Cuando vio la escopeta, comenzó a ladrar y a gemir, atraída sin piedad por sus instintos y sus sentimientos de ansiedad. Sus ladridos atrajeron al segundo perro, por naturaleza cazador, que bajó saltando los peldaños, dispuesto a cobrar un conejo o un pájaro; y seguido por dos perros, uno que ladraba de alegría y el otro de horror, regresé al jardín a tiempo para ver que la víbora desaparecía entre las grietas de la pared de piedra.

Después, fui en automóvil al pueblo y compré semillas de hierba, y más tarde fui al supermercado de la Ruta 27 para comprar unos brioches que había pedido mi esposa. Creo que en estos tiempos uno necesita una cámara para filmar un supermercado el sábado por la tarde. Nuestro lenguaje es tradicional, y representa la acumulación de siglos de relaciones. Excepto las formas de los productos, mientras esperaba no pude ver nada tradicional en el mostrador de la panadería. Éramos seis o siete personas, y nos demoraba un viejo que tenía una larga lista, una relación de alimentos. Mirando por encima de su hombro leí:

Me vio leyendo el papel y lo apretó contra el pecho, como un prudente jugador de naipes. De pronto, la música funcional pasó de una canción de amor a un cha-cha-cha, y la mujer que estaba al lado comenzó a mover tímidamente los hombros y a ejecutar algunos pasos. «Señora, ¿desea bailar?», pregunté. Era muy fea, cuando abrí los brazos avanzó un paso y bailamos un minuto o dos. Era evidente que le encantaba bailar, pero con una cara como la suya seguramente no tenía muchas oportunidades. Entonces, se sonrojó intensamente, se desprendió de mis brazos y se acercó a la vitrina de vidrio, donde estudió atentamente los pasteles de crema. Me pareció que había dado un paso en la dirección apropiada, y cuando recibí mis brioches y volví a casa estaba muy contento. Un policía me detuvo en la esquina de la calle Alewives, para dar paso a un desfile. Al frente marchaba una joven calzada con botas y vestida con pantalones cortos que destacaban la delgadez de sus muslos. Tenía una nariz enorme, llevaba un alto sombrero de piel y subía y bajaba un bastón de aluminio. La seguía otra joven, de muslos más finos y más amplios, que marchaba con la pelvis tan adelantada al resto de su propia persona que la columna vertebral se le curvaba de un modo extraño. Usaba gafas, y parecía sumamente molesta a causa del avance de la pelvis. Un grupo de varones, con el agregado aquí y allá de un campanero de cabellos canos, cerraba la retaguardia y tocaba Los cajones de municiones avanzan. No llevaban estandartes, por lo que podía ver no tenían finalidad ni destino y todo me pareció muy divertido. Me reí el resto del camino a casa.

Pero mi esposa estaba triste.

-¿Qué pasa, querida? -pregunté.

-Tengo esa terrible sensación de que soy un personaje, en una comedia de televisión -dijo-. Quiero decir que mi aspecto es agradable, estoy bien vestida, tengo hijos atractivos y alegres, pero experimento esa terrible sensación de que estoy en blanco y negro y de que cualquiera me puede apagar. Es sólo eso, que tengo esa terrible sensación de que me pueden borrar. -Mi esposa a menudo está triste porque su tristeza no es una tristeza triste, y dolida porque su dolor no es un dolor aplastante. Le pesa que su pesar no sea un pesar agudo, y cuando le explico que su pesar acerca de los defectos de su pesar puede ser un matiz diferente del espectro del sufrimiento humano, eso no la consuela. Oh, a veces me asalta la idea de dejarla. Puedo concebir una vida sin ella y los niños, puedo arreglarme sin la compañía de mis amigos, pero no soporto la idea de abandonar mis prados y mis jardines. No podría separarme de las puertas del porche, las que yo reparé y pinté, no puedo divorciarme de la sinuosa pared de ladrillos que levanté entre la puerta lateral y el rosal; y así, aunque mis cadenas están hechas de césped y pintura doméstica, me sujetarán hasta el día de mi muerte. Pero en ese momento agradecía a mi esposa lo que acababa de decir, su afirmación de que los aspectos externos de su vida tenían carácter de sueño. Las energías liberadas de la imaginación habían creado el supermercado, la víbora y la nota en la caja de pomada. Comparados con ellos, mis ensueños más desordenados tenían la literalidad de la doble contabilidad. Me complacía pensar que nuestra vida exterior tiene el carácter de un sueño y que en nuestros sueños hallamos las virtudes del conservadurismo. Después, entré en la casa, donde descubrí a la mujer de la limpieza fumando un cigarrillo egipcio robado y armando las cartas rotas que había encontrado en el canasto de los papeles.

