miércoles, 29 de agosto de 2007

O. Henry

Primavera a la carta

Corrían los primeros días de la primavera.
Nunca jamás se debe comenzar un cuento de este modo, cuando se escribe. No hay apertura peor. Es seca, sin relieve, carente de imaginación y, según todas las probabilidades, sólo ha de contener viento. Pero en este caso resulta permisible. Pues el párrafo siguiente, que debería haber inaugurado la narración, es demasiado extravagante, descabellado y ridículo para que se lo lance a la cara del lector, sin preparación alguna.
Sara estaba llorando sobre el menú.
¡A quién se le ocurre! ¡Una neoyorquina derramando lágrimas sobre el menú!
Para explicar este hecho, se permitirá al lector pensar que se habían terminado las langostas, o que ella había hecho promesa de no comer helados durante la Cuaresma, o que acababa de pedir cebollas, o que terminaba de ver una película muy triste. Y luego, considerando que todas estas teorías son erróneas, se dignará el lector permitir que el relato continúe.
Cierto caballero afirmó una vez que el mundo era una ostra y que él la abriría con su espada; en realidad, acertó más de lo que merecía. No es difícil abrir una ostra con una espada. Pero ¿alguna vez se vio que alguien tratara de abrir a ese terrestre molusco utilizando una máquina de escribir? ¿Querría esperar a que abran una docena con tal sistema?
Sara había logrado apartar las valvas con esa incómoda arma, lo bastante como para mordisquear un poquito el frío mundo interior. Sabía tan poca estenografía como una recién graduada de la escuela de comercio.
Por lo tanto, incapaz de taquigrafiar, no podía ingresar a la brillante galaxia de los talentos oficinescos. Trabajaba como mecanógrafa independiente, haciendo copias para quien se lo pidiera.
En su batalla contra el mundo, su triunfo mayor había sido el trato hecho con el restaurante Schulenberg, Comidas Caseras. Ese local estaba junto al viejo edificio de ladrillo en donde ella alquilaba un cuarto. Una noche, después de consumir los cinco platos del Menú Fijo Schulenberg de Cuarenta Centavos (servidos con la misma celeridad con que se arrojan cinco pelotas en el béisbol), Sara se llevó la lista de comidas. Estaba redactada en una escritura casi ilegible, que no era inglés ni alemán, y dispuesta de modo tal que, si uno no se andaba con cuidado, empezaba la cena con escarbadientes y budín de arroz, para terminarla con sopa y el día de la semana.
Al día siguiente, Sara presentó a Schulenberg una pulcra tarjeta en donde se leía el menú, bellamente mecanografiado, con las viandas tentadoramente dispuestas bajo los encabezamientos adecuados, desde “Antipastos” hasta “No nos responsabilizamos por la pérdida de sobretodos y paraguas”.
De inmediato, Schulenberg se convirtió en ciudadano naturalizado. Antes de que Sara lo dejara ir habían llegado afablemente a un acuerdo: ella debía proveer listas de platos mecanografiadas para las veintiuna mesas del restaurante (una nueva por cada día), más las correspondientes al desayuno y al almuerzo, con tanta frecuencia como lo requirieran los cambios de menú o la pulcritud de las tarjetas.
A cambio, Schulenberg le enviaría tres comidas diarias a su habitación, por medio de un mozo (obsequioso, de ser posible) y le proporcionaría, todas las tardes, un borrador a lápiz de lo que el Destino depararía a los clientes de Schulenberg al día siguiente.
El acuerdo funcionó para satisfacción de ambos. Los comensales del restaurante pasaron a saber cómo se llamaba lo que comían, si bien a veces los intrigaba su naturaleza. Y Sara tuvo comida asegurada a lo largo de un invierno frío y oscuro, lo cual era su mayor interés.
Pero entonces el almanaque, mentiroso, dijo que había llegado la primavera. La primavera llega cuando llega. Las heladas nieves del crudo invierno aún yacían, inexorables, sobre las calles de la ciudad. Los organillos seguían tocando En los buenos tiempo del verano, con tanta vivacidad y sentimiento como al concluir el otoño. Los hombres empezaron a librar pagarés a 30 días para pagar vestidos primaverales. Los porteros suprimieron la calefacción. Y cuando ocurren estas cosas, uno puede estar seguro de que la ciudad sigue en las garras del invierno.
Aquella tarde, Sara temblaba en su elegante dormitorio separado por un tabique del resto de la sala, “calefacción; limpieza esmerada; comodidades; ver para creer”, sin nada que hacer salvo los menús de Schulenberg. Sentada en su chirriante mecedora de mimbre, miraba por la ventana. El calendario de la pared insistía en gritarle: “Llegó la primavera, Sara, te digo que llegó la primavera. Mírame, Sara: mis números lo dicen. Y tú, Sara, tienes una silueta primaveral. ¿Por qué miras por la ventana con tanta tristeza?”
El cuarto de Sara estaba en la parte trasera de la casa. Al mirar por la ventana sólo veía un alto muro de ladrillos, sin aberturas, correspondiente a la fábrica de cajas de la calle siguiente. Pero ese muro era del más puro cristal, y la muchacha contemplaba una pradera cubierta de césped, sombreada por cerezos y olmos, bordeada por matas de frambuesa y rosales silvestres.
Los heraldos reales de la primavera son demasiado sutiles para la vista y el oído. Algunos necesitan ver florecido el azafrán y estrellado el bosque de cornejos, o escuchar la voz del mirlo, e incluso un recordatorio tan grosero como la despedida de las ostras y el alforfón en retirada, antes de recibir a la dama de verde con sus pechos entumecidos. En cambio, para los hijos dilectos de este viejo mundo, hay mensajes directos y dulces de la nueva esposa, diciéndole que no serán hijastros a menos que así lo prefieran.
En el verano anterior, Sara había ido al campo, donde se enamoró de un granjero.
(Al escribir un cuento nunca se debe retroceder así. Es mala literatura y mutila el interés. Es preciso dejar que la acción camine y camine.)
Sara pasó dos semanas en la granja Sunnybrook, donde llegó a enamorarse de Walter, el hijo del viejo Franklin. Muchos granjeros han sido amados, desposados y enviados a pasturas en menos tiempo. Pero el joven Walter Franklin era un agricultor moderno. Tenía teléfono en los establos y sabía exactamente qué efecto causaría la cosecha de trigo de Canadá, el año siguiente, en las papas plantadas durante la luna nueva.
Fue en esa sombreada y aframbuesada pradera, donde Walter le hizo la corte y la conquistó. Allí se habían sentado juntos, tejiendo una corona de dientes de león para su pelo. Después él alabó exageradamente el efecto de los capullos amarillos contra sus cabellos castaños; ella dejó allí la corona y volvió a la casa agitando en las manos el sombrero de paja.
Debían casarse en la primavera... con las primeras señales de la primavera, había dicho Walter. Y Sara volvió a la ciudad para castigar su máquina de escribir.
