domingo, 22 de junio de 2008

Fabian Casas

El Bosque Pulenta
Se trata de dos chicos que salen a la vez por las puertas traseras del mismo taxi y, por miles de motivos, no se vuelven a ver más. Uno de ellos soy yo, el que cuenta la historia. El Otro es Máximo Disfrute, mi primer amigo, maestro, instructor, como se le quiera llamar.
Mi mamá y su mamá trabajaban en la misma fábrica de ropa interior femenina. Lo primero que recuerdo es que estamos debajo de algo. Puede ser la mesa inmensa del dormitorio de mis viejos. Ahí jugábamos. Durante toda mi infancia Máximo venía a mi casa para que jugáramos. Como su mamá era muy pobre y vivía saltando, como una abeja, de hotel en hotel, yo nunca iba a su casa a jugar. Una vez, cuando Máximo era bebé, y su mamá alquilaba una pieza donde no querían madres solteras, se tuvo que acostumbrar a dormir en un cajón, escondido debajo de la cama, por si la dueña del lugar irrumpía de golpe en el cuarto y los echaba a patadas. Esa incertidumbre constante, ese peregrinar de pieza en pieza, aceleró la imaginación de Máximo y lo convirtió a temprana edad en un adulto. ¿Qué es un adulto? Alguien que comprende que la vida es un infierno y que no hay ninguna posibilidad de buen final. Máximo, según mi parecer, venía rumiando este conocimiento desde que estaba debajo de la cama, en la oscuridad.
Una tarde, estamos sentados en mi cuarto y Máximo me pide que le traiga una medibacha de mi vieja, dice que me quiere mostrar algo que le está pasando. Voy al dormitorio de mis padres y escarbo en los cajones. Ya de camino a mi pieza, atravieso el cuchicheo de nuestras madres en la cocina. La media está enrollada en mi bolsillo. Máximo la agarra y me dice que cierre la puerta. Después se baja el pantalón. Un pantalón negro con dos parches redondos de cuero en cada rodilla. Y se empieza a frotar la pija con la medibacha de mi mamá. Al rato le sale por la punta del pito un pedazo de crema dental. Me dice que pruebe con la media, que es increíble lo que se siente. Yo la agarro e imito los movimientos de mi maestro, pero no consigo nada. Máximo me detiene con un gesto y me dice que no me preocupe, que quizá todavía no puedo hacerlo. Le pregunto qué se siente. Me dice: es como un escalofrío pulenta. Después me explica, mediante dibujos, que esa pasta dental que le salió del pito es la que te trae al mundo, que los padres “cojen”. Es la primera vez que escucho esa palabra. Cojer, dice Máximo, es lo que nos multiplica. Y me aclara que sólo goza el padre. Después lavamos la media de mi mamá y la escondemos. Máximo me dice que vuelva a intentarlo en otro momento.
En la cortada del pasaje Pérez, escucho de boca de Máximo la palabra “Chabón”. Estamos jugando al fútbol en la calle. También dice, cada vez que algo está bueno, “Pulenta”. Yo le dije esa palabra a mi maestra y me retó. Mi mamá también me retó cuando se la dije a mi viejo. Mi papá, en cambio, se rió. A Máximo todas estas palabras se las pasa su primo, que es muy grande y vive en la provincia. En San Antonio de Padua. Máximo dice que vamos a ir ahí un fin de semana para matar gatos. Para eso, nos preparamos con mi juego de química, haciendo brebajes letales que van a poner a los gatos patas para arriba. Pero la madre de Máximo nunca nos lleva a San Antonio de Padua. No importa, Máximo trae una radio inmensa que era de su abuelo. La abrimos y tratamos de arreglarla. Soñamos que si lo logramos, vamos a ser considerados chicos prodigios. ¡Los primeros chicos que sin saber nada de electricidad pudieron devolverle la vida a una radio viejísima!. Fantaseamos con que estamos en un canal de televisión y nos entrevista un locutor que quiere saber cómo lo logramos. Vea, dice Máximo, fue un trabajo bien pulenta. Y el público estalla en aplausos y se bloquean las líneas telefónicas del canal porque la gente no para de llamar para felicitarnos.
La mamá de Máximo, durante una larga temporada, venía a mi casa, aún en pleno verano, con tapados grandes. A mi vieja le llamaba la atención. Al poco tiempo Máximo tenía una hermanita. La chica se quedó a vivir en la casa de sus padrinos, unos viejos que no podían tener hijos y que eran los empleadores de la mamá de Máximo. De vez en cuando, Máximo venía a casa con su hermanita ya crecida. Y le hacíamos esto: la acostábamos en mi cama boca abajo y nos subíamos encima de ella, frotándola con el pito hasta acabar. A veces venían otros chicos del barrio invitados por Máximo para frotarse y acabar. Máximo Disfrute empezaba a hacerse una reputación importante en todo Boedo.
Es el invierno del 78. Hace un frío de puta madre. “Frío Mundial 78”, como lo recordaríamos tiempo después. Tengo un equipo Adidas nuevo, y le paso el mío viejo a Máximo. Le queda casi bien. Es un poco más bajo que yo. Tiene nariz aguileña y los pelos duros como los de un puercoespín. Suele pelearse en la calle con chicos de otros barrios y con esto suma puntos entre nosotros. Se peleó en el cine Moderno antes de que empezara una película de Trinity, en el recreo del colegio con uno de séptimo, en el Minimax cuando fuimos a comprar bebidas para un cumpleaños y, lo que terminó por coronarlo como el más grande, se robó plata de una de las oficinas donde la madre hacía la limpieza. Repartió el botín entre todos y nos fuimos, en taxi, al centro a ver películas y a comer pizza por metro. Creo que esa fue la primera vez que viajé solo en un taxi que yo podía pagar, es decir, que Máximo podía pagar. En esa gloriosa tarde que culminó con una compra masiva de revistas de Batman, fue cuando se ganó el apodo. Había una canción publicitaria con la que se promocionaba el Ital Park: “Los chicos lo conocen a Máximo Disfrute/Máximo Disfrute está en el Ital Park/ el Ital Park es grande ¿en dónde lo encontramos?/ ¡En los ojos de sus hijos lo hallarán!”. La cantábamos mientras volvíamos tarde, de nuevo en taxi, del centro hacia Boedo. Eramos cinco. Se empezó a correr la bola de que en una calle de Boedo había un chico, un tal Máximo Disfrute, que la rompía.
Entonces desapareció por primera vez. La madre de Máximo había conseguido un trabajo cuidando una quinta junto a su hermana, en Córdoba. Así que adiós disfrute. Recuerdo que fue la primera vez que claramente extrañé a alguien. Pasaba caminando por todos los lugares donde solíamos ir y recordaba las frases de Máximo sobre tal o cual cosa. En la distancia, su figura se volvía mítica. Con el gordo Noriega, o el Tano Fuzzaro, nos pasábamos la tarde recordando la vez que Máximo se enfrentó con los de la Placita Martín Fierro y —demostrando claramente que estaba loco— se les plantó cuando terminábamos un partido muy chivo y —en la mismísima plaza— les dijo que los iba a matar uno por uno. Al Jefe de la placita, a Chamorro, eso le encantó, y en vez de romperle la crisma lo adoptó casi como un segundo ¡De golpe y porrazo Máximo era un capo de la peligrosa Martín Fierro! ¡Tenía el aguante de Chamorro! ¡Un pesado que con sólo nombrarlo en cualquier lugar de Boedo ya daba miedo! A veces, Máximo venía a la vereda donde nos sentábamos a escuchar los discos de Led Zeppelin, y nos contaba, al pasar, que la noche anterior había estado con Chamorro, que se habían agarrado a trompadas contra los de Deán Funes, que se habían cojido minitas, que habían robado una farmacia que estaba cerrada y que casi los agarró la policía porque él se había colgado cagando, con la linterna en la mano, en el baño del negocio. Según pudimos saber a través de Máximo, Chamorro sabía artes marciales y era muy frío y ventajero a la hora de pelear. Por eso gana siempre, tiene un arrebato pulenta, decía.
