lunes, 8 de agosto de 2011

ROBERT A. HEINLEIN

LAS VERDES COLINAS DE LA TIERRA


I

Esta es la historia de Rhysling, el Cantor Ciego de los Espacios, pero no en su versión oficial. En el colegio se cantan sus palabras:

Oremos por un último aterrizaje
en el globo que me vio nacer;
déjame posar mis ojos en los cielos aborregados
y las frescas y verdes colinas de la Tierra.

O quizá cantéis en francés, o en alemán. O acaso en esperanto, mientras el arco iris de la Tierra se extiende sobre nuestras cabezas.

El lenguaje no tiene importancia, era con toda certeza una lengua terrestre. Nadie ha traducido jamás «Verdes colinas» al suave idioma venusiano, jamás un marciano lo ha croado ni susurrado en los áridos corredores. Es nuestro. Nosotros, los habitantes de la Tierra, lo hemos exportado todo, desde las películas de Hollywood a las substancias radiactivas sintéticas, pero esto pertenece exclusivamente a la Tierra, y a sus hijos e hijas doquiera que se encuentren.

Todos hemos oído referir muchas historias de Rhysling. Cualquiera de vosotros puede incluso ser uno de los muchos que han tratado de graduarse o sed aclamados a través de versiones escolares de sus obras publicadas... Canciones del Espacio, El Gran Canal y otros Poemas, Alto y Lejos y ¡Arriba, Nave!

Sin embargo, pese a que habéis cantado sus canciones y leído sus versos en el colegio y otros sitios toda vuestra vida, podría hacerse una ventajosa apuesta, a menos que seáis también un hombre del espacio, de que no habéis oído siquiera hablar de la mayoría de las canciones inéditas de Rhysling, como, por ejemplo, Desde que el avión se encontró con mi primo, la muchacha pelirroja del Venusberg, ¡Conserva los pantalones Capitán! o Un traje del espacio para dos.

Ni es posible tampoco insertarías en una revista familiar.

La reputación de Rhysling quedó protegida por un cuidadoso ejecutor testamentario y por la feliz casualidad de que no fue nunca intentado. Canciones de los Espacios apareció la semana de su muerte cuando llegó a ser un «best seller», las historias publicitarias que le hacían referencia fueron reunidas en lo que el público recordaba acerca de él, más las anécdotas subidas de color que fueron añadidas por sus editores. La imagen pictórica resultante de Rhysling es tan auténtica como el hacha de Jorge Washington o las galletas de King Georges.

En la realidad, no os hubiera gustado verlo en vuestros salones; no era socialmente aceptable, tenía quemaduras de sol, unas quemaduras permanentes que se rascaba continuamente, y no añadían nada a su despreciable belleza. Su retrato, pintado por Van der Voort para la centésima edición Harriman de sus obras maestras, muestra una figura de tragedia griega, una boca solemne, unos ojos sin vista, ocultos por una venda de seda negra. ¡No era nunca solemne! Tenía la boca siempre abierta, cantando, riendo, bebiendo o comiendo. La venda solía ser un harapo, generalmente sucio. Cuando perdió la vista, se fue volviendo más y más descuidado de su persona.,

"Noysi" Rhysling era un aviador a chorro, de segunda clase, con unos ojos tan buenos como los vuestros, que había firmado para un vuelo circu1ar a los asteroides de Júpiter en el R.S. Goshawk. Las tripulaciones firmaban relevos para cualquier cosa en aquellos días; un asociado de 1os Uoyds se hubiera reído en vuestras barbas si le hubieseis hablado de asegurar un hombre del espacio. Del Acta de Precaución del Espacio no había oído hablar nadie, y la Compañía respondía únicamente de los sueldos cuando había lugar a ello. La mitad de las naves que fueron más allá de Luna City no regresaron nunca. A los hombres del espacio no les importaba; de preferencia firmaban a cambio de acciones y, cualquiera de ellos hubiera estado dispuesto a apostar que era capaz de saltar del piso 200 de Harrirnan Tower, a poco que les hubieseis ofrecido tres a dos y pudiese gastar suelas de goma para el aterrizaje.