Un golpe a la puerta borró las visiones de Sara sobre aquel día feliz. Un mozo traía el borrador a lápiz de Comidas Caseras, redactada con la escritura angulosa del viejo Schulenberg. Ella se sentó ante la máquina y puso una tarjeta entre los rodillos. Era hábil mecanógrafa; por lo general, una hora y media le bastaba para terminar los veintiún menús.
Ese día, los cambios de la lista eran más numerosos que de costumbre. Las sopas eran más livianas; había desaparecido el cerdo de entre los antipastos y sólo figuraba, con nabos, en la sección “Parrilla”. El gracioso espíritu de la primavera impregnaba todo el menú. Los corderos que poco antes brincaban en las verdes colinas habían entrado en explotación, con una salsa que conmemoraba sus cabriolas. El canto de la ostra , aunque no acallado, estaba diminuendo con amore. La sartén parecía pender inactiva tras las barras benéficas de la parrilla. La lista de pasteles se había henchido; los budines más sustanciosos ya no existían, y los embutidos, con todas sus vestiduras, perduraban apenas en una agradable catalepsia, con los alforfones y el dulce pero malhadado jarabe de arce.
Los dedos de Sara bailaban como los mosquitos sobre un arrollo estival. De plato en plato, fue dando a cada uno su sitio exacto, según la longitud del nombre, calculando con ojo experto.
Antes del postre venía la lista de verduras: zanahorias y arvejas, espárragos sobre pan tostado, los perennes tomates, maíz, chauchas, repollo y...
Sara estaba llorando sobre su lista de platos. Desde las profundidades de alguna sagrada desesperación, las lágrimas se elevaron en su corazón y se le agolparon en los ojos. Bajó la cabeza sobre la pequeña máquina de escribir, y el teclado matraqueó un seco acompañamiento a sus húmedos sollozos.
Pues no había recibido carta de Walter en las dos últimas semanas, y el siguiente plato del menú era diente de león... diente de león con huevos... ¡Pero a quién le importaban los huevos! Diente de león, con cuyos dorados pimpollos la había coronado Walter, nombrándola su reina de amor y futura esposa. Dientes de león, los heraldos de la primavera, la corona de espinas de su tristeza, remembranza de días más felices.
Señora, la desafío a sonreír en medio de esta prueba. Que le sirvan en ensalada, con aderezo francés, las rosas finísimas que le trajo Percy la noche en que usted le dio su corazón. Si Julieta hubiera visto así deshonrados los testimonios de su amor, tanto antes habría ansiado las hierbas letales del buen boticario.
Pero ¡Qué bruja es la primavera! Era preciso enviar un mensaje a la fría metrópolis de piedra y acero. No había quién lo llevara, salvo el pequeño y resistente mensajero de los campos, el de tosco abrigo verde y aspecto humilde. Era un verdadero soldado de la fortuna, este diente de león. Florido, será asistente del amor, enredado en la cabellera castaña de mi dama; joven, imberbe y sin flor, entra en la cacerola y transmite la palabra de su soberana.
Poco a poco, Sara contuvo las lágrimas. Había que escribir los menús. Sin embargo, demorada todavía un leve, dorado resplandor de flores amarillas, golpeó distraídamente las teclas de la máquina por un ratito, con la mente y el corazón en la pradera de su joven granjero. De todos modos, pronto regresó a las rocosas laderas de Manhattan; entonces los tipos metálicos empezaron a saltar como un automóvil en carrera a campo traviesa.
A las seis de la tarde, el mozo le trajo la cena y se llevó las tarjetas mecanografiadas. Sara dejó a un lado, suspirando, el plato de dientes de león con su corona de huevos. Tal como esa masa oscura se había transformado, de una flor brillante, sostenida por el amor, en una ignominiosa verdura, así sus esperanzas estivales se marchitaban y perecían. Como decía Shakespeare, el amor puede alimentarse a sí mismo, pero Sara no se podía decidir a comer plantas que, como adorno, habían agraciado el primer banquete espiritual de su corazón.
A las 7.30, la pareja del cuarto vecino empezó a discutir; el hombre del cuarto de arriba buscaba un Do en su flauta; la luz de gas perdió un poco de potencia; tres carros de carbón empezaron a descargar... único ruido que pone celoso al fonógrafo; los gatos de las cercas traseras se retiraron lentamente hacia otros vecindarios. Estas señales indicaron a Sara que era hora de leer. Sacó El claustro y el hogar (el libro menos vendido del mes), apoyó los pies en su arcón y empezó a divagar con Gerard.
En eso oyó el timbre de la puerta principal. Atendió la propietaria, pero Sara abandonó a Gerard y a Danys, acorralados en un árbol por un oso, para prestar atención. ¡Oh, por supuesto, ustedes hubieran hecho lo mismo!
Y entonces se oyó una fuerte voz en el vestíbulo de abajo. Sara brincó hacia la puerta, dejando el libro en el suelo y al oso como fácil vencedor del primer encuentro.
Sí, adivinó usted. Apenas había llegado a la escalera cuando apareció su granjero, subiendo los escalones de a tres, y la segó limpiamente, sin dejar nada a los espigadores.
-¿Por qué no me escribiste? ¿Por qué? -gritó Sara.
-Nueva York es una ciudad bastante grande -observó Walter Franklin-. Llegué hace una semana y fui a la dirección que me habías dado. Allí me dijeron que te habías retirado un jueves. Eso me consoló, porque eliminaba la posible mala suerte del viernes. ¡Pero eso no quita que te haya estado buscando desde entonces con la policía y todo!
-¡Yo te escribí! -afirmó Sara, vehemente.
-¡No recibí nada!
-¿Y cómo me encontraste?
El joven granjero esbozó una sonrisa de primavera.
Esta tarde entré a ese restaurante de al lado. Y no me importa decirlo: a esta altura del año me gusta comer un plato de verduras. Estaba buscando algo que me agradara en ese lindo menú, tan bien mecanografiado, pero en cuanto pasé el repollo volteé la silla y llamé al propietario a grito pelado. Él me dio tu dirección.
-Me acuerdo -suspiró Sara, feliz-. Después del repollo había diente de león.
-En cualquier sitio del mundo sería capaz de reconocer esa W mayúscula, elevada sobre la línea, que hace tu máquina de escribir -dijo Franklin.
-Pero si “diente de león” no se escribe con W -exclamó ella, sorprendida.
El joven sacó el menú del bolsillo y señaló un renglón. Sara reconoció entonces la primera tarjeta que había mecanografiado esa tarde. Aún se notaba la mancha irregular, en la esquina superior derecha, dejada por una lágrima caída. Pero sobre la mancha, donde hubiera debido leerse el nombre de la planta de las praderas, el insistente recuerdo de sus capullos dorados había hecho que sus dedos operaran teclas extrañas.
Entre el repollo colorado y los pimientos verdes rellenos figuraba el plato:

QUERIDÍSIMO WALTER, CON RODAJAS DE HUEVO DURO.

FIN

martes, 28 de agosto de 2007

Ezra Pound


EL DESVÁN



Ven, apiadémonos de los que tienen más fortuna que nosotros.

Ven, amiga, y recuerdaque los ricos tienen mayordomos en vez de amigos,

y nosotros tenemos amigos en vez de mayordomos.

Ven, apiadémonos de los casados y de los solteros.



La aurora entra con sus pies diminutos

como una dorada Pavlova,

y yo estoy cerca de mi deseo.

Nada hay en la vida que sea mejor

que esta hora de limpia frescura,

la hora de despertarnos juntos.

Versión de Javier Calvo

viernes, 17 de agosto de 2007

F. Scott Fitzgerald

BABILONIA REVISITED


-¿Y dónde está Mr. Campbell? -preguntó Charlie.-Se fue a Suiza. Mr. Campbell es un hombre muy enfermo, Mr. Wales.-Lo lamento. ¿Y George Hardt? -averiguó Charlie.-Ha vuelto a Norteamérica, fue a trabajar..-¿Y dónde está El Pájaro de la Nieve?-Estuvo aquí la semana pasada. De cualquiier manera, su amigo, Mr. Schaeffer, está en París.Dos nombres familiares de la lista de hace un año y medio. Charlie garabateó una dirección en su libreta y arrancó la página.-Si ve a Mr. Schaeffer, déle esto -dijo-. Es la dirección de mi cuñado. Todavía no me he establecido en un hotel.En realidad no lo desilusionó encontrar a París tan desierto. Pero el silencio que reinaba en el bar del Ritz era extraño y portentoso. Ya no era un bar norteamericano; se sintió cortés, y no como si le perteneciera. Eso había vuelto a Francia. Sintió el silencio desde el momento en que bajó del taxi y vio al portero, por lo general hundido en un frenesí de actividad a esa hora, chismorreando con un chasseur junto a la entrada de los criados.Al pasar por el corredor escuchó una única voz aburrida en el baño de mujeres, otrora clamoroso. Cuando entró en el bar recorrió los seis metros de alfombra verde con la mirada clavada adelante, por antigua costumbre; y luego, con el pie afirmado en la barra, se volvió y examinó el salón, y sólo encontró un par de ojos que aletearon por encima de un periódico, en el rincón. Charlie preguntó por el jefe de mostrador. Paul, quien en los últimos días del alza de los valores de Bolsa iba a trabajar en su propio auto hecho de encargo, aunque desembarcaba de él, con la debida delicadeza, en la esquina más próxima.Pero Paul estaba ese día en su casa de campo y Alix era quien le proporcionaba las informaciones.-No, no -dijo Charlie-, en estos días he ddisminuido el ritmo.Alix lo felicitó:-Hace un par de años le daba duro.-Me mantendré firme -le aseguró Charlie-. Hace ya un año y medio que me mantengo firme.-¿Cómo está la situación en Norteamérica?-Hace meses que no voy. Me ocupo de negocios en Praga, represento a un par de empresas de allí. No saben nada de mí.Alix sonrió.-¿Recuerda la noche de la despedida de soltero de George Hardt? -preguntó Charlie-. De paso, ¿Qué es de la vida de Claude Fessenden?Alix bajó la voz confidencialmente:-Está en París, pero ya no viene aquí. Paul no se lo permite. Acumuló una cuenta de treinta mil francos, con todo lo que bebía y los almuerzos, durante más de un año. Y cuando Paul le dijo por último que tenía que pagar, le dio un cheque sin fondos.Alix meneó la cabeza con expresión de tristeza.-No lo entiendo, tan buen tipo. Ahora está todo hinchado... -Dibujó con las manos una manzana regordeta.Charlie contempló a un grupo de estridentes maricas que se instalaban en un rincón."Nada los afecta -pensó-. Las acciones suben y bajan, la gente holgazanea o trabaja, pero ellos siguen sin parar." El lugar le resultaba opresivo. Pidió los dados y jugó con Alix por la bebida.-¿Se queda mucho tiempo, Mr. Wales?-Estaré cuatro o cinco días para ver a mi hijita.-¡Ahh! ¿Tiene una hijita?Afuera, los letreros color rojo fuego, azul de gas, verde fantasmal, brillaban, humosos, por entre la lluvia tranquila. La tarde estaba avanzada y las calles en movimiento: los bistros resplandecían. En la esquina del Boulevard des Capucines, tomó un taxi. La Place de la Concorde pasó de largo en rosada majestad; cruzaron el lógico Sena, y Charlie sintió la repentina cualidad provinciana de la orilla izquierda.Ordenó al conductor que pasara por la Avenue de l'Opéra, que no le quedaba de paso. Pero quería ver la hora azul extenderse por la magnífica fachada e imaginar que las bocinas de los coches, que tocaban interminablemente los primeros compases de La Plus que Lente, eran las trompetas del Segundo Imperio. Estaban cerrando la verja de hierro frente a la librería de Brentano, y la gente ya cenaba detrás del pulcro y pequeño cerco burgués de Duval. Cena de cinco platos, cuatro francos cincuenta, dieciocho centavos de dólar, vino incluido. Por alguna extraña razón, deseó estar allí.Mientras seguían hacia la Orilla Izquierda y sentía el repentino provincianismo de ésta, pensó: "yo mismo me arruiné en esta ciudad. No me di cuenta, pero los días venían uno tras otro, y de repente pasaron dos años, y todo desapareció, y yo también".Tenía treinta y cinco años, y buen aspecto. La movilidad irlandesa de su rostro era atemperada por la profunda arruga que tenía entre los ojos. Cuando tocó el timbre de la puerta de su cuñado, en la Rue Palatine, la arruga se ahondó hasta hacer descender las cejas; sintió en el vientre una sensación de calambre. Por detrás de la criada que abrió la puerta se precipitó una chiquilla encantadora, de nueve años, que chilló "¡Papito!" y voló, retorciéndose como un pez, a sus brazos. Le hizo girar la cabeza, tomándola de una oreja, y apoyó la mejilla contra la de él.-¡Oh, papito, papito, papito, papito, papáá, papá, papá!Lo arrastró hacia el salón, donde esperaba la familia, un chico y una niña de la edad de su hija, su cuñada y el esposo. Saludó a Marion con la voz cuidadosamente dominada para evitar un entusiasmo fingido o un desagrado, pero la respuesta de ella fue de una tibieza más franca, aunque minimizó su expresión de inalterable desconfianza dirigiendo la mirada hacia la niña. Los dos hombres se estrecharon la mano en forma amistosa y Lincoln Peters posó una, durante un instante, en el hombro de Charlie.La habitación era cálida y cómodamente norteamericana. Los tres chicos se movían en ella con intimidad, pasaban, jugando, por los rectángulos amarillos que comunicaban con los otros cuartos; la alegría de las seis hablaba en los ávidos chasquidos del fuego y en los sonidos de actividad francesa de la cocina. Pero Charlie no se aflojó; tenía el corazón rígidamente sentado en el cuerpo y extraía confianza de su hija, que de vez en cuando se le acercaba, teniendo en brazos la muñeca que él le había llevado.-Muy bien, de veras -declaró en respuesta a la pregunta de Lincoln-. Los negocios no se mueven mucho allí, en general, pero a nosotros nos va mejor que nunca. En realidad, demasiado bien. El mes que viene haré viajar a mi hermana de Norteamérica, para que me atienda la casa. Mis ingresos del año pasado fueron mayores que cuando tenía dinero. ¿Sabes? Los checos...Su jactancia tenía un motivo específico, pero al cabo de un momento, al advertir cierta impaciencia en la mirada de Lincoln, cambió de tema:-Tienes unos hijos magníficos, bien educaddos, buenos modales...-Nosotros creemos que Honoria también es uuna buena chica.Marion Peters regresó de la cocina. Era una mujer alta, de ojos preocupados, que antaño había sido dueña de un fresco encanto norteamericano. Charlie nunca fue sensible a ese encanto y siempre se sorprendía cuando oía hablar a la gente de lo hermosa que había sido. Desde el comienzo hubo una antipatía instintiva entre ambos.-Bueno, ¿Cómo encuentras a Honoria? -preguntó ella.-Espléndida. Me asombró lo mucho que crecció en diez meses. Todos los chicos tienen buen aspecto.-Hace un año que no llamamos a un médico. ¿Qué te parece estar de vuelta en París?-Me parece raro ver a tan pocos norteamericanos por aquí.-A mí me encanta -respondió Marion con vehhemencia-. Ahora por lo menos puedes entrar en una tienda sin que se suponga que una es millonaria. Hemos sufrido como todos, pero en general resulta mucho más agradable.-Pero fue bueno mientras duró -dijo Charlie-. Eramos una especie de realeza casi infalible, estábamos rodeados de una especie de magia. En el bar, esta tarde... -balbuceó al darse cuenta de su error- no había nadie conocido.Ella le lanzó una mirada penetrante.-Creí que ya estabas cansado de los bares..-Apenas me quedé un minuto. Bebo un trago todas las tardes, y nada más.-¿Quieres un cocktail antes de la cena? -inquirió Lincoln.-Sólo bebo un trago por la tarde, y ya lo he bebido.