Chamorro también le había conseguido un trabajo en el Mercado de Boedo. Hacían el delivery para un carniza italiano que vivía en la calle Castro. Según Máximo, un viejo cornudo hijo de puta que se había casado con una nenita que le habían enviado de Italia especialmente para que se la moviera. ¡Un delivery de carne fresca!
Con la plata que sacaba trabajando, Máximo se vestía con lujo según la moda de la época. Era un cheto de piel oscura. Camisas rayadas, chalecos azules, vaqueros Wrangler bombillas y mocasines con unos flecos en el empeine. Ibamos a bailar a Casa Suiza, al Asturiano, al Hogar Portugués y empezábamos a besar a las primeras chicas. Fue entonces cuando desapareció y yo anduve como bola sin manija, como perro sin dueño, como arquero sin arco… la ropa que me había comprado siguiendo el estilo de Máximo me parecía horrible, mi vocabulario había envejecido a la velocidad del sonido… Iba a tener que inventarme a mí mismo… Cuando, una noche de lluvia —me acuerdo bien de eso— sonó el teléfono en casa y escuché su voz después de casi un año. Andrés, me dijo, estoy junto a un fuego con mi primo, y unos seis perros, por el ventanal se ve el bosque que es la parte de atrás de la casa que cuidamos… tendrías que verlo, es un bosque pulenta, con ciervos y pájaros de todos los colores y caballos fosforescentes y lechuzas que hablan. ¡Era Máximo en todo su esplendor! Le dije que yo ahora tenía rulos –no me cortaba el pelo y se me había enrulado- y que eso le gustaba a las chicas. También le dije que lo extrañaba y le pregunté cuándo iba a volver. No lo sé, depende de mi vieja, dijo, estaría bueno que vos pudieras venir a recorrer este bosque, te metés en él y parece interminable, es como si creciera a su antojo a medida que uno camina. Y agregó: con mi primo nos matamos de risa todo el tiempo. Agarramos a los perros y nos perdemos en el bosque y cocinamos algo por ahí. Es bien pulenta. Sentí una mezcla de celos y un extraño furor. Supongo que pensé que la vida podía ser algo increíble si uno se encontraba en el bosque pulenta. Después hicimos un inventario de los chicos de la barra y finalmente nos despedimos. Pasó un año más hasta que una tarde abrí la puerta de casa y él estaba ahí. Pero ya no tenía la indumentaria cheta. Tenía un overol, una remera desteñida y el pelo duro de puercoespín había mutado por unos rulos inmensos. Se señaló la cabeza y me dijo: ¿esta es la onda, no?. Y nos abrazamos. El Avatar estaba de nuevo en Boedo. Se había hecho la permanente y se había tatuado un árbol en el brazo derecho. Y empezaron rápidamente a sucederse las cosas.
Por ejemplo, esto. El tano Fuzzaro está en el living de mi casa. Parado, mojado, porque afuera está lloviendo. La campera inflable brilla bajo la luz del techo. Tiene la respiración agitada. Vino corriendo. Es un heraldo. No puede saber que en algún momento se va a comprar una moto y que vamos a andar los dos —cada uno en la suya— surcando Boedo como bólidos. Todavía no sabe que una tarde de frío nos vamos a dar un palo terrible en la Costanera y que el va a caer de cabeza al piso, sin casco, y que un telón de sangre va a bajar a través de sus ojos. Así es la vida, me va a decir mientras yo le trato de levantar la cabeza. Y después chau. Ya está, ya lo escribí. Ahora está impaciente por hablarme. Me hizo despertar por mi vieja. Bajo de mi pieza con la ropa del secundario todavía puesta. Me había quedado dormido con los pantalones grises, la corbata azul, y la camisa celeste. Había estado escuchando Spinettta hasta morir. Ahora tengo la boca pastosa y le digo al tano que se siente, que se saque la campera húmeda. Hay un quilombo bárbaro, me dice, estábamos con Máximo en el Parque Rivadavia y de pronto se le acercan unas chicas y …¿Quiénes estaban en el parque?, le pregunto. Máximo, el Japonés Uzu, los hermanos Dulce…Y de golpe, detrás de las minas saltan unos chabones que dicen, de guapos, que qué estamos haciendo ahí y Máximo le dice que está en donde se le canta y, casi sin darle posibilidad de que le contesten, lo arrebata a uno y el chabón cae como un árbol. Y el otro se asusta y sale corriendo…Y ahora fueron unos pibes del Parque a lo del Japonés ¿A la tintorería?, pregunto. Sí, a la tintorería y le dijeron que el Parque Rivadavia está buscando a Máximo para surtirlo. Un tal Chopper ¿Sabés quien es Chopper? ¿Chopper?, digo. Chopper ¡el que se bancó a los de la plaza Flores cuando pelearon en la puerta del Pumper!, dice. Ahora lo tengo claro. Chopper, un gordo medio rugbyer, un asesino a sueldo que se la pasa peleando en cuanto baile se hace por la zona…¿Qué pensás, qué pensás?, gatilla el Tano. Pienso que la de Historia es una pesadilla de la que trato de despertar, le digo. ¿La de Historia, la vieja de historia?, dice. ¿Qué tiene que ver? Que tengo que estudiar toda esa mierda para mañana y no agarré un puto libro, le digo. Entonces mi mamá entra en el living y le pregunta al tano si quiere tomar un café. No, gracias, señora, le dice el tano. Yo espero que mi vieja se vaya para su pieza y le digo al Tano: Tano ¿vos sabés que Máximo se está dando? ¿Se está dando?, pregunta, mirándome fijo. Sí, que está fumando marihuana y toma pastillas, le digo. Lo inició el primo. A mí no me lo dijo nunca pero se lo contó a Chumpitaz. ¿A Chumpitaz?, salta el Tano. Más que Máximo se drogue, lo que le parece increíble es que se lo haya contado al imbécil de Chumpitaz. Ahora se saca la campera, tiene la cara desencajada. Bueno, dice, nosotros cuando éramos chicos tomábamos ese Talasa. Sí, lo hacíamos, le digo. Lo que dice Chumpitaz es que Máximo está vendiendo en la Plaza Martín Fierro, con Chamorro. ¿Vendiendo droga? Sí, vendiendo. Y las pastillas lo deben poner más loco de lo que es, le digo. ¿Vos probaste?, dice el Tano. No, digo. Si no hablamos con él va a terminar en la cárcel, le digo. O va a terminar asesinado por Chopper, dice. Chopper, pienso, el que a la salida de la cancha de Ferro se agarró a pedradas con la cana. Entonces el Tano parece recuperar su papel en el guión, y recuerda súbitamente para qué vino, para qué me hizo despertar tan tarde. Y me dice: mañana a la noche nos juntamos en la esquina de Maza y Estados Unidos, vamos a ir al Parque Rivadavia, para ver cuántos son. ¿Quién dijo eso?, digo. Máximo y los Dulces estuvieron de acuerdo. También dicen que va a venir Chamorro y pibes de la Martín Fierro, me larga, para darme a entender que vamos a estar bien pertrechados. Parece que los del Parque Rivadavia se reúnen a la noche bajo el monumento. La idea es seguirlos y después apretarlos cuando se van. ¿Y Chopper?, digo. De Chopper se encarga Chamorro, dice. Una pelea de titanes, digo. La Tercera Guerra Mundial, dice.