Los aviadores a chorro eran los más despreocupados de todos y los más ínfimos. Comparados con ellos, los capitanes, operadores de radar y astrogadores (no había cenas ni camareros en aquellos días), eran pacíficos vegetarianos. Los aviadores a chorro sabían demasíado. Los otros confiaban en la pericia del capitán para llevarlos, salvos y sanos a tierra; los aviadores a chorro sabían que la pericia era inútil contra los ciegos y caprichosos demonios encadenados en el interior de los cohetes del motor.

La Goshawk fue la primera de las naves de Harriman que fue convertida de combustible químico a pilas de energía atómica, o, mejor dicho, la primera que no saltó en pedazos. Rhysling la conocía muy bien; era una vieja unidad que había realizado el circuito de Luna City, estación del espacio de SupraNueva York a Leyyport y regresó antes de ser convertida en nave del espacio. Cuando abandonó el recorrido de la Luna, realizó su primer viaje al espacio profundo. Itywatets, en Marte, y regresó con asombro de todos.

En los tiempos en que se enganchaban para la vuelta a Júpiter, hubiera sido nombrado seguramente ingeniero jefe, pero después del viaje de exploración de Drywaters, había sido despedido, puesto en la lista negra y desembarrado en Luna City por haber pasado el tiempo escribiendo canciones y versos cuando hubiera debido estar vigilando sus instrumentos. La Canción se llamaba El capitán es un padre para sus hombres; con el escandaloso e impublicable estribillo final.

La lista negra no lo inquietó. Ganó un acordeón en la barraca de un chino en Luna City, haciendo trampas, y desde entonces anduvo cantando a cambio de bebidas y propinas hasta que un súbito roce entre aviadores fue causa de que el agente de la Compañía le diese otra oportunidad de probar suerte. Estuvo un par de años alejado de la Luna, volvió al espació abierto, contribuyó a dar a Venusberg su original y madura reputación, recorrió las orillas del Gran Canal cuando se estableció una segunda colonia en la antigua capital de Marte y se heló los pies y las orejas durante el segundo viaje a Titán.

Las cosas iban aprisa en aquellos tiempos. Una vez la locomoción por pilas de energia fue aceptada, el número de naves que emprendieron el recorrido del sistema Luna-Tierra quedó limitado únicamente por el número de tripulaciones disponibles. Los aviadores a chorro eran escasos; las precauciones eran reducidas a un mínimo para evitar peso y todos hombres casados no querían correr el posible riesgo de una exposición a la radiactividad. Rhysling no tenía ninguna intención de ser padre de familia, de manera que los empleos estuvieron siempre a su disposición durante los días de bullicioso apogeo. Cruzó y volvió a cruzar el sistema solar, cantando las monstruosidades que le pasaban por el cerebro y acompañándose al acordeón.

El capitán del Goshawk le conocía; el capitán Hicks había sido astrogador durante el viaje de Rhysling en la nave.

-Bienvenido a bordo, "Noisy" - lo había saludado Hicks -. ¿Está usted sereno o firmo el rol por usted?

-Es imposible émborracharse con el jugo de chinches ese que venden aquí, capitán.

Firmó y se fue abajo, acompañado de su acordeón. Diez minutos después regresaba.

- Capitán - dijo sombríamente -, el chorro número dos no está en condiciones, los reguladores de cadmio están torcidos.

- ¿Por qué me lo dice usted a mí? ¡Dígaselo al jefe!

- Se lo he dicho, pero dice que funcionaran. se equivoca.

El capitán se inclinó sobre el rol.

- Borre su nombre y lárguese. Zarpamos dentro de treinta minutos.

Rhysling lo miró, se encogió de hombros y se volvió abajo.