-Espero que lo cumplas -dijo Marion.Su desagrado resultaba evidente en la frialdad con que hablaba, pero Charlie sonrió; tenía planes más amplios. La agresividad de Marion le daba una ventaja, y sabía esperar. Quería que iniciaran la discusión de lo que, según sabían, lo había llevado a París.Durante la cena no pudo decidir si Honoria se parecía más a él o a la madre. Sería una suerte si no combinaba los rasgos de ambos que los habían llevado al desastre. Lo recorrió una gran oleada de sentimiento protector. Se le ocurrió que sabía que podía hacer por ella. Creía en el carácter; deseaba retroceder de un salto toda una generación y volver a confiar en el carácter como elemento eternamente valioso. Todo lo demás se desgastaba.Se despidió poco después de la cena. Sentía curiosidad por ver a París de noche, con ojos más claros y sensatos que los de otros tiempos. Pagó un strapontin en el Casino y contempló a Josephine Baker, que ejecutaba sus arabescos de chocolate.Una hora más tarde salió y se dirigió caminando hacia Montmartre, Rue Pigalle arriba, hasta la Place Blanche. La lluvia había cesado y algunas personas en trajes de noche bajaban de taxis frente a los cabarets, las cocottes se paseaban solas o en parejas, y se veía muchos negros. Pasó ante una puerta iluminada por la que salían sonidos de música, y se detuvo, con un sentimiento de familiaridad; era Bricktop, en donde se había desprendido de tantas horas y tanto dinero. Unas puertas más allá se encontró con otro antiguo lugar de reuniones, y asomó incautamente la cabeza. En el acto una ansiosa orquesta estalló en ruido, un par de bailarines profesionales se pusieron de pie de un salto y un maitre se precipitó hacia él, exclamando: "¡Está por llegar mucha gente, señor!". Pero Charlie se retiró con rapidez."Había que estar borracho perdido", pensó.Zelli estaba cerrado, y los torvos y siniestros hoteles baratos que lo rodeaban se encontraban a oscuras. En la Rue Blanche había más luz y una muchedumbre francesa local, coloquial. La Cueva de los Poetas había desaparecido, pero las dos grandes bocas del Café del Cielo y el Café del Infierno seguían bostezando, e inclusive, mientras miraba, devoraron el magro contenido de un omnibus de turismo: un alemán, un japonés y una pareja norteamericana que lo miraron con ojos asustados.Eso, es lo que se refería al esfuerzo e ingenio de Montmartre. El negocio del vicio y el derroche se desarrollaba en escala absolutamente infantil, y de pronto reconoció el significado de la palabra "disipar": disiparse en el aire tenue, convertir algo en nada. En las altas horas de la noche, todo traslado de un lugar a otro era un enorme salto humano, un aumento del pago por privilegio de un movimiento cada vez más lento.Recordó billetes de mil francos entregados a una orquesta para que tocara una sola pieza, billetes de cien francos arrojados a un portero por llamar un taxi.Pero no había sido dado por nada.Había sido dado -aun las sumas más locamente dilapidadas- como una ofrenda al destino, para que le permitiera no recordar las cosas más dignas de ser recordadas, las que ahora recordaría siempre: su hija arrebatada, su esposa fugada a una tumba en Vermont.Bajo el resplandor de una brasserie, una mujer le habló. Le pagó unos huevos y café, y luego, esquivando su mirada alentadora, le dio un billete de veinte francos y tomó un taxi hasta su hotel.
II
Despertó en un magnífico día de otoño: tiempo de fútbol. La depresión de la víspera había desaparecido, y le gustó la gente en la calle. Al mediodía se encontraba sentado frente a Honoria, en Le Gran Vatel, el único restaurante que se le ocurrió, y que no le recordaba cenas con champagne y prolongados almuerzos que empezaban a las dos y terminaban en un crepúsculo borroso y vago.-¿Qué te parece alguna verdura? ¿No deberíías comer verdura?-Bueno, sí.-Aquí hay épinards y chou-fleur y zanahorias y haricots.-Me gustaría un poco de chou-fleur.-¿No quieres dos verduras?-Por lo general como una sola durante el aalmuerzo.El camarero fingía adorar desmesuradamente a los niños.Qu'elle est mignonne la petite! Elle parle exactement comme une francaise.-¿Y de postre? ¿Esperamos?El camarero desapareció. Honoria miró a su padre con expresión de expectativa.-¿Qué vamos a hacer?-Primero iremos a esa juguetería de la Rue Daint-Honoré y compraremos lo que quieras. Después, al vodevil del Empire.Ella vaciló.-El vodevil me gusta, pero no lo de la jugguetería.-¿Por qué?-Bueno, ya me regalaste esta muñeca. -La lllevaba consigo-. Y tengo montones de cosas. Y ya no somos ricos, ¿verdad?-Nunca lo fuimos. Pero hoy puedes tener ttodo lo que quieras.-Muy bien -aceptó ella, resignada.Cuando estaban la madre y una niñera francesa, él había mostrado tendencia a ser estricto; ahora se daba en mayor medida, buscaba una nueva tolerancia; tenía que ser ambos padres a la vez para su hija y no excluirla de ninguna comunicación.-Quiero conocerte -dijo con gravedad-. Ante todo, permíteme que me presente. Me llamo Charles J. Wales, de Praga.-¡Oh papito! -La voz se le quebró de risa..-¿Y quién eres tú, por favor? -insistió y ella aceptó el papel inmediatamente:-Honoria Wales, Rue Palatine, París.-¿Casada o soltera?-No, casada no, soltera.El indicó la muñeca.-Pero veo que tienes una hija, madame..Como no quería desheredarla, se la llevó al corazón y pensó con rapidez:-Sí, estuve casada, pero ya no lo estoy. Mi esposo ha muerto.-¿Y el nombre de la niña? continuó él.> -Simone. Por mi mejor amiga de la escuela.-Me alegro de que te vaya tan bien en la escuela.-Este mes soy la tercera -se jactó la niña-. Elsie -era su prima- es apenas la decimoctava, y Richard está abajo de todo.-Quieres a Richard y Elsie, ¿no?-Oh, sí. Richard me gusta mucho, y a ella también la quiero.Con cautela, y fingiendo negligencia, él preguntó:-¿Y a tía Marion y tío Lincoln? ¿A cuál de los dos quieres más? -Oh, a tío Lincoln, supongo.Charlie tenía cada vez más conciencia de la presencia de su hija. Cuando entraron los siguió un murmullo de "adorable", y ahora la gente de la mesa vecina dirigía hacia ella todos sus silencios, y la contemplaba como si fuese algo tan poco consciente como una flor.-¿Por qué no vivo contigo? -preguntó Honorria de pronto-. ¿Por qué mamá ha muerto?-Tienes que quedarte aquí y aprender más francés. A papá le habría resultado muy difícil cuidarte tan bien.-En realidad ya no necesito que me cuiden tanto. Lo hago todo yo misma.Al salir del restaurante, un hombre y una mujer lo saludaron inesperadamente:-¡Bueno, el viejo Wales!-Hola, Lorraine... Dunc.Repentinos fantasmas surgidos del pasado: Duncan Schaeffer, un amigo de la universidad. Lorraine Quarles, una rubia encantadora y pálida, de treinta años; una de una multitud que los había ayudado a convertir los meses en días, en los pródigos tiempos de hacía tres años.-Mi esposo no pudo venir este año -dijo ella, en respuesta a su pregunta-. Estamos tan pobres como el diablo. De modo que me pasa doscientos por mes; me ha dicho que me las arregle como peor pueda con eso... ¿Es tu hija?-¿Que te parece si entras de vuelta y nos sentamos? -inquirió Duncan.-No puedo. -Le alegró tener un excusa. Como siempre, sintió el atractivo apasionado y provocador de Lorraine, pero su propio ritmo era diferente ahora.-Bueno, ¿Y cenar juntos? -preguntó ella.-No estoy libre. Dame tu dirección y te llamaré.-Charlie, me parece que estás sobrio -dijo ella, con tono de sensatez-. De veras, creo que estás sobrio, Dunc. Pellízcalo, para ver si está sobrio.Charlie indicó a Honoria con la cabeza. Ambos rieron.-¿Cuál es tu dirección? -averiguó Duncan, escéptico.Charlie vaciló, pues no deseaba darles el nombre del hotel.-Todavía no estoy ubicado. Será mejor que te llame yo. Vamos a ver el vodevil del Empire.-¡Magnífico! Eso es lo que quiero hacer -dijo Lorraine-. Necesito ver algunos payasos y acróbatas y malabaristas. Eso es lo que haremos, Dunc-Primero tenemos que hacer una diligencia -replicó Charlie-. Quizá nos veamos allí.-Está bien, orgulloso... Adiós, bonita. -Adiós.Honoria saludó cortésmente con la cabeza.En cierto modo, un encuentro desdichado. Les gustaba porque funcionaba, porque era serio; deseaban verlo porque era más fuerte que ellos ahora, porque querían extraer cierto apoyo de su fuerza.En el Empire, Honoria, orgullosa, se negó a sentarse en el sobretodo plegado de su padre. Era ya un individuo con un código propio, Y Charlie se sintió cada vez más absorbido por el deseo de poner un poco más de sí en ella antes que cristalizara por completo. Era imposible tratar de conocerla en tan poco tiempo.En el entreacto se encontraron con Duncan y Lorraine, en el vestíbulo, donde tocaba la orquesta:-¿Vamos a beber?-Bueno, pero no en el bar. Nos sentaremos a una mesa.-El padre perfecto.Mientras escuchaba, distraído, a Lorraine, Charlie vio que la mirada de Honoria se apartaba de la mesa, y la siguió, ansioso por el salón, preguntándose qué estaría viendo. Los ojos de ambos se encontraron, y la niña sonrió,-Esa limonada me gustó -dijo.¿Qué había dicho? ¿Qué esperaba él? Después, al regresar en un taxi, la atrajo hacia sí, hasta que su cabeza reposó en el pecho de él.-Querida, ¿alguna vez piensas en tu madre?-Sí, a veces -respondió Honoria con vaguedad.-No quiero que la olvides. ¿Tienes una foto de ella?-Sí, creo que sí. Por lo menos tía Marion tiene una. Por que no quieres que la olvide?-Te quería mucho.-Yo también.Guardaron silencio durante un momento.-Papito, quiero ir a vivir contigo -dijo ella de pronto.El corazón le saltó a Charlie en el pecho; había deseado que las cosas resultaran así.-¿No eres feliz?-Sí, pero te quiero más que a nadie. Y tú me quieres más que a nadie, ¿no es cierto, ahora que mamá ha muerto?-Por supuesto. Pero no siempre me querrás más que a nadie, tesoro. Crecerás y conocerás a alguien de tu edad y te casarás con él y te olvidarás de que alguna vez tuviste un padre.-Sí, es verdad - admitió ella con tranquilidad.El no entró. Regresaría a las nueve, y quería mantenerse fresco y nuevo para lo que debía decir entonces.--Cuando estés segura adentro, asómate por la ventana.-Muy bien. Adiós papá, papá, papá, papá.