La esquina de Maza y Estados Unidos. Es una noche fría. Cuatro esquinas cruzadas por dos calles anchas, mucho cielo, ningún edificio y el farol del medio de la calle con su luz lunar. Por encima, y a los costados, la oscuridad y las frías estrellas. En las casas, algunas luces prendidas, el reflejo de una estufa o un televisor. Acabamos de hacer lo que hacemos siempre que nos juntamos y es invierno: amontonamos madera sobre la calle y prendemos fuego. Nos ponemos en círculo y el fuego es el núcleo. Está el gordo Noriega, el Tano Fuzzaro, los hermanos Dulces, el Tucho feo, el japones Uzu y yo. Esperamos a Máximo que va a venir con Chamorro y los pibes de la Martín Fierro. Hay una calma tensa. Estamos arriba de un avión y de un momento a otro vamos a tener que empezar a arrojarnos en paracaídas. De golpe, por la vereda de Estados Unidos, con un trozo de la avenida Boedo a sus espaldas, viene caminando apurado Chumpitaz. Tiene, como siempre, las manos en los bolsillos. Es capaz de pelear con las manos en los bolsillos. Lo habíamos mandado al Parque Rivadavia para que vea si debajo del monumento ya estaban los enemigos. Cuando pase el tiempo, Chumpitaz se va a casar con la gorda Fantasía y va a poner una remisería en Humberto Primo y Maza. Va a engordar —ahora es un grisín con el flequillo Balá— y va a tener cuatro hijas. Están todos ahí, dice, mientras le sale vapor por la boca. ¿Está Chopper?, pregunta el Dulce más grande. No, dice Chumpitaz, no me acerqué mucho porque son un montón y el monumento está todo iluminado. ¿Pero está o no está?, repregunta Dulce, que tiene un mancha blanca de nacimiento en la cara. No sé, dice, nervioso, había dos grandotes que se estaban sacando los cinturones. Esto va para atrás, pienso, mientras tiro más madera al fuego. Quiero un fuego colosal. ¿Cuándo viene Máximo?, pregunta Tucho. Ya va, ya va, dice Dulce grande. Dulce chico tiene los ojos fijos en el fuego. ¡Miren! , dice el gordo. Cruzando la calle, debajo del farol, en diagonal, se acerca Musculito. Todos empezamos a cantar : Musculito Musculito Musculito/te rompemos/el culito. Musculito se sonríe. Tiene apenas 17 años y un cuerpo trabajado a full en un gimnasio. El pelo teñido con agua oxigenada. Los sábados desfila en Rigars, una casa de ropa masculina que queda en plena calle Lavalle. En el primer piso del negocio, hay un gran ventanal con una pasarela para los modelos que se pasean a la hora en que la gente sale de los cines. Nosotros íbamos a gritarle de todo a Musculito. ¡Puto, puto!, gritábamos. ¿Qué hacen quemando madera?, dice Musculito. Tiene un buzo estrecho y unos vaqueros ajustados. Estamos esperando a Máximo, salta Chumpitaz. ¡Entonces va a haber riña!, dice. Con los del Parque Rivadavia, dice Dulce grande, ¿por qué no venís, Musculito? ¿Están locos?, dice, con un tono de loca, los van a hacer pedazos. Yo tengo toda una vida por delante. Más bien por detrás, dice, irónico, el Tano. Chicos, dice Musculito, si mañana siguen vivos, que lo dudo mucho, ¿quieren venir a una exhibición de gimnasia con aparatos? Le gritamos de todo. Dulce lo empuja. Musculito, que podría destrozarnos a todos juntos con los ojos cerrados, prefiere reírse. Después se me acerca. Otra vez siguiendo el carro de Máximo ¿no?, me dice. Los del Parque empezaron, le digo sin mirarlo a la cara. Musculito siempre me pone nervioso. Ese Máximo es un infradotado, dice. Ya se van a dar cuenta. Entonces pasa un colectivo rojo, inmenso, pasa por Maza y cruza Estados Unidos y detrás de él, como si el colectivo hubiese sido un telón metálico y ruidoso, aparecen Máximo y unos diez chicos. Tiene, apenas lo vemos, los ojos desorbitados y brillosos. Yo y el Tano lo miramos y nos miramos. Los muchachos son de la Martín Fierro, son gente de Vainilla, dice Máximo. Vainilla, un moreno con la capucha del canguro puesta, se adelanta y nos saluda con una inclinación oriental. Musculito se separa de nosotros, se apoya contra un Valiant negro que siempre está estacionado casi en la esquina. Nunca vimos a nadie manejarlo. Pero está impecable, brilloso. Chamorro se nos une allá, así que tranquilos, vamos a darle su merecido a esos boludos, para que sepan quien manda en Boedo, dice Máximo. ¿El Parque Rivadavia queda en Boedo?, pregunta el imbécil de Chumpitaz. Boedo queda donde estemos nosotros, dice Máximo. Eso me quebró. Esa frase, esa puta frase, dicha en ese momento de la noche, me puso la piel de gallina y los ojos húmedos. Todavía recuerdo la campera roja, inflable, de Máximo, contra el replandor del fuego. Bueno, vamos, dice Dulce grande. El Tano me mira. Empezamos a caminar por Estados Unidos. Vamos a hacer Estados Unidos hasta avenida La Plata y vamos a entrar por Quito, por un costado del parque, detrás del monumento. ¡Chau Musculito!, le grito, ¡ los que vamos a morir te saludan! Musculito se cruza de brazos y nos saca la lengua.
Epílogo: Charla con el japonés Uzu, inventor del Boedismo Zen
Dicen que a Jimmy Page le salió mal una brujería y por eso se murió Tarac, el hijo de Plant, dice Uzu.
¿Se llamaba Tarac o Tarek?, digo.
No sé. Pero de lo que estoy seguro es que el tipo se dedica a la brujería. ¿No viste los signos que usa en la ropa y en los discos de Zeppelin?
Zoso.
Ese, Zoso, que es una especie de invocación satánica ¿Dónde tenés Zeppelin Dos?
En la otra pila.
Japón, ¿Viste qué bueno ese chaleco que tiene el hijo de puta…ese que dice en letras grandes Zoso.
Es de Page, yo se lo vi a Page.
Ese. Me duele como la puta madre…Anoche no podía dormir del dolor…
¿Te hicieron radiografías?
Sí, de la cabeza y del brazo y creo que del torax también. Lo que pasa es que vos quedaste justo en el medio. Acá está. ¿Puedo ponerlo bajo?
Sí.
Este Winco... ¿Quién lo pintó de blanco?
Lo pintamos con el tano Fuzzaro una vez que nos dimos vuelta con Talasa. ¡Está bueno!
Para mí este disco es uno de los más grandes de la historia del rock, es como el Sargent Pepper…vas a ver que lo van a copiar hasta el año dos mil…
Me parece que nos volvimos locos, no tendríamos que haber salido todos a la vez…Y ese Vainilla que parecía tan malo al final se metió en ese quiosco y se hacía el que compraba cosas…
¿En qué quiosco?
En uno de avenida La Plata, cuando empezamos a retroceder corriendo…
Pero vos ahí te paraste en seco y encaraste a ese animal del cinto.
Sí, fue medio loco.
¿Qué le dijiste?
No me acuerdo. Pero ahí me empezaron a pegar de todos lados y Máximo me gritó algo pero no sé qué. Japón, ¿sabés que de golpe tengo una sensación extraña?. Como si perdiera el sentido de las cosas. Es como si de golpe me sumergiera en el fondo del agua y escucho todo bajo esa campana de silencio que hay cuando uno está nadando al ras del piso de la pileta ¿Viste?
Le dijiste eso al médico.
Sí, me dijo que podía ser por el shock de la pelea y los golpes. Me hizo un electroencefalograma pero salió todo bien.
Yo lo vi a Máximo gritando como loco y se metió en el medio donde te estaban pegando a vos con un palo que no sé de dónde lo sacó…
Dulce grande estaba tirado boca abajo, sobre la calle ¿estábamos sobre la calle?
Ustedes sí, yo venía detrás, yo vi los patrulleros y a esas viejas que empezaron a gritar… pero al tal Chopper no lo vi por ningún lado.
Ni a Chamorro.
Anda diciendo que va a ir el sólo al parque.
Que vaya. Lo van a matar.
Nosotros empezamos a correr por Venezuela cuando cayó la yuta.
A mí me agarró Máximo y me metió en un taxi. Estaba aturdido. Maximo sangraba por toda la cara.
¿Fueron al Ramos Mejía?
No. No teníamos plata para pagar y ni bien salimos de ese quilombo Máximo le dijo al tipo que no teníamos un mango y nos hizo bajar. Yo bajé por un lado y Máximo por el otro. Pero no lo volví a ver.
¿Cómo puede ser?
Como te digo. El taxi arrancó y yo estaba solo. Máximo, Máximo grité. Pensé que se había quedado en el taxi, pero me acuerdo que los dos bajamos a la vez. De ahí volví caminando hasta casa. A medida que me enfriaba me dolía el alma.
El misterio de Bruce Lee.
Lo mataron porque estaba dando a conocer los secretos de las artes marciales ¿No?
Sí. Lo mataron con un golpe.
Cómo.
Un tipo se lo cruzó por la calle y apenas lo tocó. Pero como era un experto, con ese golpe bastó para que a la semana, Bruce se muriera.
Se parece a lo que me contaste la otra vez con el maestro de té.
Es así. Si vos sos un maestro de té, impecable en el arte de la preparación del té. También podés pelear con cualquiera y matarlo a golpes porque sos impecable. Tenés impecabilidad.
¿Es decir que si yo fuera un maestro del té podría haber fajado a todo el parque Rivadavia?
Exacto. Voy a poner Zeppelin uno. Este también está rebueno.
Es genial. Igual que House of the holy.
O Physical Graffiti.
Ese es mortal. ¿Y Máximo?
Nadie lo vió. Ya va a aparecer. Seguro que anda en Padua.
Máximo es impecable.
Sí.
©Fabián Casas