Hay un buen salto hasta los planetoides de Júpiter. Una nave del tipo Hawk tiene que lanzar explosiones durante tres guardias antes de entrar en vuelo libre. Rhysling tenía la segunda guardia. La regulación se hacía entonces a mano, con un mecanismo de multiplicación y una válvula de seguridad. Cuando la válvula se puso roja, trató de corregirla... y no tuvo suerte.

Los aviadores a chorro no esperan; por esto son aviadores a chorro. Se precipitó hacia el armario de herramientas y se lanzó contra la válvula con las tenazas. las luces se apagaron, pero él siguió trabajando. Un aviador a chorro tiene que conocer el cuarto de máquinas como la lengua conoce el interior de la copa. En el momento de apagarse las luces dirigió una rápida mirada por encima del colector de plomo. El resplandor radiactivo azul no le ayudó en absoluto; echó la cabeza atrás y siguió orientándose por el tacto. Una vez hubo llegado donde quería, dijo por el tubo:

- ¡Chorro número dos fuera de servicio! Y por lo que más quieran, tráiganme un poco de luz aquí...

Había luz en el circuito de urgencia, pero no para él. El resplandor azul radiactivo fue la última cosa a los que respondió su nervio óptico.

II

"Mientras el Tiempo y el Espacio se arquean de nuevo para formar esta estrellada escena;
las tranquilas lágrimas del trágico júbilo siguen vertiendo su plateado resplandor;
a lo largo del Gran Canal se yerguen todavía las frágiles Torres de la Verdad;
su alada gracia defiende este lugar de belleza, suave y serena.
- Quebrantados los huesos de la raza que elevó estas Torres; olvidas son sus ciencias;
ha tiempo desaparecieron los dioses que vertieron lágrimas que lamieran estas cristalinas riberas.
- Lentas pulsaciones del corazón de Marte, agotado por el tiempo bajo estos cielos helados;
el aire tenue susurra sin ver que todo lo que vive tiene que morir...
Pero todavia las agujas de encaje de la Verdad cantan madrigales de belleza.
Y morará para siempre jamás en las orillas del Gran canal

(De "El Gran Canal", con autorización de "Lux Tranacriptions Ltd.", Londres y Luna City.)

Durante el vuelo de regreso desembarcaron a Rhysling en Marte, en Drywaters; los muchachos pasaron el sombrero y el capitán dejó caer en él la paga de medio mes. Eso fué todo... finis, otra victima del espacio que no tuvo la buena suerte de acabar su carrera cuando la suerte lo abandonó. Estuvo con los investigadores y arqueólogos durante un mes o dos y hubiera podido permanecer probablemente más a cambio de sus canciones y su acordeón, pero los hombres del espacio mueren si permanecen en un sitio; embarcó en otra nave en Drywaters y de allí fue a Marsópolis.

La capital estaba en plena prosperidad. Las progresivas instalaciones flanqueaban el Gran Canal por ambas orillas y mancillaban las antiguas aguas con la suciedad de sus detritus. Esto ocurría antes de que el Tratado de los Tres Planetas prohibiese deteriorar reliquias culturales con fines comerciales; la mitad de las esbeltas y maravillosas torres habían sido derribadas, otras estaban desfiguradas para adaptarlas a las viviendas presurizadas de los terrestres.

Pero Rhysling no vio jamás ninguno de aquellos cambios, nadie le hizo una descripción de ellos; cuando de nuevo vio Marsópolis lo imaginó como había sido, antes de que fuese racionalizado para el comercio. Tenía buena memoria. Se detuvo en la explanada ribereña donde los antiguos grandes de Marte habían distraído sus ocios y vio su belleza desplegarse ante sus ojos ciegos; helada llanura azul no turbada por las mareas, inmaculada por la brisa, reflejando serenamente las agudas y brillantes estrellas del cielo marciano, y más allá de las aguas, los arbotantes de encaje y las aladas torres de una arquitectura demasiado delicada para nuestro vulgar y pesado planeta.

El resultado fue El Gran Canal.