IV
F. Scott Fitzgerald
Despertó sintiéndose feliz. La puerta del mundo estaba abierta otra vez. Hizo planes, trazó panoramas, futuros para Honoria, pero de pronto se entristeció, recordando todos los planes que había hecho con Helen. Ella no tenía planeado morir. Lo importante era el presente: un trabajo que hacer y alguien a quien amar. Pero no amar demasiado, pues Charlie sabía el daño que un padre puede inferir a una hija o una madre a un hijo cuando se apegan demasiado a ellos. Después, cuando se se encuentra en el mundo, el chico busca en el cónyuge la misma ciega ternura y, como es probable que no la halle, se vuelve contra el amor y la vida.Era otro día luminoso, vigorizante. Llamó a Lincoln Peters al banco en que trabajaba y le preguntó si podía contar con llevarse a Honoria cuando se fuese a Praga. Lincoln admitió que no había motivos para demoras. Una cosa: la tutoría legal. Marion quería conservarla un tiempo más. Todo eso la había trastornado, y todo resultaría más fácil si sentía que tenía la situación en sus manos durante otro año. Charlie aceptó, pues sólo quería a su hija, visible, tangible.Luego, la cuestión de la institutriz. Charlie, sentado en una lúgubre agencia, conversó con una malhumorada bearnesa y con una rolliza campesina bretona, a ninguna de las cuales habría podido soportar. Había otras, a quienes entrevistaría al día siguiente.Almorzó con Lincoln Peters en Griffons, tratando de contener su alegría.-No hay nada como el hijo propio- dijo Linncoln-. Pero espero que entiendas también lo que siente Marion.-Se ha olvidado de lo mucho que trabajé alllá, durante siete años -respondió Charlie-. Sólo se acuerda de una noche.-Una cosa más. -Lincoln vaciló-. Mientras tú y Helen corrían por Europa, malgastando dinero, nosotros nos las arreglábamos apenas para vivir. No me tocó nada de la prosperidad, porque jamás avancé lo bastante para pagar otra cosa que mi seguro. Creo que Marion sintió que había algo de injusticia en eso... tú ni siquiera trabajabas al final, y te enriquecías cada vez más.-Se fue tan rápido como vino -dijo Charliee.-Sí, gran parte de eso quedó en manos de llos chasseurs y saxofonistas y los maitres; bueno, la gran fiesta ha terminado. Te lo digo para explicarte lo que siente Marion en relación con esos años locos. Si pasas por casa alrededor de las seis, antes que Marion esté demasiado cansada, arreglaremos los detalles allí mismo.De regreso a su hotel, Charlie encontró un pneumatique que había sido remitido desde el Ritz, donde dejó su dirección con el fin de encontrar a cierta persona.
Querido Charlie:Te mostraste tan extraño el otro día, cuando te vimos, que me pregunté si había hecho algo que te ofendiera. No tengo conciencia de haberlo hecho. En realidad, pensé mucho en ti, el año pasado, y en el fondo de mis pensamientos estaba siempre la idea de que podría verte si iba allá. Pasamos tan buenos momentos en esa loca primavera, como la noche en que tú y yo robamos el triciclo del carnicero, y la vez que tratamos de visitar al presidente y tú tenías el ala del sombrero y el bastón de alambre. Ultimamente todos parecen tan viejos, pero yo no me siento nada envejecida. ¿No podríamos vernos hoy, en algún momento, para recordar tiempos pasados? Ahora tengo un tremendo dolor de cabeza, pero esta tarde me sentiré mejor y te esperaré a eso de las cinco en el bar del Ritz.Siempre con cariño,Lorraine.
Su primer sentimiento fue de horror al pensar que en sus años maduros hubiese podido robar un triciclo y pedalear con Lorraine por la Etoile, entre las últimas horas de la noche y el alba. Retrospectivamente, resultaba una pesadilla. Dejar en la calle a Helen no concordaba con ningún otro acto de la vida, pero el incidente del triciclo, sí; era uno de tantos hechos similares. ¿Cuántas semanas o meses de libertinaje hacían falta para llegar a ese estado de absoluta irresponsabilidad?Trató de imaginar qué le parecía entonces Lorraine: muy atrayente. Helen se sentía muy desdichada al respecto, aunque no decía nada. La víspera, en el restaurante, Lorraine le había parecido vulgar, borrosa, gastada. Decididamente, no quería verla, y se alegró de que Alix no hubiese revelado la dirección de su hotel. En cambio, resultaba un alivio pensar en Honoria, en domingos pasados con ella, y en decirle buenos días y saber que estaba allí, en casa, por la noche, respirando en la oscuridad.A las cinco tomó un taxi y compró regalos para todos los Peters: una traviesa muñeca de paño, una caja de soldados romanos, flores para Marion, grandes pañuelos de hilo para Lincoln.Cuando llegó al departamento vio que Marion había aceptado lo inevitable. Lo saludó como si fuese un miembro recalcitrante de la familia, antes que como un extraño peligroso. Honoria había sido informada de que se iba; Charlie se alegró de que el tacto de la niña la hiciera ocultar su excesiva dicha. Sólo en su regazo le susurró su placer y la pregunta "Cuándo", antes de ir a reunirse con los otros chicos.El y Marion estuvieron a solas durante un minuto en la habitación, y en un impulso, Charlie habló con osadía:-Las pendencias de familia son cosas amarggas. No se desarrollan de acuerdo con reglas. No son como los dolores o las heridas; se parecen más a rasgaduras de la piel, que no curan porque no hay material suficiente. Me gustaría que tú y yo tuviéramos mejores relaciones.-Algunas cosas resultan difíciles de olviddar -respondió ella-. Es un problema de confianza. -No había respuesta para esa información. Luego ella preguntó: ¿Cuándo te propones llevártela?-En cuanto consiga una institutriz. Teníaa pensado irme pasado mañana.-Es imposible. Tengo que poner sus cosas en condiciones. No podrá ser antes del sábado.Charlie cedió. Al regresar, Lincoln le ofreció una bebida.-Tomaré mi whisky del día -dijo Charlie. El ambiente estaba cálido, era un hogar, gente reunida junto al fuego. Los chicos se sentían muy seguros e importantes; la madre y el padre estaban serios, vigilantes. Existían para ellos cosas más importantes que la visita de él. Una cucharada de remedio tenía, al fin de cuentas, más importancia que las tensas relaciones entre Marion y Charlie. No eran gente chata, pero se encontraban presos de la vida y las circunstancias. Se preguntó si no podría hacer algo para sacar a Lincoln de su rutina del banco.Un largo timbrazo en la puerta de calle; la bonne a tout faire cruzó la sala y siguió por el pasillo. La puerta se abrió junto con otro timbrazo, luego hubo voces y los tres que se encontraban en el salón permanecieron a la expectativa. Lincoln se movió para que el corredor quedara dentro de su campo de visión, y Marion se puso de pie. La criada regresó, seguida de cerca por las voces, que bajo la luz se convirtieron en Duncan Schaeffer y Lorraine Quarles.Estaban alegres, reían, lanzaban risotadas. Durante un momento Charlie se quedó atónito, incapaz de entender de dónde habían conseguido la dirección de Peters.