Juan Gelman



Dafne


Qué fiesta la de la alegría nueva

sobre el viejo color.

Dafne se hace pluma y vierte

luz y tiempo en la razón de piedra.

Le escriben versos en la ciudad

que pisotea a la justicia. Dafne huye

de los papeles que la ciñen.

Nadie la merece, pero

a veces se la encuentra en

humillaciones de la realidad.

No está escrita aún, como un caballo largo.

Se la ve tan claramente

en el árbol que fue, convertido en vanidad.

Ella ocupa la desolación y nada se le concederá.

Ni el asombro idéntico a ella misma.

Sólo busca un recuerdo donde pueda

ser suave y, en un momento, niña.

Cierra los ojos ante el viento

que agita su pollera y

sobre ella cae la vida continua.

Para La Nacion
Buenos Aires, 1997

Eduardo Berti

Esquirlas de Atamisky

Dos barcos esperaban en el puerto, las negras siluetas de sus cascos temblando en el agua. Uno orientaría su proa rumbo a Nueva York; el otro hacia Sudamérica. Al abuelo Ernesto, entonces sin nada de abuelo, le tocó el segundo en un sorteo hecho allí mismo en la dársena, y aunque planeaba desembarcar en Río de Janeiro, a bordo cambió de planes y siguió hasta Buenos Aires. Semejantes azares fundaron nuestra familia, más los azares de mis otros tres abuelos, pero ninguno como Ernesto, quien sólo en sus últimos años, siendo yo testigo, trabajó como jardinero y empleado textil, como rematador y sereno. Dudo de la existencia de otro hombre que haya desempeñado tantas profesiones.
Aunque había zarpado del puerto de Burdeos, el Argyle navegaba bajo bandera británica y pertenecía a la compañía escocesa de Thomas Law. Se trataba en realidad de un navío mercante de doce mil toneladas, donde además cabían cuatrocientos pasajeros, incluidos doscientos en primera clase. El capitán del Argyle, de apellido impronunciable para la boca de mi abuelo, llevaba un gorro azul hundido hasta las cejas y solía pasearse por el castillo de proa junto con el contramaestre. Tanto el capitán como el contramaestre eran hombres extraños, que hablaban dos idiomas a la vez, mezclándolos de una manera casi ecuánime. Del inglés pronunciaban sólo aquellas palabras que callaban en francés, y a la inversa. Era como si se hubiesen evitado la molestia de aprender íntegramente dos idiomas; sin embargo, desplegaban en sus charlas un vocabulario tan estrecho, que parecían haberse reservado palabras nunca dichas para otros idiomas aún por conocer.
Salvo al bordear el golfo de Vizcaya, donde un viento feroz meció el casco del Argyle de modo inclemente, no hubo otros inconvenientes en la travesía. Pasados los primeros días de altamareo, abuelo Ernesto tropezó en el pasillo que unía los camarotes con un polaco, Atamisky de apellido. No se hicieron amigos de inmediato. Primero averiguaron que ambos balbuceaban una pizca de francés. En el barco viajaban varios ingleses, italianos y franceses, pero muy pocos que hablasen español. El polaco se alegró de conocer al abuelo, y le pidió que le enseñara algunas palabras de su idioma. Abuelo Ernesto no supo negarse. Argumentó que hablaba mucho mejor gallego que castellano, y que por esa razón prefería Brasil como destino. Dijo que el idioma portugués le parecía un gallego refinado y musical. Pero Atamisky ignoró sus excusas.
A los once días de zarpar de Burdeos, el Argyle llegó a Río de Janeiro, donde fue amarrado por una noche. Abuelo y Atamisky recorrieron la ciudad con propósitos distintos: para el polaco se trataba de un mero paseo, mientras que abuelo Ernesto dudaba entre desembarcar allí o continuar hasta el Río de la Plata. Luego de tantas semanas a bordo, la sensación de andar en tierra firme era exultante. Pese al calor que abrasaba las calles de Río, muchos brasileños andaban con la frente transpirada, empecinados en calzar zapatos duros y vestir trajes europeos. Abuelo quedó azorado al ver hombres negros de dentadura resplandeciente hablar el mismo idioma que en su infancia él había oído entre los portugueses, cada vez que con sus padres cruzaba la frontera. Caminaron tres horas hasta detenerse frente a un puesto de frutas. Una mulata con un turbante rojo y amplias faldas color té los convidó con una fruta amarillenta y alargada, exótica para Atamisky. El polaco mordía ya su octava banana cuando insinuó al abuelo que lo acompañara hasta Buenos Aires. No le costó mucho persuadirlo y envidio a quien haya visto ambas siluetas pisando por primera vez el puerto argentino.
Abuelo y Atamisky se vieron en Buenos Aires apenas tres veces. La última de ellas, en un bar de la Avenida de Mayo, Atamisky comunicó al abuelo que partía hacia Montevideo “por dos o tres días”, dijo, en busca de una tal Irina. Superado el desconcierto, durante un año abuelo Ernesto pasó regularmente por la pensión de Monserrat donde se había alojado el polaco. Siempre el dueño respondía que no tenía noticias de Atamisky. Pronto ocurrió lo previsible: abuelo también dejó la ciudad y los amigos se perdieron.
De la colección de profesiones que abrazó mi abuelo, algunas lo llevaron a poblados de la provincia de Buenos Aires. Fueron cinco años en Pergamino, Rojas, Saladillo, General Belgrano; él era por entonces un treintañero, sin renguera y ansioso por reunir buenos ahorros. Un año pasó trabajando en la estación Pergamino, a cargo de bultos y encomiendas. A veces, cuando el movimiento mermaba, solía aprovechar la ocasión y treparse al primer tren para recorrer pueblos vecinos, pero tantas veces lo descubrían los guardas y jefes de otras estaciones, que a varias multas y castigos sobrevino el despido. Pocos días después el abuelo se cruzó con un carro que iba muy despacio y portaba grandes anuncios de distintas vacantes de trabajo. “Se necesita lavacopas para salón comedor”, decía uno de los carteles. Un hombre lo invitó a subir al carro y lo llevó hasta una taberna también conocida como parador de viajeros. El abuelo debía lavar platos y copas; le presentaron al cocinero y a su ayudante quien, por increíble que parezca, era el Polaco Atamisky, algo más desgarbado pero siempre con aquella barba color tabaco y su precario castellano.
Dos ristras de ajo pendían del techo de la cocina, adornadas con moños rojos. Atamisky pelaba cebollas para cortarlas en cuatro luego de aplacarlas con agua hirviendo. Abuelo hundía sus brazos arremangados en un balde de agua espesa, cuya superficie reflejaba estelas de jabón. El tercer hombre, encargado de preparar las comidas, solía burlarse de Atamisky, tras haber descubierto que el polaco acostumbraba llevar un trabuco antiguo enfundado en la cintura. Cuando Atamisky se distraía u ocupaba ambas manos, el cocinero le arrebataba el arma y luego, con gestos cómicos, la usaba para amasar o pisar carne. Al ver a su amigo enfurecido e insultando en polaco, abuelo Ernesto apenas disimulaba la risa.
Una noche apareció una rata entre los hornos. El cocinero alzó el trabuco a la altura de los ojos y descerrajó un disparo que sonó como el chasquido de un arma de juguete. La bala no dio de lleno en la rata, que quedó semicubierta de sangre, inmóvil pero aún viva. Ni abuelo ni el cocinero osaron darle un golpe de gracia para evitarle el sufrimiento. La rata gemía de dolor y el polaco decidió decapitarla con una cuchilla y arrojarla entre los restos de comida Con la cuchilla aún en vilo, le gritó al cocinero que nunca más le arrebatase el arma. Luego los tres aguardaron toda la noche a que la dueña de la taberna irrumpiera en la cocina, inquieta por el eco del disparo, pero el bullicio del salón al parecer lo había sepultado
Al terminar la jornada, abuelo y el polaco debían compartir un dormitorio con dos camas desvencijadas, la de Atamisky bajo la otra. La primera noche abuelo descubrió que el polaco se quejaba al dormir, eran alaridos ahogados. Nunca él había escuchado unos gritos de dolor así, y se preguntaba no sólo cuál era la causa sino si Atamisky, de día tan saludable y vigoroso, era capaz de recordar esos rezongos al despertar. Muchas personas que abuelo Ernesto había oído roncar o hablar en sueños nada recordaban a la mañana siguiente; no así el polaco, quien supo explicar los gemidos una vez que abuelo osó mencionárselos.
- Llevo la guerra adentro- sentenció Atamisky. Y nada más.
Abuelo Ernesto halló en ésa la frase acertada para el temblor de mantas y sábanas que cada noche ocurría en la cama de abajo donde dos ejércitos parecían pugnar en torno del magro cuerpo. ¿Quién peleaba contra quién? ¿Y por qué? Desde el colchón de arriba, abuelo observaba las convulsiones de Atamisky y juraba oír detonaciones y disparos, aviones en sobrevuelo y repiqueteos de metralla, aunque todo fuese pura imaginación: el polaco llevaba la guerra en su cuerpo debido a una lluvia de esquirlas caída en pleno combate, a fines de 1916.
Las legiones polacas, súbditas del ejército alemán, guerreaban en 1916 al mando de von Hindenburg. El batallón que integraba Atamisky llevaba dos semanas en Lodz, a la espera de que el general Ludendorff impartiera precisas instrucciones. Pero los emperadores de Austria y de Alemania proclamaron en Lublin el reino independiente de Polonia y una muchedumbre se aglomeró en Varsovia, frente a la plaza del Palacio, para vivar la noticia: de ahora en más, los furiosos ataques enemigos serían repelidos por un ejército polaco con su estado mayor propio, que asimismo haría las veces de tapón entre ambos bandos en conflicto. Pronto Atamisky supo cómo era un frente de batalla, y a la semana creyó que moría de cuclillas, tras acusar el frío impacto de una granada enemiga.
Cuando la guerra terminó y Josef Pilsudski tomó plenos poderes, Atamisky aún curaba sus heridas en un hospital varsoviano. Los heridos como él se contaban por miles, y como las camas estaban todas ocupadas debieron dejarlo yaciente en algún catre. Una enfermera, Irina, le prodigó atenciones. No bien mejoró lo enviaron a casa de unos parientes en Cracovia, donde vivían el hermano de su madre, su esposa y dos hijas de poca edad: se trataba de un hogar destrozado, ya que los dos primos varones de Atamisky habían muerto en un mismo combate.
Cuatro meses después Atamisky reapareció en el hospital, con aspecto saludable, en búsqueda de Irina. Nadie pudo decirle su paradero, excepto otra enfermera. Irina, dijo la enfermera, había renunciado de modo imprevisto al recibir su padre- un coronel retirado- el cargo de embajador en Uruguay.
Abuelo supo esa historia aquella última noche, en el bar de la Avenida de Mayo. Al reencontrar al polaco años después, como asistente de cocina, no se atrevió a preguntarle por Irina, acaso porque intuía un triste final en esos ojos siempre húmedos. Pero la mirada triste de Atamisky debía adjudicarse también a la presencia de la guerra entre sus huesos. Pese a las curas en Varsovia, ningún médico había logrado extirparle el dolor. Eran decenas de esquirlas hundidas en su carne. Y por un motivo extraño, que atrapaba al abuelo, sólo entraban en batalla cuando el polaco dormía. Las quejas del compañero de habitación y los rumores de exudaba su cama lo desvelaban, pero más lo desvelaba el temor a que Atamisky explotara, precisamente, como una granada- ¿no se desarrollaba una guerra bajo la piel del polaco?- y que entonces en su cuerpo se incrustaran no las esquirlas de un arma sino las de un hombre, las de Atamisky.
Una noche en la que abuelo apenas dormitaba, la guerra dentro del polaco cambió de temperamento, como anunciando la vecindad del fin. Clarines y vítores antecedieron a una sorda explosión . Atamisky tuvo lo que cualquier médico habría llamado epilepsia; pero abuelo Ernesto, contándome esta historia una tarde cuarenta y seis años después, bautizó a ese ataque de epilepsia como “la batalla final”, como el Día D de la campaña a la cama del polaco. El puño de la explosión dejó en el aire un amargo olor a pólvora que traspasó las paredes del dormitorio; pronto ingresaban allí la dueña del salón y sus dos hijos.
- ¡El balde de arena!- gritaron.
Las sábanas de la cama inferior ardían y el cuerpo del polaco yacía quemado y malherido, boca abajo en el suelo. La espalda desnuda revelaba una colección de profundas cicatrices: eso encarnizado allí era la guerra de la que abuelo había escapado a tiempo, atravesando el mar. Nadie de los cuatro en torno del cuerpo aceptaba la idea de tocar aquella piel. Pero así como la repulsión hacia el cadáver de Atamisky era la misma en la dueña y en sus hijos que en abuelo, algo los separaba. Abuelo advertía en ellos una mirada acusatoria. En la noche había detonado algo así como un disparo, le faltaba una bala al trabuco que Atamisky dejaba sobre la mesa de luz cuando dormía, y todas las sospechas conducían a Ernesto. Nadie creería la historia de una rata fusilada por un cocinero, y menos la de un hombre capaz de explotar.
Enfrentando las acusaciones de la dueña y de sus hijos, abuelo Ernesto saltó de la cama alta y aterrizó descalzo a un paso del cadáver de Atamisky. Tomó el trabuco y amenazó con abrir fuego si le impedían escapar, pero algo punzante y metálico ya había astillado la planta de su pie derecho. Era una esquirla. Con la explosión el polaco había esparcido varias en el suelo. Por los poros que antes las habían albergado goteaba ahora una sangre oscura, espesa, y esa sangre indicaba que la guerra terminaba; tras un redoble, Atamisky se rendía con un ronco quejido.
(Abuelo Ernesto se descalzó una tarde, poco antes de su muerte, y por única vez me enseñó las cicatrices en la planta de su pie. Había atravesado mi infancia esperando ese momento, y no porque dudara de la anécdota de abuelo y el polaco. “Esto es estar en pie de guerra”, comentó él, e inclinando mi cabeza hasta tocar el suelo alcancé a oír un leve rumor de salvas: el grave ronroneo de un combate en miniatura).