El sutil cambio de orientación que le permitía ver belleza donde no la había ya, comenzaba ahora a afectar toda su vida. Todas las mujeres eran bellas para él . Las reconocía por la voz, amoldando sus facciones a sus sonidos. Un espíritu muy mezquino tiene que ser quien sea capaz de hablar a un ciego de otra forma que con suave gentileza; arpías que no daban punto de reposo a sus maridos, suavizaban su voz al hablar con Rhysling.

Poblaba este mundo de bellas mujeres y hombres amables La Oscura Estrella Fugaz, EL Cabello de Berenice, Canción de Muerte de un Potro Salvaje,y sus demás canciones de amor de los vagabundos; los aviadores del espacio sin mujeres, eran la consecuencia directa del hecho de que su concepto de las cosas no estaba mancillado por las abyectas verdades. Todo suavizaba su aproximación a aquélla; cambiaba su obstinación en verso, y algunas veces incluso en poseía.

Disponía de mucho tiempo para pensar, tiempo, para evocar todas las palabras bellas y obstinarse en un verso hasta que sonaba bien a sus oídos. El monótono compás de Canción de Chorro...

"Cuando el campo está libre, los informes ya listos cuando la compuerta se cierra y las luces brillan verdes,
Cuando la comprobación está hecha, cuando es hora de orar,
Cuando el capitán asiente, cuando la nave zarpa…
¡Oye los chorros! ¡
¡Óyelos roncar a tu espalda
Cuando estás atado a tu sillón!
¡Siente tus costillas aplastar tu pecho,
siente tu cuello crujir y descansar!
¡Siente el dolor en tu nave,
Siente la tensión de su fuerza!
¡Sientela elevarse! ¡Siéntela avanzar!
¡Acero potente, cobra vida, Bajo los chorros!"

…se le ocurrió, no mientras era a su vez un aviador a chorro, sino más tarde, cuando andaba errante de a Venus haciendo compañía a un viejo compañero de guardia.

En los bares de Venusberg cantó su nueva canción y algunas de las antiguas. Alguien pasaba el sombrero por el; solía regresar con la remuneración normal de un trovador, doblada o triplicada como reconocimiento al galante espíritu que se ocultaba tras aquellos ojos vendados.

Era una vida fácil. Cualquier puerto del espacio era su hogar y cualquier nave su vehículo privado. No habia capitán capaz de negarse a llevar el excedente de peso del ciego Rhysling y su caja de música; saltaba de Venusberg a Leyport, de Leyport Driwaters a New Shanghai o regreso según era su antojo.

Jamás se acercó a la Tierra a menos de la estación del espacio de Supra-Nueva York. Incluso cuando fírmó el contrato de las Canciones del Espacio puso su impresión digital en un camarote de primera de una nave, entre Lima City y Ganimedes. Horowitz, el editor original, estaba a bordo durante su segunda luna de miel y oyó a Rhysling cantar durante una fiesta. Horowitz era hombre muy ducho en materia publicitaria; en cuanto lo oyó, el contenido íntegro de las canciones pasó ciertamente a la cinta magnetofónica de la sala de comunicaciones de la nave antes de perder a Rhysling de vista. Los siguientes tres volúmenes fueron sacados a Rhysling en Venusberg, donde Horowitz había mandado a un agente para que lo hiciese beber hasta que hubiese cantado todo lo que pudiese recordar.

UP SHIP! (¡Arriba, nave!) no es una composición característica de Rhysling. La mayor parte es suya, -no cabe duda, y Canciones de Chorro es indiscutiblemente suya, pero la mayoría de los versos fueron recopilados después de su muerte por gente que lo había conocido durante sus andanzas.

Las Verdes Colinas de la Tierra fueron creciendo durante veinte años. La forma primitiva qué conocemos fue compuesta antes de quedarse ciego, durante una francachela en compañía de algunos de los desdentados habitantes de Venus. Los versos hacían principalmente referencia a las cosas que los trabajadores pensaban hacer en la Tierra cuando una vez pagadas sus deudas, podían regresar a ella con permiso. Algunas de las estrofas eran vulgares, otras no, pero el coro era identificable con el de las Verdes Colinas.