-¡Ahhh! -Duncan agitó el dedo picarescamennte ante Charlie-. ¡Ahhh!Ambos dejaron otra cascada de risas. Ansioso y desconcertado, Charlie les estrechó la mano con rapidez y los presentó a Lincoln y Marion. Esta saludó con un movimiento de cabeza, casi sin hablar. Había retrocedido un paso, hacia el fuego; su hijita estaba junto a ella, y Marion le pasó un brazo sobre los hombros.Con un creciente disgusto ante la invasión, Charlie esperó a que los recién llegados se explicaran. Al cabo de un esfuerzo de concentración, Duncan dijo:-Vinimos a invitarte a cenar. Lorraine y yo insistimos en que tiene que terminar todo este asunto de la cautela y el secreto de tu dirección.Charlie se acercó a ellos, como para obligarlos a retroceder hacia el corredor.-Lo siento, pero no puedo, Díganme donde piensan estar y les telefonearé dentro de media hora.No les produjo impresión alguna. Lorraine se sentó de súbito en el brazo de un sillón y concentrando la mirada en Richard exclamó:-¡Oh, que chiquillo encantador! Ven aquí.. -Richard miró a su madre, pero no se movió. Con un perceptible encogimiento de hombros, Lorraine se volvió hacia Charlie.-Ven a cenar. Estoy segura de que a tus pprimos no les molestará. Te veo tan poco...-No puedo -repuso Charlie con sequedad-. Vayan a cenar ustedes, y yo los llamaré.La voz de ella se volvió desagradable.-Está bien, nos iremos. Pero recuerdo unaa vez que golpeaste a mi puerta a las cuatro de la mañana. Fui lo bastante comprensiva como para darte un trago. Vamos Dunc.Todavía con movimientos lentos, con el rostro vago, colérico, los pasos inseguros, se retiraron por el corredor.-Buenas noches -dijo Charlie.-¡Buenas noches! -exclamó Lorraine con énffasis.Cuando volvió al salón, Marion no se había movido, sólo que ahora su hijo se encontraba de pie, dentro del círculo del otro brazo. Lincoln continuaba meciendo a Honoria de izquierda a derecha, como un péndulo horizontal.-¡Qué insolencia! estalló Charlie-. ¡Que enorme insolencia!Nadie le contestó: Se dejó caer en una butaca, tomó su vaso, lo volvió a dejar y dijo:-Gente a la cual hace dos años que no veo y que tiene el colosal descaro...Se interrumpió. Marion había exclamado "¡Oh!" en una veloz y furiosa explosión de sonido; hizo un movimiento brusco con el cuerpo y salió de la habitación.Lincoln dejó a Honoria con cuidado en el suelo.-Chicos, vayan y empiecen a tomar la sopa -dijo, y cuando obedecieron continuó, hablando a Charlie-: Marion no está bien, y no puede soportar golpes. Ese tipo de personas la enferman físicamente.-Yo no les dije que vinieran. Le habrán ssonsacado tu nombre a alguien. Deliberadamente...-Bueno, es una lástima. Eso no ayuda paraa nada. Perdóname un momento.A solas, Charlie se quedó sentado, tenso. En la habitación vecina podía oir a los chicos comiendo, hablando en monosílabos, olvidados ya de la escena que se había desarrollado entre los mayores. Oyó un murmullo de conversación en una habitación más lejana y después el tintineo de un tubo telefónico descolgado, y presa de pánico se dirigió al otro extremo de la habitación, para no escuchar.Un minuto más tarde volvió Lincoln.-Mira, Charlie, creo que será mejor que noos olvidemos de la cena de esta noche. Marion se siente mal.-¿Está enojada conmigo?-Más o menos -respondió él con rudeza. Noo es fuerte y...-¿Quieres decir que ha cambiado de opiniónn con respecto a Honoria?-En este momento se siente muy dolorida. No sé. Telefonéame mañana al banco.-Querría que le explicaras que jamás se mee ocurrió que esa gente vendría aquí. Estoy tan enojado como ustedes.-Ahora no podría explicarle nada.Charlie se puso de pie. Tomó su sombrero y abrigo, y salió al corredor. Luego abrió la puerta del corredor y dijo con voz extraña:-Buenas noches, chicos.Honoria se puso de pie y corrió alrededor de la mesa para abrazarlo.-Buenas noches, querida -dijo él con tono vago, y luego, tratando de hacer su voz sonara más tierna, tratando de conciliar algo-: Buenas noches, queridos.
V
Fue directamente al bar del Ritz, con la furiosa idea de buscar a Lorraine y Duncan, pero no estaban allí, y se dio cuenta de que, sea como fuere, nada podía hacer. No había tocado su bebida en lo de Peters, y pidió un whisky con soda. Paul se acercó para saludarlo.-El cambio es grande -dijo con tristeza-. Tenemos la mitad de clientes que antes. He oído hablar de muchos que en Estados Unidos lo perdieron todo, quizá no en el primer colapso de la Bolsa, pero sí en el segundo. Tengo entendido que su amigo George Hardt perdió hasta el último centavo. ¿Usted ha vuelto a Estados Unidos?-No, estoy trabajando en Praga.-Oí decir que había perdido mucho dinero een la Bolsa.-Sí -y agregó con acento tétrico-, pero deespués, con el auge, perdí todo lo que tenía.-Vendió todo lo que tenía...-Algo por el estilo.Una vez más, el recuerdo de aquellos días lo barrió como una pesadilla: la gente que habían conocido en los viajes, gente que no sabía sumar una columna de cifras o pronunciar una frase coherente. El hombrecito con quien Helen consintió en bailar en la fiesta del barco, y que la insultó a tres metros de la mesa; las mujeres y jovencitas que eran sacadas de lugares públicos, chillando, repletas de bebidas o drogas......Los hombres que dejaban a sus mujeres en la nieve, porque la nieve del veintinueve ya no era real. Si uno no quería que fuese nieve, gastaba un poco de dinero y lo lograba.Se dirigió al teléfono y llamó al departamento de Peters, lo atendió Lincoln.-Te llamé porque eso me preocupa. ¿Marionn ha dicho algo definitivo?-Marion se siente mal -respondió Lincoln ccon laconismo-. Sé que no tienes la culpa del todo, pero no me es posible permitir que quede destrozada por esto. Me temo que tendremos que dejar pasar unos seis meses. No puedo correr el riesgo de que vuelva a caer en este estado.-Entiendo.-Lo siento, Charlie.Volvió a su mesa. Su vaso de whisky estaba vacío, pero sacudió la cabeza cuando Alix lo miró interrogadoramente. Ahora ya no podía hacer gran cosa, salvo enviar a Honoria algunos regalos; mañana le mandaría muchos. Pensó, con cierto enojo, que eso no era más que dinero... había dado dinero a tanta gente...-No, basta -dijo a otro camarero-. ¿Cuántto debo?Algún día volvería; no podían hacerle pagar eternamente. Pero quería a su hija, y aparte de ese hecho no había ninguna otra cosa buena. Ya no era joven, ni tenía una cantidad de pensamientos y sueños que pensar y soñar a solas. Estaba seguro de que Helen no habría querido que se sintiera tan solo
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FIN