Los Pájaros.
Beas Ediciones

martes, 17 de junio de 2008

Doris Lessing

Una casa de verano

Durante mucho tiempo después de la guerra había por todas partes en Londres lugares llamados “sitios bombardeados”, y estos podían ser terrenos baldíos en donde los escombros habían sido despejados y en los que crecían adelfas formando jardines con árboles jóvenes y pájaros, o edificios que parecían estar enteros hasta que uno doblaba la esquina y veía una fachada sin soporte alguno o una casa cuyo techo o ventanas se nos presentaban como si fueran trozos de un encaje hecho añicos. Podía haber una manzana entera donde los restos de edificios parecían fotografías de explosiones de bombas, como si un viento lo hubiese aplastado todo. O de pie, sobre un sótano lleno de agua oscura, se podía observar el esqueleto de una casa con un hueco en la pared que dejaba ver una bañera rajada y tumbada de costado. Todas estas ruinas tenían letreros en los que se leía “Prohibida la entrada” y “Peligro: prohibida la entrada a los niños.”
Estas amenazas oficiales eran a menudo ignoradas. Años más tarde, en Berlín, una mujer que había sido niña durante la guerra me contó que entonces los niños solían jugar atraídos por la emoción que ofrece el peligro entre las casas que habían sido bombardeadas y algunas veces en calles enteras en ruinas y fue sólo después, mientras las reconstrucciones volvían a dar forma a la ciudad, que ella y sus compañeros de juego se dieron cuenta de que las ciudades no eran solamente una mezcla de ruinas y calles seguras.
Llevó mucho tiempo reconstruir y hacer desaparecer los restos de la guerra.
Cerca de Notting Hill, había en una esquina un terreno baldío con fragmentos de una casa por donde a menudo solía pasar caminando y algunas veces cuando estaba apurada lo cruzaba a pesar de los avisos de peligro. Estas ruinas tenían paredes destrozadas que rodeaban de forma desigual a un suelo de cemento en el que a un lado quedaba en pie una estufa a leña con una chimenea intacta aunque la pared trasera llegaba a la mitad de la repisa. Los otros cuartos estaban sólo sugeridos por las líneas de las paredes como manchas sobre la tierra. Sobre el piso de cemento la silueta de otra casa había sido esbozada con piedritas, pedacitos de ladrillos, fragmentos de loza, la mitad de una cucharita de té y el asa amarilla de una taza. Esta era una casa que si hubiese sido construida hubiera sido más grande que la casa de verdad que la albergaba con sólo dos cuartos en la planta baja, pues ésta tenía cuatro cuartos cuadrados con los espacios de las puertas abiertos al mundo. Un basurero de juguete con un manojo de cerdas por cepillo había sido usado para barrer el polvo del piso de cemento, que ahora se encontraba apilado alrededor de la casa como una muralla de defensa en la que habían sido clavadas ramitas, y a cuyos rincones habían volado las hojas de los árboles del pasado otoño.
Varias veces pasé por la casa de esta niña antes de verla, una niña menudita con descoloridos mechones de cabello y redondos ojos azules en una cara llena de pecas. Tenía puesto un vestido de verano de un rosado desteñido. Un sol de verano proyectaba sombras sobre las paredes destruidas de la casa. Pretendí no haberla visto y ella aceptó mi pretexto y esperó, y sólo pude echar un rápido vistazo para ver que había traído un collar con cuentas de plástico rosadas que había repartido en los cuatro cuartos para representar una silla, una mesa y supuestamente un sofá, pero quizás era una cama: cuatro cuentas estaban situadas a lo largo de una línea de piedras que representaba una pared.
En vez de pasar caminando por la acera, respetuosa de la ley, ahora siempre cruzaba por el sitio bombardeado y a través de las ruinas para ver cómo progresaba la casa de la niña. La podía ver fácilmente con sus ojos, porque qué niño no ha puesto guijarros sobre la tierra o cubos sobre una alfombra y ha visto fantásticas paredes y techos, ventilados pináculos y torres elevándose de los cimientos, todo lo que un adulto ve como basura o un revoltijo que debe ponerse en orden