Sabemos exactamente de dónde y cuándo vino la forma final de Verdes Colinas.

En Venus, Ellis - Island, se encontraba una nave despachada para el salto directo a los Grandes Lagos, IIIinois. Era el viejo Falcon el más reciente de los tipo Hawk y la primera nave a la que se aplico la nueva política del Trust Harriman de tarifa extraordinaria del servicio exprés entre las ciudades de la Tierra y cualquier colonia con paradas previstas.

Rhysling decidió regresar a la Tierra quizá su propia canción se le había metido en el alma, o acaso fuese tan sólo el deseo de volver a ver sus Ozarks natales.

La Compañía no autorizaba ya viajeros gratis; Rhysling lo sabía, pero jamás se le ocurrió que la medida pudiese aplicarse a él. Se iba haciendo viejo, Era un hombre del espacio, ¿y estaba un poco engreído de sus privilegios. No era una cosa senil, sabia simplemente que era uno de los jalones del espacio como el cometa Halley, los Anillos y la Sierra de Brewstet Entraba en el alojamiento de la tripulación en cualquier puerto, bajaba y se encontraba como en su casa en la primera litera de aceleración.

El capitán lo encontró en el momento que hacia su última vuelta de inspección.

¿Que hace usted aquí? - le preguntó.

Vuelvo otra vez a la Tierra capitán.

Rhysling no necesitaba ojos para ver los cuatro galones de un capitán.

No puede usted volver en esta nave, ya conoce el reglamento. Levante una pierna y lárguese de aquí. Vamos a arrancar en enseguida.

E1 capitán era joven; había entrado en servicio cuando Rhysling había abandonado ya el activo, pero Rhysling conocía el tipo... cinco años de Harriman Hall con solo algunos viajes de prácticas como cadete en lugar de una sólida y profunda experiencia del espacio. Los dos hombres no tenían ninguna semejanza, ni de fondo ni de espíritu; el espacio cambiaba.

- Veamos, capitán, no le va usted a negar a un viejo el regresar a casa.

El capitán vacilaba; algunos tripulantes se habían detenido a escuchar.

- No puedo; "Acta de Precaución del Espacio cláusula Seis». Nadie puede penetrar en el espacio fuera de un miembro enrolado de la tripulación de una nave registrada, o como pasajero de pago de tal nave, de acuerdo con los reglamentos establecidos, de acuerdo con esta Acta. Levántese y márchese.

Rhysling retrocedió, poniéndose las manos detrás dé la cabeza.

- Si tengo que marcharme, maldito sea si camino. Que me lleven.

- ¡Oficial de guardia! - gritó el capitán -. ¡llévese a este hombre!

El policía de a bordo levantó la vista hacia el techo.

- No puedo, capitán. Me he dislocado un hombro.

Los demás miembros de la tripulación, presentes un momento antes, se habían desvanecido detrás del muro.

- Bien, pues que venga el capataz.

- Se ha marchado ya, capitán.

- Oiga, capitán - dijo nuevamente Rhysling -, no nos enojemos por esto. Tiene usted también un articulo que le permite llevarme, si quiere; la cláusula «Hombre del Espacio en Peligro».

- ¡«Hombre del Espacio en peligro», un cuerno! No es usted un hombre del espacio en peligro; es usted un abogado del espacio. Ya sé quién es usted, lleva años rondando por todo este sistema. Bien, pues no lo hará usted en mi nave. La cláusula se refiere a hombres que han perdido su nave, no a hombres que quieren pasearse gratis por el espacio.

- Bien entonces, capitán, ¿no podría usted decir que he perdido mi nave? No he estado en la Tierra desde mi último viaje como tripulante en activo. La ley dice que tengo derecho a un viaje de regreso.

- Pero de esto hace años. Ha tenido usted ya muchas oportunidades.