Esa noche fuimos a cenar al Club Campestre Arroyo Gory. Consulté la lista de socios, buscando el nombre de Nils Jugstrum, pero no lo encontré, y me pregunté si se habría ahorcado. ¿Y para qué? Lo de costumbre. Gracie Masters, la hija única de un millonario que tenía una funeraria, estaba bailando con Pinky Townsend. Pinky estaba en libertad, con fianza de cincuenta mil dólares, a causa de sus manejos en la Bolsa de Valores. Una vez fijada la fianza, extrajo de su billetera los cincuenta mil. Bailé una pieza con Millie Surcliffe. Tocaron Lluvia, Claro de luna en el Ganges, Cuando el petirrojo rojo rojo viene buscando su antojo, Cinco metros dos, hay tus ojos, Carolina por la mañana y El Jeque de Arabia. Se hubiera dicho que estábamos bailando sobre la tumba de la coherencia social. Pero, si bien la escena era obviamente revolucionaria, ¿dónde está el nuevo día, el mundo futuro? La serie siguiente fue Lena, la de Palesteena, Por siempre jamás soplando burbujas, Louisuille Lou, Sonrisas, y de nuevo El petirrojo rojo rojo. Esta última pieza de veras nos hace brincar, pero cuando la banda lanzó a pleno sus instrumentos vi que todos meneaban la cabeza con profunda desaprobación moral ante nuestras cabriolas. Millie regresó a su mesa, y yo permanecí de pie junto a la puerta, preguntándome por qué se me agita el corazón cuando veo que la gente abandona la pista de baile después de una serie; se agita lo mismo que se agita cuando veo mucha gente que se reúne y abandona una playa mientras la sombra del arrecife se extiende sobre el agua y la arena, se agita como si en esas amables partidas percibiese las energías y la irreflexión de la vida misma.

Pensé que el tiempo nos arrebata bruscamente los privilegios del espectador, y en definitiva esa pareja que charla de forma estridente en mal francés en el vestíbulo del Grande Bretagne (Atenas) somos nosotros mismos. Otro ocupó nuestro puesto detrás de las macetas de palmeras, nuestro lugar tranquilo en el bar, y expuestos a los ojos de todos, obligadamente miramos alrededor buscando otras líneas de observación. Lo que entonces deseaba identificar no era una sucesión de hechos sino una esencia, algo parecido a esa indescifrable colisión de contingencias que pueden provocar la exaltación o la desesperación. Lo que deseaba hacer era conferir, en un mundo tan incoherente, legitimidad a mis sueños. Nada de todo eso me agrió el humor y bailé, bebí y conté cuentos en el bar hasta cerca de la una, cuando volvimos a casa. Encendí el televisor y encontré un anuncio comercial que, como tantas otras cosas que había visto ese día, me pareció terriblemente divertido. Una joven con acento de internado preguntaba:

-¿Usted ofende con olor de abrigo de piel húmedo? Una capa de marta de cincuenta mil dólares sorprendida por la lluvia puede oler peor que un viejo sabueso que estuvo persiguiendo a un zorro a través de un pantano. Nada huele peor que el visón húmedo. Incluso una leve bruma consigue que el cordero, la mofeta, la civeta, la marta y otras pieles menos caras pero útiles parezcan tan malolientes como una leonera mal ventilada en un zoológico. Defiéndase de la vergüenza y el sentimiento de ansiedad mediante breves aplicaciones de Elixircol antes de usar sus pieles... -Esa mujer pertenecía al mundo del sueño, y así se lo dije antes de apagarla. Me dormí a la luz de la luna y soñé con una isla.

Yo estaba con otros hombres, y parecía que había llegado allí en una embarcación de vela. Recuerdo que tenía la piel bronceada, y cuando me toqué el mentón sentí que tenía una barba de tres o cuatro días. La isla estaba en el Pacífico. En el aire flotaba un olor de aceite comestible rancio -un indicio de la proximidad de la costa china-. Desembarcamos en mitad de la tarde, y me pareció que no teníamos mucho que hacer. Recorrimos las calles. El lugar había sido ocupado por el ejército, o había servido como puesto militar, porque muchos de los signos de las ventanas estaban escritos en inglés defectuoso. «Crews Cutz» (cortes de cabello), leí en un cartel de una peluquería oriental. Muchas tiendas exhibían imitaciones de whisky norteamericano. Whisky estaba escrito «Whikky». Como no teníamos nada mejor que hacer, fuimos a un museo local. Vimos arcos, anzuelos primitivos, máscaras y tambores. Del museo pasamos a un restaurante y pedimos una comida. Tuve que debatirme con el idioma local, pero lo que me sorprendió fue que parecía tratarse de una lucha bien fundada. Tuve la sensación de que había estudiado el idioma antes de desembarcar. Recordé claramente que formulé una frase cuando el camarero se acercó a la mesa. -Porpozec ciebie nie prosze dorzanin albo zylopocz ciwego -dije. El camarero sonrió y me elogió, y cuando desperté del sueño, el uso del lenguaje determinó que la isla al sol, su población y su museo fuesen reales, vívidos y duraderos. Recordé con añoranza a los nativos serenos y cordiales, y el cómodo ritmo de su vida.