Ella iba ahí por las mañanas. La mayoría de las tardes podía ver que había estado porque el basurero y el cepillo habían sido movidos de lugar, los montones de polvo habían crecido, había nuevos tesoros en las paredes, una pinza del pelo rota, el cabo de un lápiz. Su casa no tenía la misma forma. En una ocasión, los cuatro cuartos habían sido colocados uno al lado del otro con los espacios de las puertas conectándolos. Otro collar de cuentas, amarillas, delineaban una pared interior mostrando que este cuarto había sido señalado como uno especial porque en él también había un frasquito de pasta de pescado con trocitos de adelfas.
Una tarde vine y la vi. Qué niña tan precavida y nerviosa, lista para ponerse en pie de un salto y correr. ¿Pero adónde? ¿Dónde vivía? Tenía puesto el mismo vestido rosa desteñido. Descoloridos y finos mechones se escapaban de una cinta rosada para el pelo. Sus pies estaban descalzos; me hubiese gustado que los míos estuvieran descalzos aquella tarde de calor. Sus ojos azules me miraban desafiantes. Ella esperaba, los nudillos de una mano tocaban el suelo como los de una corredora. Me quedé allí y sonreí, aunque sabía que la sonrisa no era la divisa adecuada. Cualquier tipo de traidor o adulto falso podía sonreír. Ella no debía estar allí, y lo sabía. Yo tampoco debía estar allí, pero esto ella no lo sabía: yo podía ser una representante de la autoridad o una persona entrometida. Seguí mi camino y la vi volverse a trabajar en su casa. Cinco cuartos tenía ahora esta residencia y un constructor podría haber hecho de ella una casa, o varias ya que su forma cambiaba de cuadrada a alargada y viceversa, y algunas veces un cuarto era dividido por una línea de fragmentos más pequeños y se podía ver con facilidad que representaba una medianera.
La verdadera estufa a leña contra la pared destruida detrás de su casa era parte de esta fantasía. Un sendero marcado con crayón de color rojo conducía desde su casa a la estufa, y a cada lado del sendero ella había garabateado con manchas de crayón, malvarrosas y flores como aquellas margaritas de cuatro pétalos pintadas en repasadores o bordadas en cubreteteras, con una pizca de polvo de ladrillo rosa en cada centro. El sendero conducía a la pared trasera en ruinas y una línea doble de crayón rojo trepaba por la pared hasta alcanzar el borde fragmentado; ella debía haberse tenido que poner en puntas de pie. ¿Adónde conducía aquel sendero o camino, qué se había imaginado haciéndolo terminar allí en el aire? ¿O quizás en su mente, los cuartos que una vez se habían erguido sobre estas habitaciones de la planta baja, aún estaban allí haciendo juego con las otras casas de la calle? Era una callecita de casas pequeñas, de dos habitaciones abajo y dos arriba. A lo largo de esta calle los niños jugaban, pero eran mayores que esta niñita, una pandilla de ellos, bulliciosos y veloces, correteando entre los coches. Aquella niña estaba más a salvo en su ruina que los mayores entre el tráfico.
Una tarde cuando el verano estaba llegando a su fin, tomé el mismo camino de siempre y me detuvo una cerca alta de alambrado. Había una puerta pero estaba cerrada con llave, y en el letrero se leía: “Próximamente, este sitio será reconstruido”. Me quedé parada mirando las paredes destruidas, y al suelo de cemento que había sido pisoteado por las botas de los albañiles, desparramando las piedritas y los pedacitos de ladrillo, las flores muertas y las cuentas de plástico. Miré hacia abajo y la vi parada cerca de mí mirando hacia adentro, sus manos flacuchas aferradas al alambrado. No me tenía miedo, ahora que nada peor podía pasar.
Ella tenía puesto un pulóver gordo sobre su viejo vestido rosado.
Sobre su cara corrían manchas de lágrimas.
—Van a construir aquí una nueva casa –le dije hablándole a su cabeza.
—¿Por qué?
Al principio no entendí ese grito de vocales porque aún era nueva en Londres y mis oídos no se habían acostumbrado al acento cockney.
—¿Por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué? –se lamentó.
—Así la gente puede vivir en ella –le dije, y podría haber continuado con palabras de consuelo si las hubiese encontrado, pero se había echado a correr alrededor de la cerca al tiempo que gritaba, “Maaaa, maaa, maaa, maaa...” ¿Pero qué decía? Sonaba algo así como: “Man quitao mi casa”.
Cruzó la calle corriendo sin mirar si venía algún coche, y estaba golpeando la puerta de una casa justo enfrente de las ruinas. “Maaa, maaa, maaa...”, la puerta se abrió y allí estaba parada una mujer que con un brazo cogió a la niña y con el otro cerró la puerta mientras la niña se lamentaba de que le habían quitado su casa de tierra, le habían quitado su casa. Y desde una de las ventanas de arriba llegó nuevamente su llanto, su casa, su casa de tierra, “ellos” le habían quitado su casa.