lunes, 13 de agosto de 2007

Ambrose Bierce


Visiones de la noche


Tengo la convicción de que el don de los sueños es un valioso obsequio literario, pues si con alguna técnica aún no descubierta pudiéramos captar, fijar y utilizar las insólitas imágenes que proporciona, tendríamos una literatura «muy por encima de lo corriente». Del mismo modo que los animales adiestrados adquieren nuevas capacidades y aptitudes, ese don podría mejorarse sensiblemente una vez capturado y domesticado. Con ello, doblaríamos las horas productivas y realizaríamos nuestra más fructífera labor mientras dormimos. Pero, incluso en las condiciones actuales, el mundo de los sueños es un terreno que produce rentas, tal y como demuestra «Kubla Khan».
¿Y qué es el sueño? Pues una desordenada disposición de recuerdos inconexos, una embrollada sucesión de pensamientos que una vez estuvieron presentes en la conciencia insomne. Es una resurrección de todos los muertos en tropel (pasados y recientes, justos e injustos) que, emergiendo de sus tumbas resquebrajadas «con las mismas ropas que llevaban en vida», corren desordenadamente para conseguir una audiencia del director de todo ese baile mientras se desgarran los vestidos unos a otros. Pero, ¿es que realmente hay un director? En absoluto; el que debía serlo renunció a su autoridad y la masa se ha apoderado de su voluntad. Murió, pero no resucita con los demás; su capacidad de juicio y de sorpresa ha desaparecido. Puede sentir dolor y alegría, terror y atracción, pero no asombro. Lo monstruoso, absurdo y antinatural se convierte entonces en sencillo, correcto y razonable. Ni lo ridículo divierte ni lo imposible desconcierta. El único poeta verdadero que encontramos es, pues, el soñador; en él «la imaginación es compacta».
Pero la imaginación no es otra cosa que recuerdo. Si no, intenta imaginar algo que nunca hayas visto, sentido, oído o leído. Prueba a concebir, por ejemplo, un animal que no tenga cuerpo, miembros o cola, o una casa sin paredes ni techo. Cuando estamos despiertos dirigimos y ordenamos nuestros pensamientos por medio de la voluntad y el juicio; seleccionamos y sacamos del almacén de los recuerdos aquello que nos sirve, y excluimos, no sin dificultad, lo que no nos interesa. Por el contrario, cuando dormimos nuestras fantasías «nos suceden». Aparecen tan agrupadas y mezcladas, tan impregnadas de sus mutuos elementos, que el conjunto parece nuevo; pero las viejas y conocidas unidades de pensamiento son las mismas. Tanto despiertos como dormidos, lo que sacamos de nuestra imaginación son nuevas combinaciones; «la materia de la que están hechos los sueños» es reunida por los sentidos y almacenada en la memoria del mismo modo que las ardillas almacenan nueces. Pero hay al menos un sentido que no contribuye a la fábrica de los sueños: nadie ha soñado nunca un olor. La vista, el oído, el tacto, e incluso el gusto trabajan para asegurar nuestro entretenimiento nocturno; pero el sueño no tiene nariz. Sorprende que observadores tan sagaces como los antiguos poetas no describieran a la divinidad en actitud durmiente, y que sus obedientes siervos, los escultores, no la representaran. Puede que estos últimos, al trabajar para la posteridad, intuyeran que el tiempo y la fatalidad revisarían inevitablemente su obra, y por ello la conformaran a hechos naturales.
¿Quién es capaz de relatar un sueño de tal forma que lo parezca? No creo que exista un poeta con un estilo tan fino; es como intentar transcribir la música de un arpa eólica. Existe una especie conocida del género Pelmazo (Penetrator intolerabilis) que después de leer una narración -tal vez de algún gran escritor -se las ve y se las desea para exponer su argumento con el fin de instruir y deleitar. Al final considera (¡qué buen espíritu!) que no hace falta leerla. «Bajo condiciones y circunstancias sustancialmente semejantes» (como reza una ley que rige el comercio interestatal) yo no debería incurrir en una falta similar. Con todo, me propongo exponer en estas hojas la trama de algunos de mis propios sueños, si bien hay que tener en cuenta que aquí «las condiciones y circunstancias» son diferentes, pues mis fantasías no son accesibles al lector. Algunos fragmentos parecerán pobres y sé que al comentarlos no alcanzaré un gran éxito, pero he de reconocer que me resulta imposible apresar a un espíritu tan esquivo como éste.
Caminaba durante el crepúsculo por un enorme bosque de árboles antes nunca vistos, sin saber de dónde venía ni adónde iba. Sentí la desmesurada extensión de aquel lugar y me di cuenta de que estaba completamente solo. La idea de algún horrible hechizo, como castigo a un crimen olvidado que debía de haber cometido al amanecer, me obsesionaba. Avancé mecánicamente y sin esperanzas bajo los árboles siguiendo una senda que atravesaba las embrujadas soledades de la espesura. Un tenebroso arroyo cruzaba perezosamente mi camino: era sangre. Giré hacia la derecha y lo seguí durante un largo trecho; al cabo de un rato llegué a un abierto espacio circular, inundado por una luz tenue e irreal, en cuyo centro se podía reconocer un depósito de mármol blanco. Estaba lleno de sangre y el riachuelo que había seguido era su desagüe. En torno al depósito, entre él y el bosque circundante, había un espacio de unos dos pies de anchura cubierto por grandes losas de mármol sobre las que yacían unos veinte cuerpos humanos sin vida. Aunque no los conté, sabía que su número tenía alguna relación clara y portentosa con mi crimen. Posiblemente indicaba en siglos la fecha en la que lo había cometido; la precisión de la cifra era pues evidente. Los cuerpos estaban desnudos y distribuidos simétricamente alrededor del tanque como si fueran los radios de una rueda: reposaban sobre la espalda con los pies hacia afuera, y sus cabezas, abatidas sobre el borde de la cubeta, mostraban un corte en la garganta del que brotaba sangre lentamente. Observé toda la escena sin hacer el menor movimiento. Era el resultado natural y necesario de mi pecado y, por ello, no me afectaba. Pero había algo que me llenaba de aprensión y temor, una pulsación monstruosa que tenía un ritmo lento e inexorable. No sé si se dirigía a alguno de mis sentidos o si llegaba directamente a mi conocimiento a través de algún camino desconocido para la ciencia. La lastimosa regularidad de su amplia cadencia era enloquecedora e invadía todo el bosque. Parecía la manifestación de un mal gigantesco e implacable.
No recuerdo nada más de este sueño. Dominado probablemente por el pánico cuyo origen debía de ser el malestar propio de una mala circulación sanguínea, grité y mi propia voz me despertó.
Este otro sueño aconteció en los primeros años de mi juventud. No tendría más de dieciséis años y, a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo lo que en él ocurría con la misma claridad que cuando apenas había pasado una hora y yacía encogido de miedo bajo la colcha.
Me encontraba solo en una inmensa llanura y era de noche (en mis pesadillas siempre suelo estar solo y normalmente es de noche). No había árboles, ni ríos ni colinas, ni rastro alguno de presencia humana. El terreno estaba cubierto de una vegetación rala y oscura, una especie de rastrojos, que recordaba que la llanura había sido arrasada por el fuego. El camino por el que deambulaba mostraba algunos charcos que desaparecían y volvían a aparecer, como si al fuego le hubiera seguido la lluvia. Unos oscuros nubarrones desplazaban aquellas partes de cielo reflejadas en los charcos. Al desaparecer, daban paso al brillo acerado de los astros, a cuya luz álgida las aguas mostraban un lustre sombrío. Me dirigí hacia el oeste, donde un fulgor escarlata resplandecía en el horizonte bajo largas franjas nubosas, produciendo un efecto de lejanía inconmensurable, semejante a la que había aprendido a escudriñar en los dibujos de Doré, quien, con cada trazo, formulaba un presagio y una maldición. Mientras avanzaba vi siluetas de torres y almenas que se perfilaban contra ese escenario misterioso y que crecían cada vez más hasta alcanzar unas dimensiones inimaginables. Aquella construcción que iba llenando mi amplio ángulo de visión no parecía, sin embargo, estar más cercana. Desesperado y sin ánimos, continué avanzando con dificultad por la condenada y lúgubre llanura, mientras la enorme estructura siguió creciendo hasta resultar inabarcable con la vista. Sus torres eclipsaron completamente las estrellas. Entonces atravesé un pórtico descomunal cuyas columnas estaban construidas con sillares ciclópeos.
El interior, completamente vacío, mostraba el polvo propio del abandono. Una luz difusa -esa luz que sólo existe en los sueños, y que tiene vida propia- me permitió recorrer largos pasillos que parecían no tener fin y atravesar estancias enormes cuyas puertas cedían a mi paso. Mis pisadas resonaban con el mismo eco que en las mansiones abandonadas y en las criptas habitadas. Caminé durante horas por aquella horrible soledad, consciente de que buscaba algo desconocido. Por fin, me encontré en lo que supuse el último rincón del edificio: una habitación de dimensiones normales con una única ventana. A través de ella volví a ver el resplandor rojizo que, como un signo inequívoco, se extendía hacia el occidente, y reconocí en él al fuego inmutable de la eternidad. Por encima de aquel fulgor siniestro y amenazante llegaba la terrible verdad que años más tarde, como un capricho extravagante, intenté expresar en verso:
Hace tiempo el hombre desapareció del orbe. La corte de ángeles cayó en tumbas ignoradas. También los diablos han quedado fríos al fin, Y hasta el mismo Dios yace al pie del gran trono blanco.
A pesar del resplandor, era difícil ver en la oscuridad reinante y pasó algún tiempo antes de que descubriera, en el rincón más alejado de la habitación, los contornos de una cama a la que me acerqué con un fatal presentimiento. Sospechaba que la parte funesta de mi aventura terminaría con un clímax espantoso, pero no pude resistirme al hechizo que me empujaba a concluirla. Sobre la cama, medio desnudo, yacía el cadáver de un hombre. Estaba boca arriba, con los brazos pegados a los costados. Al inclinarme sobre él, cosa que hice con asco pero sin miedo, descubrí que estaba horriblemente descompuesto. Las costillas sobresalían entre la carne apergaminada y, a través del vientre hundido, asomaban las protuberancias de la espina dorsal. Tenía el rostro renegrido y acartonado, y sus labios, algo separados de unos dientes amarillentos, castigaban su semblante con una sonrisa horrenda. Un abultamiento bajo los párpados parecía indicar que los ojos habían escapado a la destrucción general. Y así era, pues cuando me acerqué a verlos, se abrieron lentamente y se clavaron en los míos con una mirada sólida y tranquila. Traten de imaginar mi espanto, pues me resulta imposible describirlo: ¡aquellos ojos eran los míos! Esos someros restos de una especie desaparecida, ese engendro horrible que ni el tiempo ni la eternidad habían conseguido destruir, aquel desperdicio tan odioso y aborrecible que continuaba vivo tras la muerte de Dios y de los ángeles... ¡era yo!
Hay sueños que se repiten. De ellos hay uno que me parece suficientemente raro como para justificar su relato, aunque me temo que el lector llegue a pensar que el reino de los sueños es cualquier cosa menos un terreno feliz por el que mi alma vaga a altas horas. Y no es así. Un gran número de mis incursiones en el mundo onírico, y supongo que muchas de las de los demás, van acompañadas de los más felices finales. Mi imaginación retorna al cuerpo como la abeja a la colmena, cargada de un botín que, con la ayuda del azar, se transforma en miel y se almacena en las celdas del recuerdo como un gozo eterno. Pero el sueño que voy a relatar tiene una carácter doble; se trata de una experiencia extrañamente horrorosa, pero el horror que inspira es tan absurdamente desproporcionado al incidente que lo provoca que, al recordarlo, su fantasía divierte.
Atravieso un claro en una zona escasamente boscosa. Entre el cordón de árboles diseminados alrededor de ese espacio irregular, se ven algunos campos cultivados y viviendas en las que habitan inteligencias extrañas. Debe de estar a punto de amanecer porque, a través de las neblinas que llenan caprichosamente el paisaje, se ve una luna casi llena que, de un color rojo sanguinolento, desciende por el oeste. La hierba que piso está húmeda por el rocío y toda la escena tiene la luz de plenilunio de una mañana estival. Junto al camino hay un caballo que pasta ruidosamente. Cuando paso a su lado levanta la cabeza y, sin hacer el menor movimiento, me observa durante un rato. Después se acerca. Es blanco como la leche, manso de porte y de aspecto amigable. «Este caballo es un alma apacible», me digo mientras me detengo a acariciarlo. Con los ojos fijos en los míos, se aproxima más y me habla con voz humana, con palabras articuladas. Esto, más que sorprenderme, me aterroriza, y rápidamente me despierto.
El caballo siempre habla mi lengua, pero nunca entiendo lo que dice. Supongo que será porque salgo de su mundo antes de que se acabe de expresar. Seguro que a él le asusta tanto mi repentina desaparición como a mí su forma de hablarme. Daría cualquier cosa por conocer el significado de sus palabras.
Tal vez una mañana lo haga y ya no regrese nunca más a este nuestro mundo