El domingo pasó veloz y agradable en una ronda de reuniones para beber cócteles, pero esa noche tuve otro sueño. Soñé que estaba de pie frente a la ventana del dormitorio de la casa de campo de Nantucket que alquilamos a veces. Yo miraba en dirección al sur, siguiendo la delicada curva de la playa. He visto playas más hermosas, más blancas y espléndidas, pero cuando miro el amarillo de la arena y el arco de la curva, siempre tengo la sensación de que si miro bastante tiempo la caleta me revelará algo. El cielo estaba nublado. El agua era gris. Era domingo... aunque no podía decir cómo lo sabía. Era tarde, y de la posada me llegaron los sonidos tan gratos de los platos, y seguramente las familias estaban tomando su cena del domingo por la noche en el viejo comedor de tablas machimbradas. Entonces vi bajar por la playa una figura solitaria. Parecía un sacerdote o un obispo. Llevaba el báculo pastoral, y tenía puestas la mitra, la capa pluvial, la sotana, la casulla y el alba para la gran misa votiva. Tenía las vestiduras profusamente recamadas de oro, y de tanto en tanto el viento del mar las agitaba. La cara estaba bien afeitada. No puedo distinguir sus rasgos a la luz cada vez más escasa. Me vio en la ventana, alzó una mano y dijo: -Porpozec ciebie nie prosze dorzanin albo zyolpocz ciwego.-Después, continuó caminando deprisa sobre la arena, utilizando el báculo como bastón, el paso estorbado por sus voluminosas vestiduras. Dejó atrás mi ventana, y desapareció donde la curva del farallón concluye con la curva de la costa.

Trabajé el lunes, y el martes por la mañana, a eso de las cuatro, desperté de un sueño en el cual había estado jugando al béisbol. Era miembro del equipo ganador. Los tantos eran seis a dieciocho. Era un encuentro improvisado de un domingo por la tarde en el jardín de alguien. Nuestras esposas y nuestras hijas miraban desde el borde del césped, donde había sillas, mesas y bebidas. El incidente decisivo fue una larga carrera, y cuando se marcó el tanto una rubia alta llamada Helene Farmer se puso de pie y organizó a las mujeres en un coro que vivó:

-Ra, ra, ra -gritaron-. Porpozec ciebie nieprosze dorzanin albo zyolpocz ciwego. Ra, ra, ra.

Nada de todo esto me pareció desconcertante. En cierto sentido, era algo que había deseado. ¿Acaso el anhelo de descubrir no es la fuerza indomable del hombre? La repetición de esta frase me excitaba tanto como un descubrimiento. El hecho de que yo hubiera sido miembro del equipo ganador determinaba que me sintiera feliz, y bajé alegremente a desayunar, pero nuestra cocina lamentablemente es parte del país de los sueños. Con sus paredes rosadas lavables, sus frías luces, el televisor empotrado (donde se rezaban las oraciones) y las plantas artificiales en sus macetas, me indujo a recordar con nostalgia mi sueño, y cuando mi esposa me pasó el punzón y la Tableta Mágica en la cual escribimos la orden de desayuno, escribí: Porpozec ciebie nieprosze dorzanin albo zyolpocz ciwego. Ella se rió y me preguntó qué quería decir. Cuando repetí la frase -en efecto, parecía que era lo único que deseaba decir- se echó a llorar, y por la tristeza que expresaba en sus lágrimas comprendí que era mejor que yo descansara un poco. El doctor Howland vino a darme un sedante, y esa tarde viajé en avión a Florida.

Ahora es tarde. Me bebo un vaso de leche y me tomo un somnífero. Sueño que veo a una bonita mujer arrodillada en un trigal. Tiene abundantes cabellos castaños claros y la falda de su vestido es amplia. Su atuendo parece anticuado -quizá anterior a mi época y me asombra conocer a una extraña vestida con prendas que podía haber usado mi abuela, y también que me inspire sentimientos tan tiernos. Y sin embargo, parece real... más real que el camino Tamiami, seis kilómetros hacia el este, con sus puestos de Smorgorama y Giganticburger, más real que las calles laterales de Sarasota No le pregunto quién es. Sé lo que dirá. Pero entonces ella sonríe y empieza a hablar antes de que yo pueda alejarme. "Porpozec ciebie... ", empieza a decir. Entonces, me despierto desesperado, o me despierta el sonido de la lluvia sobre las palmeras. Pienso en un campesino que, al oír el ruido de la lluvia, estirará sus huesos derrengados y sonreirá, pensando que la lluvia empapa sus lechugas y sus repollos, su heno y su avena, sus zanahorias y su maíz. Pienso en un fontanero que, despertado por la lluvia, sonríe ante una visión del mundo en el cual todos los desagües están milagrosamente limpios y desatascados. Desagües en ángulo recto, desagües curvos, desagües torcidos por las raíces y herrumbrosos, todos gorgotean y descargan sus aguas en el mar. Pienso que la lluvia despertará a una vieja dama, que se preguntará si dejó en el jardín su ejemplar de Dombey and Son. ¿Su chal? ¿Cubrió las sillas? Y sé que el sonido de la lluvia despertará a algunos amantes y que su sonido parecerá parte de esa fuerza que arrojó a uno en brazos del otro. Después, me siento en la cama y exclamo en voz alta, para mí mismo:

-¡Calor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión! ¡Esplendor! ¡Bondad! ¡Sabiduría! ¡Belleza! -Se diría que las palabras tienen los colores de la tierra, y mientras las recito siento que mi esperanza crece, hasta que al fin me siento satisfecho y en paz con la noche.

fuente:http://www.barcelonareview.com/32/s_jc.htm

martes, 4 de marzo de 2008

James Joyce

Duplicados

El timbre sonó rabioso. Cuando la señorita Parker se acercó al tubo, una voz con un penetrante acento de Irlanda del Norte gritó furiosa:

-¡A Farrington que venga acá!

La señorita Parker regresó a su máquina, diciéndole a un hombre que escribía en un escritorio:

-El señor Alleyne, que suba a verlo.

El hombre musitó un ¡Maldita sea! y echó atrás su silla para levantarse. Cuando lo hizo se vio que era alto y fornido. Tenía una cara colgante, de color vino tinto, con cejas y bigotes rubios: sus ojos, ligeramente botados, tenían los blancos sucios. Levantó la tapa del mostrador y, pasando por entre los clientes, salió de la oficina con paso pesado.

Subió lerdo las escaleras hasta el segundo piso, donde había una puerta con un letrero que decía Señor Alleyne. Aquí se detuvo, bufando de hastío, rabioso, y tocó. Una voz chilló:

-¡Pase!

El hombre entró en la oficina del señor Alleyne. Simultáneamente, el señor Alleyne, un hombrecito que usaba gafas de aro de oro sobre una cara raída, levantó su cara sobre una pila de documentos. La cara era tan rosada y lampiña que parecía un gran huevo puesto sobre los papeles. El señor Alleyne no perdió un momento:

-¿Farrington? ¿Qué significa esto? ¿Por qué tengo que quejarme de usted siempre? ¿Puedo preguntarle por qué no ha hecho usted copia del contrato entre Bodley y Kirwan? Le dije bien claro que tenía que estar listo para las cuatro.

-Pero el señor Shelly, señor, dijo, dijo...

-El señor Shelly, señor, dijo... Haga el favor de prestar atención a lo que digo yo y no a lo que el señor Shelly, señor, dice. Siempre tiene usted una excusa para sacarle el cuerpo al trabajo. Déjeme decirle que si el contrato no está listo esta tarde voy a poner el asunto en manos del señor Crosbie... ¿Me oye usted?

-Sí, señor.

-¿Me oye usted ahora?... ¡Ah, otro asuntito! Más valía que me dirigiera a la pared y no a usted. Entienda de una vez por todas que usted tiene media hora para almorzar y no hora y media. Me gustaría saber cuántos platos pide usted... ¿Me está atendiendo?

-Sí, señor.

El señor Alleyne hundió su cabeza de nuevo en la pila de papeles. El hombre miró fijo al pulido cráneo que dirigía los negocios de Crosbie & Alleyne, calibrando su fragilidad. Un espasmo de rabia apretó su garganta por unos segundos y después pasó, dejándole una aguda sensación de sed. El hombre reconoció aquella sensación y consideró que debía coger una buena esa noche. Había pasado la mitad del mes y, si terminaba esas copias a tiempo, quizá el señor Alleyne le daría un vale para el cajero. Se quedó mirando fijo a la cabeza sobre la pila de papeles. De pronto, el señor Alleyne comenzó a revolver entre los papeles buscando algo. Luego, como si no hubiera estado consciente de la presencia de aquel hombre hasta entonces, disparó su cabeza hacia arriba otra vez y dijo:

-¿Qué, se va a quedar parado ahí el día entero? ¡Palabra, Farrington, que toma usted las cosas con calma!

-Estaba esperando a ver si...

-Muy bien, no tiene usted que esperar a ver si. ¡Baje a hacer su trabajo!

El hombre caminó pesadamente hacia la puerta y, al salir de la pieza, oyó cómo el señor Alleyne le gritaba que si el contrato no estaba copiado antes de la noche el señor Crosbie tomaría el asunto entre manos.

Regresó a su buró en la oficina de los bajos y contó las hojas que le faltaban por copiar. Cogió la pluma y la hundió en la tinta, pero siguió mirando estúpidamente las últimas palabras que había escrito: En ningún caso deberá el susodicho Bernard Bodley buscar... Caía el crepúsculo: en unos minutos encenderían el gas y entonces sí podría escribir bien. Sintió que debía saciar la sed de su garganta. Se levantó del escritorio y, levantando la tapa del mostrador como la vez anterior, salió de la oficina. Al salir, el oficinista jefe lo miró, interrogativo.

-Está bien, señor Shelly -dijo el hombre, señalando con un dedo para indicar el objetivo de su salida.