lunes, 16 de junio de 2008

Horacio Quiroga


El infierno artificial

Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los pulgares del pie doblados hacia abajo.
No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa del cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el anestésico, y cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente suelta. Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es grande, escoge el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.
El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas singulares.
Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta una tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos -inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja, y a su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado en él.
...¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera.
Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada enloquecida de ansia.
Es todo cuanto queda de un cocainómano.
-¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!
El sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría a disolver con la saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformo prohibido. Es, pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante.
Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del cementerio le ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?...
-¡Por las fisuras craneanas!... ¡Pronto!
¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, de rodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de la jeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas.
Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que el hombrecillo se adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia, ¿qué molécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza?
El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el menor rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, se entremordían con perezosa voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos no fueran casi todos femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa sorpresa.
-Y eso, así... ¿la cocaína? -murmuró.
La voz de adentro sonó con inefable encanto.
-¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años, desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de una gota!... Sí, es por la cocaína... ¿Y usted? Yo conozco ese olor... ¿cloroformo?
-Sí -repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad de su paraíso artificial. Y agregó en voz baja:- El cloroformo también... Me mataría antes que dejarlo.
La voz sonó un poco burlona.
-¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esos vecinos míos... Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.
-Es cierto; -pensó el sepulturero- acabarían conmigo.
Pero el otro no se había rendido. Ardía aún después de ocho años aquella pasión que había resistido a la falta misma del vaso de deleite; que ultrapasaba la muerte capital del organismo que la creó, la sostuvo, y no fue capaz de aniquilarla consigo; que sobrevivía monstruosamente de sí misma, transmutando el ansia causal en supremo goce final, manteniéndose ante la eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.
La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún burlona.
-Usted se mataría... ¡Linda cosa! Yo también me maté... ¡Ah, le interesa! ¿verdad? Pero somos de distinta pasta... Sin embargo, traiga su cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va de su droga a la cocaína. Vaya.
El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo, apoyado en los codos y el frasco bajo las narices, esperó.
-¡Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina... ¿Usted conoce el amor por los perfumes? ¿No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga, entonces. A los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer adorable y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo, nuestra casa era demasiado grande para nosotros. Usted ha visto. Usted no... en fin... ha visto que las salas lujosamente puestas parecen más solitarias e inútiles. Sobre todo solitarias. Todo nuestro palacio vivía así en silencio su estéril y fúnebre lujo.
Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fue con su hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos quedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dio de mamar a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir ocho horas después, envenenada por la leche de la madre.
Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos días, nuestra casa quedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi mujer estaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un ruido. Y dos días antes teníamos tres hijos...
Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un ataque cerebral, y yo acudí a la morfina.
-Deje eso -me dijo el médico- no es para usted.
-¿Qué, entonces? -le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de mi casa que continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.
El hombre se compadeció.
-Prueba sulfonal, cualquier cosa... Pero sus nervios no darán.
Sulfonal, brional, estramonio...¡bah! ¡Ah, la cocaína! Cuánto de infinito va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama vacía, al radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola gota de cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso, momentos antes; súbita y llana confianza en la vida, ahora; instantáneo rebrote de ilusiones que acercan el porvenir a diez centímetros del alma abierta, todo esto se precipita en las venas por entre la aguja de platino. ¡Y su cloroformo!... Mi mujer murió. Durante dos años gasté en cocaína muchísimo más de lo que usted puede imaginarse. ¿Sabe usted algo de tolerancias? Cinco centigramos de morfina acaban fatalmente con un individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante quince años dos gramos por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis mortal.
Pero eso se paga. En mí, la verdad de las cosas lúgubres, contenida, emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve más nervios retorcidos que echar por delante a las horribles alucinaciones que me asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuera el demonio, sin resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína, un mes entero. Y caía otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día, qué sufrimiento, qué angustia, qué sudor de agonía se siente cuando se pretende suprimir un solo día la droga!
Al fin, envenenado hasta lo más íntimo de mi ser, preñado de torturas y fantasmas, convertido en un tembloroso despojo humano; sin sangre, sin vida-miseria a que la cocaína prestaba diez veces por día radiante disfraz, para hundirme en seguida en un estupor cada vez más hondo, al fin un resto de dignidad me lanzó a un sanatorio, me entregué atado de pies y manos para la curación.
Allí, bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado constantemente para que no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente a descocainizarme.
¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el heroísmo para entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo un frasquito con cocaína... Ahora calcule usted lo que es pasión.
Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí inyectándome. Un largo viaje emprendido diome no sé qué misteriosas fuerzas de reacción, y me enamoré entonces.
La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa fija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se resquebrajaba visiblemente.
-Sí -prosiguió la voz- es el principio... Concluiré de una vez. A usted, un colega, le debo toda esta historia.
Los padres hicieron cuanto es posible para resistir: ¡un morfinómano, o cosa así! Para la fatalidad mía, de ella, de todos, había puesto en mi camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No tenía sino diez y ocho años. El lujo era para ella lo que el cristal tallado para una esencia: su envase natural.
La primera vez que, habiéndome yo olvidado de darme una nueva inyección antes de entrar, me vio decaer bruscamente en su presencia, idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes, bellos y espantados. ¡Curiosamente espantados! Me vio, pálida y sin moverse, darme la inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de mirarme. Y tras aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a mi vez la tara neurótica, al tío internado, y a su hermano menor epiléptico...
Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume favorito; había leído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre hipnóticos.
Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites de la vida de un modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente, cuanto más extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendo toda otra pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso artificial.
En veinte días, aquel encanto de cuerpo, belleza, juventud y elegancia, quedó suspenso del aliento embriagador de los perfumes. Comenzó a vivir, como yo con la cocaína, en el cielo delirante de su Jicky.
Al fin nos pareció peligroso el mutuo sonambulismo en su casa, por fugaz que fuera, y decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor que mi propia casa, de la que nada había tocado, y a la que no había vuelto más. Se llevaron anchos y bajos divanes a la sala; y allí, en el mismo silencio y la misma suntuosidad fúnebre que había incubado la muerte de mis hijos; en la profunda quietud de la sala, con lámpara encendida a la una de la tarde; bajo la atmósfera pesada de perfumes, vivimos horas y horas nuestro fraternal y taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos abiertos, pálido como la muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo bajo las narices, con su mano helada, el frasco de Jicky.
Porque no había en nosotros el menor rastro de deseo -¡y cuán hermosa estaba con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, el ardiente lujo de su falda inmaculada!
Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin llegar yo jamás a explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y garden party debió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasiones llegaba al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los ojos entornados, al sonambulismo de su Jicky.
Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones inexplicables con que los organismos envenenados lanzan en explosión sus reservas de defensa -los morfinómanos las conocen bien!- sentí todo el profundo goce que había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y ocho años, admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como nunca, su belleza surgía pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la sala iluminada. Tan brusca fue la sacudida, que me hallé sentado en el diván, mirándola. ¡Diez y ocho años... y con esa hermosura!
Ella me vio llegar sin hacer un movimiento, y al inclinarme me miró con fría extrañeza.
-Sí... -murmuré.
-No, no... -repuso ella con la voz blanca, esquivando la boca en pesados movimiento de su cabellera.
Al fin, al fin echó la cabeza atrás y cedió cerrando los ojos.
¡Ah! ¡Para qué haber resucitado un instante, si mi potencia viril, si mi orgullo de varón no revivía más! ¡Estaba muerto para siempre, ahogado, disuelto en el mar de cocaína! Caí a su lado, sentado en el suelo, y hundí la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en hondo silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil, los ojos abiertos fijos en el techo.
Pero ese fustazo de reacción que había encendido un efímero relámpago de ruina sensorial, traía también a flor de conciencia cuanto de honor masculino y vergüenza viril agonizaba en mí. El fracaso de un día en el sanatorio, y el diario ante mi propia dignidad, no eran nada en comparación del de ese momento, ¿comprende usted? ¡Para qué vivir, si el infierno artificial en que me había precipitado y del que no podía salir, era incapaz de absorberme del todo! ¡Y me había soltado un instante, para hundirme en ese final!
Me levanté y fui adentro, a las piezas bien conocidas, donde aún estaba mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.
-Matémonos -le dije.
Entreabrió los ojos, y durante un minuto no apartó la mirada de mí. Su frente límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado éxtasis:
-Matémonos -murmuró.
Recorrió en seguida con la vista el fúnebre lujo de la sala, en que la lámpara ardía con alta luz, y contrajo ligeramente el ceño.
-Aquí no -agregó.
Salimos juntos, pesados aún de alucinación, y atravesamos la casa resonante, pieza tras pieza. Al fin ella se apoyó contra una puerta y cerró los ojos. Cayó a lo largo de la pared. Volví el arma contra mí mismo, y me maté a mi vez.
Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el corazón tuvo dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi cerebro y en mis nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de que la vida volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida. ¡Me había matado, pero yo la había muerto a mi vez!
¡Y me equivoqué! Porque un instante después pude ver, entrando vacilantes y de la mano, por la puerta de la sala, a nuestros cuerpos muertos, que volvían obstinados...
La voz se quebró de golpe.
-¡Cocaína, por favor! ¡Un poco de cocaína!

martes, 3 de junio de 2008

Carlos Fuentes

La muñeca reina
I
Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían reproducido un espectro de la caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la decepcionante realidad de la primera función de ballet a la que somos conducidos. Era un libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y relataba una serie de historias ejemplares más o menos truculentas que poseían la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, así como las que de buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Y detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía indicar, sin duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas leyendo libros que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que sólo de mi imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que bogaban el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos? Prendido al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al principio no escuché los pasos ligeros que, después de correr sobre la grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la oreja con los vilanos de un amargón que la niña soplaba hacia mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste, parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo recordarla detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en el lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín, sino en otra parte, quizás en el jardín de la casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas. Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones abombados; sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el mentón; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los árboles, dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte más allá de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo, nada. Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero también su manera de estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque mi lectura alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado. Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de apoyo para mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia infancia irresuelta y el mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.
Entonces no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras -la palabra me trastornaba- que asumían el disfraz de la Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones mitológicas -mitad seres reconocibles, mitad salamandras de pechos blancos y vientres húmedos- que esperaban a los monarcas en sus lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la niña, y de allí a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una flaqueza. Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos habíamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella caímos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retiré con enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró, acariciándose la rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la tarjeta o guardarla en las páginas del libro. Las tardes de la granja. Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella no regresó al parque. Yo, a los pocos días, salí de vacaciones y después regresé a los deberes del primer año de bachillerato. Nunca la volví a ver.

II
Y ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado y muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un pequeño jardín rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos árboles viejos y descuidados, adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que me obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde, nunca existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina... ¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subía durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos juntos? Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se empeñaba en darle.
Me buscas aquí como te lo divujo. Entonces habría que cruzar el jardín, dejar atrás el bosque, descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese breve campo de avellanos -era aquí, seguramente, donde la niña recogía los pétalos blancos-, abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar, saber, encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la adolescencia, como por milagro, habían logrado suspender los latidos de la ciudad circundante, anular esa marea de pitazos, campanadas, voces, llantos, motores, radios, imprecaciones: ¿cuál era el verdadero imán: el jardín silencioso o la ciudad febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de mirar el iris rojo que detiene el tránsito. Consulto el papelito de Amilamia. Al fin y al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero imán del momento que vivo, y sólo pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes perdidas de los catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la disciplina y ahora, a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un despacho, asegurado de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que mantener, ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado por alguna salida eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción central como las que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia. Recorro la calle de este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden monótonamente, con sus largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el martilleo de un zapatero allá. En las cerradas laterales, juegan los niños del barrio. La música de un organillo llega a mis oídos, mezclada con las voces de las rondas. Me detengo un instante a verlos, con la sensación, también fugaz, de que entre esos grupos de niños estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados, colgada de las piernas desde un balcón, afecta siempre a sus extravagancias acrobáticas, con la bolsa del delantal llena de pétalos blancos. Sonrío y por vez primera quiero imaginar a la señorita de veintidós años que, si aún vive en la dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o acaso habrá olvidado las tardes pasadas en el jardín.
La casa es idéntica a las demás. El portón, dos ventanas enrejadas, con los batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal neoclásico que debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua, el cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme de cualquier ilusión. Amilamia ya no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer quince años en la misma casa? Además, pese a su independencia y soledad prematuras, parecía una niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no es elegante; los padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los nuevos inquilinos saben a dónde.
Aprieto el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie esté en casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque ya no será posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que sólo importaba por su sorpresa fugaz.
Vuelvo a tocar. Acerco la oreja al portón y me siento sorprendido: una respiración ronca y entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso, acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones resquebrajados del zaguán.
-Buenas tardes. ¿Podría decirme...?
Al escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de nuevo el timbre, esta vez gritando:
-¡Oiga! ¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?
No obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados. Me retiro del portón, sin alejar la mirada de las mínimas rendijas, como si la distancia pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda la atención fija en esa puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atrás; un grito agudo me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo, aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil que se aleja por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más que seguridad, me ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser la de Amilamia. Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa tendida. No sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé; yo veo ese pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel que se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.