jueves, 9 de agosto de 2007

Julio Cortazar


Final del Juego


Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central Argentino los días de calor, esperando que mamá y tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos porque entonces había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en una violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza había dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería insinuarle a tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía fregando cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los platos, que era precisamente lo que le gustaba lavar a mamá , con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia al agua fría; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a que le volcá ramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en la confusión coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la carrera de mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable. Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez y al final (habíamos trancado la puerta y le pedíamos perdón con emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase: "Van a acabar n en la calle, estas mal nacidas". Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él también su siesta perfumada y zumbante de avispas. Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante. Entonces corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del ferrocarril, encaramadas sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro reino. Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los fondos de nuestra casa. No había más que el balasto, los durmientes y la doble vía; pasto ralo y estúpido entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato Ä que son los componentes del granito Ä brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la tarde. Cuando nos agachá bamos a tocar las vías (sin perder tiempo porque hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por los trenes como por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego de las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegá endose a las mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra zona de calor, estudiá nonos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de río color café con leche. Después de esta primera inspección del reino bajá bamos el talud y nos metíamos en la mala sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego. La primera en iniciar el juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más privilegiada. Leticia no tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía pasarse el día leyendo o o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el verano anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba a decir las cosas y Holanda y yo aceptá bamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. L ástima que no tenía aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los lados daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de género blanco como había en la casa de las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada contra la pared. Y nos dirigía. La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un día del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en la calle. Esto último siempre nos había dejado perplejas, porque terminar en la calle nos parecía bastante normal. Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacá bamos del grupo y sorteá bamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo levantá bamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y arreglá rselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían algo -un trapo, una pelota, una rama de sauce- a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida no podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho m s complicado y excitante porque a veces había alianzas contra, y la víctima se veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependía entonces que inventara una buena estatua. Por lo general cuando el juego marcaba actitudes la elegida salía bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron fracasos horribles. Lo que cuento empezó vaya a saber cuá ndo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos cansado en seguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del talud, saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes pasan bastante r pido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud. Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener pr ctica y sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el pañuelo. Los chicos que volvían del colegio sentados en los estribos gritaban cosas al pasar, pero algunos se quedaban serios mirá ndonos. En realidad la estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y reboto hasta mí. Era un papelito muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: "Muy lindas estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche, Ariel B." Nos pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y me lo gané.. Al otro día ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme nobleza. Como actitudes elegía siempre la generosidad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de Venus de la sala que tía Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andá bamos de manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos asomaríamos también y saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables. Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren Como no podía girar la cabeza la echaba para atrás, juntado los brazos al cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo salud bamos. El tren se lo llevó en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: "Las tres me gustan mucho. Ariel." Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras que no tenía más de dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente de algún colegio inglés. Lo más seguro de todo era el colegio inglés, no aceptá bamos un incorporado cualquiera. Se vería que Ariel era muy bien. Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días seguidos. Superá ndose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima de bailarina, sosteni‚ndose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro día gané yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo la actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito de Ariel que al principio no entendimos: "La más linda es la más haragana." Leticia fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth como poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos días estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo visto era una maravilla lo bien que le sentaba. Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero nos parecía que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien con algún defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes, viendo a distancia las luces rojas de locomotoras que venían, calculando con angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible llegada de un rápido a mi espalda o Ä lo que era peor Ä que a último momento Uno de los trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba. Esa tarde gané yo, pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó una especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y o sabía que él acababa de mirarla así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la tarde, toda la noche. El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era hermosa: "Saludo a las tres estatuas muy atentamente. " La firma parecía un garabato aunque se notaba la personalidad. Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les había leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y había que pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas, seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro quedarnos calladas con una cosa así, sin mirarnos casi mientras guard bamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca. Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía maravilloso que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía que pensar, de un lado me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se aclararan porque nadie tiene por qué‚ perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas cosas. A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían comido la lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que habíamos hecho alguna gorda y que nos remordía la conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida, que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque ella no quería mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron la mesa. "Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la demos." Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi en seguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a José. Al otro día me tocó a mi salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a reír y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecía tan difícil decírselo bien. "Si querés podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta", le propuse, pero ella decía que no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de la Juventud, pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la ventana y parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo de tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los platos, de repente Estábamos en los sauces y las dos nos abraz bamos llenas de felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos que decir sobre nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque los del secundario desprecian a las chicas que no han hecho másque la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte minutos después lo llegar por el terraplén, y era más alto de lo que pens bamos y todo de gris. Bien no me acuerdo de lo que hablamos al principio, él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y decía cosas muy pensadas. Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y por qu‚ faltaba la tercera. Holanda explicó que Leticia no había podido venir, y él dijo que era una l stima y que Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por desgracia no era un colegio ingl‚s, y quiso saber si le mostraríamos los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él para la estatua oriental", con lo que quería decir la princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero distraído, se veía que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido nunca. El preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a decirle, pero en cambio contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos geom‚tricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras sabíamos lo que estaba pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanz rselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado mientras le explic bamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que había tenido un gran placer y que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y antip tica de modo que fue mejor que la visita se acabara, aunque mástarde no hicimos másque pensar en sus ojos grises y en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido diciendo: "Hasta siempre", una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan divina y po‚tica. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del patio, y yo hubiese querido preguntarle qu‚ decía su carta pero me dio no s‚ qu‚ porque ella había cerrado el sobre antes de confi rselo a Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos cómo era Ariel y cuantas veces había preguntado por ella. Esto no era nada f fác de decírselo porque era una cosa linda y mala a la vez, nos d bamos cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la dejamos mirando las avispas del limonero. Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: "Vas a ver que mañana se acaba el juego." Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo la seña convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de perlas de mamá y todos los anillos, hasta el grande con rubí de tía ruth. Si las de Loza espiaban y nos veían con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era la única responsable. "Quisiera que me dejaran hoy a mí", agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante. La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua másregia que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y mir ndola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No s‚ por qu‚ las dos corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con lo ojos cerrados y grandes l grimas por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guard bamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río con sus ojos grises.