El oficinista jefe miró a la sombrerera y viéndola completa no hizo ningún comentario. Tan pronto como estuvo en el rellano el hombre sacó una gorra de pastor del bolsillo, se la puso y bajó corriendo las desvencijadas escaleras. De la puerta de la calle caminó furtivo por el interior del pasadizo hasta la esquina y de golpe se escurrió en un portal. Estaba ahora en el oscuro y cómodo establecimiento de O'Neill y, llenando el ventanillo que daba al bar con su cara congestionada, del color del vino tinto o de la carne magra, llamó:

-Atiende, Pat, y sé bueno: sírvenos un buen t.c.

El dependiente le trajo un vaso de cerveza negra. Se lo bebió de un trago y pidió una semilla de carvi. Puso su penique sobre el mostrador y, dejando que el dependiente lo buscara a tientas en la oscuridad, dejó el establecimiento tan furtivo como entró.

La oscuridad, acompañada de una niebla espesa, invadía el crepúsculo de febrero y las lámparas de la Calle Eustace ya estaban encendidas. El hombre se pegó a los edificios hasta que llegó a la puerta de la oficina y se preguntó si acabaría las copias a tiempo. En la escalera un pegajoso perfume dio la bienvenida a su nariz: evidentemente la señorita Delacour había venido mientras él estaba en O'Neill's. Arrebujó la gorra en un bolsillo y volvió a entrar en la oficina con aire abstraído.

-El señor Alleyne estaba preguntando por usted -dijo el oficinista jefe con severidad-. ¿Dónde estaba metido?

El hombre miró de reojo a dos clientes de pie ante el mostrador para indicar que su presencia le impedía responder. Como los dos clientes eran hombres el oficinista jefe se permitió una carcajada.

-Yo conozco el juego -le dijo-. Cinco veces al día es un poco demasiado... Bueno, más vale que se agilice y saque una copia de la correspondencia del caso Delacour para el señor Alleyne.

La forma en que le hablaron en presencia del público, la carrera escalera arriba y la cerveza que había tomado con tanto apuro habían confundido al hombre y al sentarse en su escritorio para hacer lo requerido se dio cuenta de lo inútil que era la tarea de terminar de copiar el contrato antes de las cinco y media. La noche, oscura y húmeda, ya estaba aquí y él deseaba pasarla en dos bares, bebiendo con sus amigos, entre el fulgor del gas y el tintineo de vasos. Sacó la correspondencia de Delacour y salió de la oficina. Esperaba que el señor Alleyne no se diera cuenta de que faltaban dos cartas.

El camino hasta el despacho del señor Alleyne estaba colmado de aquel perfume penetrante y húmedo. La señorita Delacour era una mujer de mediana edad con aspecto de judía. Venía a menudo a la oficina y se quedaba mucho rato cada vez que venía. Estaba sentada ahora junto al escritorio en su aire embalsamado, alisando con la mano el mango de su sombrilla y asintiendo con la enorme pluma negra de su sombrero. El señor Alleyne había girado la silla para darle el frente, el pie derecho montado sobre la rodilla izquierda. El hombre dejó la correspondencia sobre el escritorio, inclinándose respetuosamente, pero ni el señor Alleyne ni la señorita Delacour prestaron atención a su saludo. El señor Alleyne golpeó la correspondencia con un dedo y luego lo sacudió hacia como si dijera: Está bien: puede usted marcharse.

El hombre regresó a la oficina de abajo y de nuevo se sentó en su escritorio. Miró, resuelto, a la frase incompleta: En ningún caso deberá el susodicho Bernard Bodley buscar... y pensó que era extraño que las tres últimas palabras empezaran con la misma letra. El oficinista jefe comenzó a apurar a la señorita Parker, diciéndole que nunca tendría las cartas mecanografiadas a tiempo para el correo. El hombre atendió al tecleteo de la máquina por unos minutos y luego se puso a trabajar para acabar la copia. Pero no tenía clara la cabeza y su imaginación se extravió en el resplandor y el bullicio de la cantina. Era una noche para ponche caliente. Siguió luchando con su copia, pero cuando dieron las cinco en el reloj todavía le quedaban catorce páginas por hacer. ¡Maldición! No acabaría a tiempo. Necesitaba blasfemar en voz alta, descargar el puño con violencia en alguna parte. Estaba tan furioso que escribió Bernard Bernard en vez de Bernard Bodley y tuvo que empezar una página limpia de nuevo.

Se sentía con fuerza suficiente para demoler la oficina él solo. El cuerpo le pedía hacer algo, salir a regodearse en la violencia. Las indignidades de la vida lo enfurecían... ¿Le pediría al cajero un adelanto a título personal? No, el cajero no serviría de nada, mierda: no le daría el adelanto... Sabía dónde encontrar a los amigos: Leonard y O'Halloran y Chisme Flynn. El barómetro de su naturaleza emotiva indicaba altas presiones violentas.