III
En el Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un señor R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben. ¿Quién es Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido presentarme calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo del Registro y el sol me ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol brumoso y tamizado por las nubes bajas -y por ello más intenso- con el deseo de regresar al parque sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de saber si Amilamia vive en esa casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos durante la noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una niña de siete años que yo había conocido catorce o quince antes... Tendría una hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una niña que quizás se vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos juegos, ¿quién sabe?, iba al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el portón de la casa. Toco el timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he equivocado. Abre la puerta una mujer que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta en un chal, vestida de negro y con zapatos de tacón bajo, sin maquillaje, con el pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.
-¿Deseaba?
-Me envía el señor Valdivia. -Toso y me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi papel.
-¿Valdivia? -La mujer me interroga sin alarma; sin interés.
-Sí. El dueño de la casa.
Una cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro. Me mira impávida.
-Ah sí. El dueño de la casa.
-¿Me permite?...
Creo que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con un gesto de la mano me invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al lado hay una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a la señora que me sigue con paso menudo:
-¿Por aquí?
La señora asiente y por primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una camándula con la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos rosarios desde mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y decidida con que la señora abre la puerta me impide la conversación gratuita. Entramos a un aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los batientes, pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen en los macetones de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala un viejo sofá de alto respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los escasos muebles o las plantas lo que llama mi atención. La señora me invita a tomar asiento en el sofá antes de que ella lo haga en la mecedora.
A mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.
-El señor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.
La señora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones cómicos.
-La manda saludar y...
Me detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella continúa meciéndose. La revista está garabateada con un lápiz rojo.
-...y me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días...
Mis ojos buscan rápidamente.
-...Debe hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece que no se hace desde... ¿Ustedes llevan viviendo aquí...?
Sí; ese lápiz labial romo está tirado debajo del asiento. Y si la señora sonríe lo hace con las manos lentas que acarician la camándula: allí siento, por un instante, una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta vez me contesta.
-...¿por lo menos quince años, no es cierto...?
No afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no hay la menor señal de pintura...
-...¿usted, su marido y...?
Me mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe. Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario, yo inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me levanto.
-Entonces, regresaré esta misma tarde con mis papeles...
La señora asiente mientras, en silencio, recoge el lápiz labial, toma la revista de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.
IV
La escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de las tablas opacas del piso y la extensión de la estancia, la señora se mece y roza con las yemas de los dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se incorpora, apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora y ajustándose el chal a las espaldas estrechas y huesudas.
Abre la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero la mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de la sala. La otra ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni repisas. Sobre la mesa sólo hay un frutero de plástico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a romper el orden: es evidente que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que deseo saber.
-¿No podríamos subir a la azotea? -pregunto-. Creo que es la mejor manera de cubrir la superficie total.
La señora me mira con un destello fino y contrastado, quizás, con la penumbra del comedor.
-¿Para qué? -dice, por fin-. La extensión la sabe bien el señor... Valdivia...
Y esas pausas, una antes y otra después del nombre del propietario, son los primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en defensa, a recurrir a cierta ironía.
-No sé -hago un esfuerzo por sonreír-. Quizás prefiero ir de arriba hacia abajo y no... -mi falsa sonrisa se va derritiendo-... de abajo hacia arriba.
-Usted seguirá mis indicaciones -dice la señora con los brazos cruzados sobre el regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.
Antes de sonreír débilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta el cuaderno y sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la mirada, los números y apreciaciones de esta tarea cuya ficción -me lo dice el ligero rubor de las mejillas, la definida sequedad de la lengua- no engaña a nadie. Y al llenar la página cuadriculada de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas algebraicas, me pregunto qué cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia y salir de aquí con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la certeza de que por ese camino, si bien obtendría un respuesta, no sabría la verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario ramplón y habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad para convertirse en un lugar común del misterio Tal es la paradoja, y si las memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginación seguiré las reglas del juego, agotaré las apariencia y no reposaré hasta encontrar la respuesta -quizá simple y clara, inmediata y evidente- a través de los inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es así, sólo gozaré más en los laberintos de mi invención. Y la moscas zumban alrededor del frutero, pero se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo mordisqueado -me acerco con el pretexto de mis notas- por unos dientecillos que han dejado su huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No miro hacia donde está la señora. Finjo que sigo anotando. La fruta parece mordida pero no tocada. Me agacho para verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los labios como si quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y veo otra huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que llegan hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo largo del piso, hacía donde está la señora...
Cierro mi libro de notas.
-Continuemos, señora.
Al darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están escondidos por esos párpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes similares a un cuello de tortuga vieja, que no obstante parece seguir mis movimientos. Las mejillas mal afeitadas, hendidas por mil surcos grises, cuelgan de los pómulos salientes y las manos verdosas están escondidas entre las axilas: viste una camisa burda, azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil (como si la respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los resquicios del zaguán.
Ridículamente, murmuró: -Buenas tardes... -y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio, Amilamia, el avalúo, las pistas. La aparición de este lobo asmático justifica un pronta huida. Repito "Buenas tardes", ahora en son de despedida. La máscara de la tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa carne parece fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo se alarga y me detiene.
-Valdivia murió hace cuatro años -dice el hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en las entrañas y no en la laringe: una voz tipluda y débil.
Arrestado por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los rostros de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo, fingir por última vez, inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:
-Amilamia...
Sí: nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi brazo afirma su fuerza sólo por un instante, en seguida afloja y al fin cae, débil y tembloroso, antes de levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja por primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido seco que no logra descomponer el azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi invención, súbitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que apenas pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena de vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar la intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo no tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de notas en la bolsa del saco. Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la revista de dibujos, el lápiz labial, la fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el delantal de cuadros azules... Decido salir de esta casa sin decir nada. El viejo, detrás de los párpados gruesos, ha debido fijarse en mí. El resuello tipludo me dice:
-¿Usted la conoció?
Ese pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?
-Sí, jugamos juntos en el parque. Hace mucho.
-¿Qué edad tenía ella? -dice, con la voz aún más apagada, el viejo.
-Tendría siete años. Sí, no más de siete.
La voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:
-¿Cómo era, señor? Díganos cómo era, por favor...
Cierro los ojos. -Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era una colina de hierba y Amilamia había trazado un sendero con sus idas y venidas y me saludaba desde lo alto antes de bajar, acompañada por la música, sí, la música de mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los olores de mi tacto... mi alucinación... ¿me escuchan?... bajaba saludando, vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules... el que ustedes tienen tendido en la azotea...
Toman mis brazos y no abro los ojos.
-¿Cómo era, señor?
-Tenía los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la sombra de los árboles...
Me conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer...
-Díganos, por favor...
-El aire la hacía llorar cuando corría; llegaba hasta mi banca con las mejillas plateadas por un llanto alegre...
No abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro manos guían mi cuerpo.
-¿Cómo era, cómo era?
-Se sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las ramas y fingía el llanto para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.
Los goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado como un cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella muerta. Las manos me sueltan. Más que el llanto, es el temblor de los viejos lo que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea primero, en seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen una piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo, templo de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las uñas incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su rastro de cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de allí, del sol de la vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los cirios y entre las flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados, los aros de colores y los globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes; los caballos de madera con las crines destrozadas, los patines del diablo, las muñecas despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos de hule perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar roldas, los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos gastados, el triciclo -¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas, abajo-, los zapatitos de cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del féretro plateado y entre las sábanas de seda negra y junto al acolchado de raso blanco, ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con tintes de color de rosa: cejas que el más leve pincel trazó, párpados cerrados, pestañas reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan saludables como en los días del parque. Labios serios, rojos, casi en el puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que yo me acercara a jugar. Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre, estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber, limpio, dócil.
Los viejos se han hincado, sollozando.
Yo alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Aparto los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la muñeca.
Y la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y la peste del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de Amilamia. La mano de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz apagada:
-No vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.
Toco la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo, hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al patio, a la calle.
V
Si no un año, sí han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatría ha dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente, han vencido a los espectros de un culto enfermo. La imagen de la vida es más poderosa que la otra. Me digo que viviré para siempre con mi verdadera Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a repasar aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos del avalúo. Y de sus páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible caligrafía infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al recogerla. Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de todo, aceptarían este regalo.
Me pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y ofrecerles ese papel con la letra de la niña?
Me acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez mágica, ese olor de bendición mojada que parece remover los humus y precipitar las fermentaciones de todo lo que existe con una raíz en el polvo.
Toco el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y espero que la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto las solapas del saco. También mi ropa, mi cuerpo, transforman su olor al contacto con la lluvia. La puerta se abre.
-¿Qué quiere usted? ¡Qué bueno que vino!
Sobre la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla y me sonríe con una mueca inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de coquetería el delantal de cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa del delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero también anhelante, ahora miedoso.
-No, Carlos. Vete. No vuelvas más.
Y desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez más cerca:
-¿Dónde estás? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?
Y el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y las pequeñas manos asustadas dejan caer sobre las losas húmedas la revista de historietas.