Estaba tan abstraído que tuvieron que llamarlo dos veces antes de responder. El señor Alleyne y la señorita Delacour estaban delante del mostrador y todos los empleados se habían vuelto, a la expectativa. El hombre se levantó de su escritorio. El señor Alleyne comenzó a insultarlo, diciendo que faltaban dos cartas. El hombre respondió que no sabía nada de ellas, que él había hecho una copia fidedigna. Siguieron dos insultos: tan agrios y violentos que el hombre apenas podía contener su puño para que no cayera sobre la cabeza del pigmeo que tenía delante.

-No sé nada de esas otras dos cartas -dijo, estúpidamente.

-No-sé-nada. Claro que no sabe usted nada -dijo el señor Alleyne-. Dígame -añadió, buscando con la vista la aprobación de la dama que tenía al dado-, ¿me toma usted por idiota o qué? ¿Cree usted que yo soy un completo idiota?

Los ojos del hombre iban de la cara de la mujer a la cabecita de huevo y viceversa; y, casi antes de que se diera cuenta de ello, su lengua tuvo un momento feliz:

-No creo, señor -le dijo-, que sea justo que me haga usted a mí esa pregunta.

Se hizo una pausa hasta en la misma respiración de dos empleados. Todos estaban sorprendidos (el autor de da salida no menos que sus vecinos) y la señorita Delacour, que era una mujer robusta y afable, empezó a reírse. El señor Alleyne se puso rojo como una langosta y su boca se torció con la vehemencia de un enano. Sacudió el puño en la cara del hombre hasta que pareció vibrar como la palanca de alguna maquinaria eléctrica.

-¡So impertinente! ¡So rufián! ¡Le voy a dar una lección! ¡Va a saber lo que es bueno! ¡Se excusa usted por su impertinencia o queda despedido al instante! ¡O se larga usted, ¿me oye?, o me pide usted perdón!

Se quedó esperando en el portal frente a la oficina para ver si el cajero salía solo. Pasaron todos los empleados y, finalmente, salió el cajero con el oficinista jefe. Era inútil hablarle cuando estaba con el jefe. El hombre se sabía en una posición desventajosa. Se había visto obligado a dar una abyecta disculpa al señor Alleyne por su impertinencia, pero sabía la clase de avispero que sería para él la oficina en el futuro. Podía recordar cómo el señor Alleyne le había hecho la vida imposible al pequeño Peake para colocar en su lugar a un sobrino. Se sentía feroz, sediento y vengativo: molesto con todos y consigo mismo. El señor Alleyne no le daría un minuto de descanso; su vida sería un infierno. Había quedado en ridículo. ¿Por qué no se tragaba la lengua? Pero nunca congeniaron, él y el señor Alleyne, desde el día en que el señor Alleyne lo oyó burlándose de su acento de Irlanda del Norte para hacerles gracia a Higgins y a la señorita Parker: ahí empezó todo. Podría haberle pedido prestado a Higgins, pero nunca tenía nada. Un hombre con dos casas que mantener, cómo iba, claro, a tener...

Sintió que su corpachón dolido echaba de menos la comodidad de la cantina. La niebla le calaba los huesos y se preguntó si podría darle un toque a Pat en O'Neill's. Pero no podría tumbarle más que un chelín -y de qué sirve un chelín. Y, sin embargo, tenía que conseguir dinero como fuera: había gastado su último penique en la negra y dentro de un momento sería demasiado tarde para conseguir dinero en otro sitio. De pronto, mientras se palpaba la cadena del reloj, pensó en la casa de préstamos de Terry Kelly, en la Calle Fleet. ¡Trato hecho! ¿Cómo no se le ocurrió antes?

Con paso rápido atravesó el estrecho callejón de Temple Bar, diciendo por lo bajo que podían irse todos a la mierda, que él iba a pasarla bien esa noche. El dependiente de Terry Kelly dijo ¡Una corona! Pero el acreedor insistió en seis chelines; y como suena le dieron seis chelines. Salió alegre de la casa de empeño, formando un cilindro con las monedas en su mano. En la Calle Westmoreland las aceras estaban llenas de hombres y mujeres jóvenes volviendo del trabajo y de chiquillos andrajosos corriendo de aquí para allá gritando los nombres de los diarios vespertinos. El hombre atravesó la multitud presenciando el espectáculo por lo general con satisfacción llena de orgullo, y echando miradas castigadoras a las oficinistas. Tenía la cabeza atiborrada de estruendo de tranvías, de timbres y de frote de troles, y su nariz ya olfateaba las coruscantes emanaciones del ponche. Mientras avanzaba repasaba los términos en que relataría el incidente a los amigos:

-Así que lo miré en frío, tú sabes, y le clavé los ojos a ella. Luego lo miré a él de nuevo, con calma, tú sabes. No creo que sea justo que usted me pregunte a mí eso, díjele.

Chisme Flynn estaba sentado en su rincón de siempre en Davy Byrne's y, cuando oyó el cuento, convidó a Farrington a una media, diciéndole que era la cosa más grande que oyó jamás. Farrington lo convidó a su vez. Al rato vinieron O'Halloran y Paddy Leonard. Hizo de nuevo el cuento.

O'Halloran pagó una ronda de maltas calientes y contó la historia de la contesta que dio al oficinista jefe cuando trabajaba en la Callan's de la Calle Fownes's; pero, como su respuesta tenía el estilo que tienen en las églogas los pastores liberales, tuvo que admitir que no era tan ingeniosa como la contestación de Farrington. En esto Farrington les dijo a los amigos que la pulieran, que él convidaba.

¡Y quién vino cuando hacía su catálogo de venenos sino Higgins! Claro que se arrimó al grupo. Los amigos le pidieron que hiciera su versión del cuento y él la hizo con mucha vivacidad, ya que la visión de cinco whiskys calientes es muy estimulante. El grupo rugió de risa cuando mostró cómo el señor Alleyne sacudía el puño en la cara de Farrington. Luego, imitó a Farrington, diciendo, Y allí estaba mi tierra, tan tranquilo, mientras Farrington miraba a la compañía con ojos pesados y sucios, sonriendo y a veces chupándose las gotas de licor que se le escurrían por los bigotes.

Cuando terminó la ronda se hizo una pausa. O'Halloran tenía algo, pero ninguno de los otros dos parecía tener dinero; por lo que el grupo tuvo que dejar el establecimiento a pesar suyo. En la esquina de la Calle Duke, Higgins y Chisme Flynn doblaron a la izquierda, mientras que los otros tres dieron la vuelta rumbo a la ciudad. Lloviznaba sobre las calles frías y, cuando llegaron a las Oficinas de Lastre, Farrington sugirió la Scotch House. El bar estaba colmado de gente y del escándalo de bocas y de vasos. Los tres hombres se abrieron paso por entre los quejumbrosos cerilleros a la entrada y formaron su grupito en una esquina del mostrador. Empezaron a cambiar cuentos. Leonard les presentó a un tipo joven llamado Weathers, que era acróbata y artista itinerante del Tívoli. Farrington invitó a todo el mundo. Weathers dijo que tomaría una media de whisky del país y Apollinaris. Farrington, que tenía noción de las cosas, les preguntó a los amigos si iban a tomar también Apollinaris; pero los amigos le dijeron a Tim que hiciera el de ellos caliente. La conversación giró en tomo al teatro. O'Halloran pagó una ronda y luego Farrington pagó otra, con Weathers protestando de que la hospitalidad era demasiado irlandesa. Prometió que los llevaría tras bastidores para presentarles algunas artistas agradables. O'Halloran dijo que él y Leonard irían pero no Farrington, ya que era casado; y los pesados ojos sucios de Farrington miraron socarrones a sus amigos, en prueba de que sabía que era chacota. Weathers hizo que todos bebieran una tinturita por cuenta suya y prometió que los vería algo más tarde en Mulligan's de la Calle Poolbeg.

Cuando la Scotch House cerró se dieron una vuelta por Mulligan's. Fueron al salón de atrás y O'Halloran ordenó grogs para todos. Empezaban a sentirse entonados. Farrington acababa de convidar a otra ronda cuando regresó Weathers. Para gran alivio de Farrington esta vez pidió un vaso de negra. Los fondos escaseaban, pero les quedaba todavía para ir tirando. Al rato entraron dos mujeres jóvenes con grandes sombreros y un joven de traje a cuadros y se sentaron en una mesa vecina. Weathers los saludó y le dijo a su grupo que acababan de salir del Tívoli. Los ojos de Farrington se extraviaban a menudo en dirección a una de las mujeres. Había una nota escandalosa en su atuendo. Una inmensa bufanda de muselina azul pavoreal daba vueltas al sombrero para anudarse en un gran lazo por debajo de la barbilla; y llevaba guantes color amarillo chillón, que le llegaban al codo. Farrington miraba, admirado, el rollizo brazo que ella movía a menudo y con mucha gracia; y cuando, más tarde, ella le devolvió la mirada, admiró aún más sus grandes ojos pardos. Todavía más lo fascinó la expresión oblicua que tenían. Ella lo miró de reojo una o dos veces y cuando el grupo se marchaba, rozó su silla y dijo Oh, perdón con acento de Londres. La vio salir del salón en espera de que ella mirara para atrás, pero se quedó esperando. Maldijo su escasez de dinero y todas las rondas que había tenido que pagar, particularmente los whiskys y las Apollinaris que tuvo que pagarle a Weathers. Si había algo que detestaba era un gorrista. Estaba tan bravo que perdió el rastro de la conversación de sus amigos.

Cuando Paddy Leonard le llamó la atención se enteró de que estaban hablando de pruebas de fortaleza física. Weathers exhibía sus músculos al grupo y se jactaba tanto que los otros dos llamaron a Farrington para que defendiera el honor patrio. Farrington accedió a subirse una manga y mostró sus bíceps a los circunstantes. Se examinaron y comprobaron ambos brazos y finalmente se acordó que lo que había que hacer era pulsar. Limpiaron la mesa y los dos hombres apoyaron sus codos en ella, enlazando las manos. Cuando Paddy Leonard dijo ¡Ahora!, cada cual trató de derribar el brazo del otro. Farrington se veía muy serio y decidido.

Empezó la prueba. Después de unos treinta segundos, Weathers bajó el brazo de su contrario poco a poco hasta tocar la mesa. La cara color de vino tinto de Farrington se puso más tinta de humillación y de rabia al haber sido derrotado por aquel mocoso.

-No se debe echar nunca el peso del cuerpo sobre el brazo -dijo-. Hay que jugar limpio.

-¿Quién no jugó limpio? -dijo el otro.

-Vamos, de nuevo. Dos de tres.

La prueba comenzó de nuevo. Las venas de la frente se le botaron a Farrington y la palidez de la piel de Weathers se volvió tez de peonía. Sus manos y brazos temblaban por el esfuerzo. Después de un largo pulseo Weathers volvió a bajar la mano de su rival, lentamente, hasta tocar la mesa. Hubo un murmullo de aplauso de parte de los espectadores. El dependiente, que estaba de pie detrás de la mesa, movió en asentimiento su roja cabeza hacia el vencedor y dijo en tono confianzudo:

-¡Vaya! ¡Más vale maña!

-¿Y qué carajo sabes tú de esto? -dijo Farrington furioso, cogiéndola con el hombre-. ¿Qué tienes tú que meter tu jeta en esto?

-¡Quietos, quietos! -dijo O'Halloran, observando la violenta expresión de Farrington-. A ponerse con lo suyo, caballeros. Un sorbito y nos vamos.

Un hombre con cara de pocos amigos esperaba en la esquina del puente de O'Connell el tranvía que lo llevaría a su casa. Estaba lleno de rabia contenida y de resentimiento. Se sentía humillado y con ganas de desquitarse; no estaba siquiera borracho; y no tenía más que dos peniques en el bolsillo. Maldijo a todos y a todo. Estaba liquidado en la oficina, había empeñado el reloj y gastado todo el dinero; y ni siquiera se había emborrachado. Empezó a sentir sed de nuevo y deseó regresar a la caldeada cantina. Había perdido su reputación de fuerte, derrotado dos veces por un mozalbete. Se le llenó el corazón de rabia, y cuando pensó en la mujer del sombrerón que se rozó con él y le pidió ¡Perdón!, su furia casi lo ahogó.

El tranvía lo dejó en Shelbourne Road y enderezó su corpachón por la sombra del muro de las barracas. Odiaba regresar a casa. Cuando entró por el fondo se encontró con la cocina vacía y el fogón de la cocina casi apagado. Gritó por el hueco de la escalera:

-¡Ada! ¡Ada!

Su esposa era una mujercita de cara afilada que maltrataba a su esposo si estaba sobrio y era maltratada por éste si estaba borracho. Tenían cinco hijos. Un niño bajó corriendo las escaleras.

-¿Quién es ése? -dijo el hombre, tratando de ver en la oscuridad.

-Yo, papá.

-¿Quién es yo? ¿Charlie?

-No, papá, Tom.

-¿Dónde se metió tu madre?

-Fue a la iglesia.

-Vaya... ¿Me dejó comida?

-Sí, papá, yo...

-Enciende la luz. ¿Qué es esto de dejar la casa a oscuras? ¿Ya están los otros niños en la cama?

El hombre se sentó pesadamente a la mesa mientras el niño encendía la lámpara. Empezó a imitar la voz blanca de su hijo, diciéndose a media: A la iglesia. ¡A la iglesia, por favor! Cuando se encendió la lámpara, dio un puñetazo en la mesa y gritó:

-¿Y mi comida?

-Yo te la voy... a hacer, papá -dijo el niño.

El hombre saltó furioso, apuntando para el fogón.

-¿En esa candela? ¡Dejaste apagar la candela! ¡Te voy a enseñar por lo más sagrado a no hacerlo de nuevo!

Dio un paso hacia la puerta y sacó un bastón de detrás de ella.

-¡Te voy a enseñar a dejar que se apague la candela! -dijo, subiéndose las mangas para dejar libre el brazo.

El niño gritó Ay, papá y le dio vueltas a la mesa, corriendo y gimoteando. Pero el hombre le cayó detrás y lo agarró por la ropa. El niño miró a todas partes desesperado pero, al ver que no había escape, se hincó de rodillas.

-¡Vamos a ver si vas a dejar apagar la candela otra vez! -dijo el hombre, golpeándolo salvajemente con el bastón-. ¡Vaya, coge, maldito!

El niño soltó un alarido de dolor cuando el palo le cortó el muslo. Juntó las manos en el aire y su voz tembló de terror.

-¡Ay, papá! -gritaba-. ¡No me pegues, papaíto! Que voy a rezar un padrenuestro por ti ... Voy a rezar un avemaría por ti, papacito, si no me pegas... Voy a rezar un padrenuestro...

FIN