- ¿Y no la tengo ahora? La cláusula no dice una palabra acerca del plazo en que hay que utilizar el regreso; dice únicamente que es un derecho. Vaya a comprobarlo, mi capitán. Si me equivoco, no solamente me iré por mis propios pies, sino que le pediré humildemente perdón delante de todos sus hombres. Vaya... véalo. Sea noble.

Rhysling podía casi sentir la mirada del capitán, pero éste se limitó a dar media vuelta y marcharse.

Rhysling sabía que había utilizado su ceguera para poner al capitán en una situación embarazosa, pero esto, lejos de turbarlo, le divertía.

Diez minutos más tarde sonaron las sirenas, oyó dar órdenes y la gran bocina que indicaba la ascensión. Cuando el suave suspiro de las compuertas y el ligero cambio de presión en sus oídos le dijeron que el despegue era inminente, se dirigió a la sala de energía, porque quería estar cerca de los chorros en el momento en que comenzasen las explosiones. No necesitaba a nadie que lo guiase para llegar donde fuese en una nave del tipo Hawk.

La cosa ocurrió durante la primera guardia. Rhysling había estado sentado en el sillón del inspector, jugueteando con las teclas de su acordeón y buscando una nueva versión de Verdes Colinas.

Dejadme respirar de nuevo el aire no racionado
donde no hay carencia ni escasez...

Pero no acababa de gustarle. Había un algo. Probó de nuevo.

Dejad que me cure la fresca brisa
mientras giran en torno al perímetro
de nuestro adorado planeta maternal
de las frescas y verdes colinas de la Tierra…

-Eso estaba mejor- pensó.

-¿Qué te parece eso, Archie? - preguntó dominando el rugido.

- Muy bonito. Suéltalo todo.

Archie Macdougal, primer oficial de chorro, era un viejo amigo, tanto en medio del espacio como en los bares; había servido como aprendiz bajo las órdenes de Rhysling hacia muchos años y muchos millones de millas atrás, Rhysling lo complació y dijo,:

- Vosotros, los jóvenes, lo tenéis todo fácil. Todo es automático. Cuando yo le retorcía la cola tenía que estar despierto…

- Hay que estar despierto, todavía...

Les gustaba hablar del oficio y Macdougal le mostró el nuevo dispositivo de distribución que había reemplazado el nonio manual usado en tiempos de Rhysling. Este probó los controles e hizo preguntas hasta que se hubo familiarizado con la nueva instalación Su vanidad era considerarse todavía piloto de chorro e imaginar que su actual ocupación, en tanto que trovador, era tan sólo un expediente durante una de sus querellas con la Compañía como cualquiera podía tener.

- Veo que todavía tenéis instaladas las viejas placas de distribución a mano - observó, tocando las instalaciones con sus ágiles dedos.

- Todo menos las varillas de conexiones. Las he desmontado porque tapaban las esferas.

- Hubieran debido traerlas a bordo. Puedes necesitarlas.

- No sé. Me parece...

Rhysling no supo nunca lo que le parecía a Macdougal, porque fue en aquel momento cuando la cosa comenzó. Macdougal fue alcanzado de pleno por una explosión de radiactividad que lo abrasó donde estaba.

Rhysling tuvo la sensación de lo ocurrido. Reflejos automáticos de los viejos hábitos se apoderaron de él. Cerró el inyector y dio la alarma a la cámara de mando simultáneamente. Entonces recordó que las conexiones no estaban montadas. Debía sacarlas a tientas hasta que las encontrase, mientras reducía la marcha tanto como fuese posible para sacar el máximo beneficio de los colectores. Solo le preocupaba localizar las conexiones. El lugar para él tan iluminado como pudiese estarlo, conocía todos los rincones, todos los controles, lo mismo que conocía el teclado de su acordeón.

- ¡Aquí! ¡Sala de energía! ¡Sala de energía! ¿Qué alarma es ésa?

- ¡No entren! La sala está caliente - gritó. Sentía el calor en su rostro y sus huesos, sol en un desierto.

Consiguió poner las conexiones en su sitio, maldiciendo a todo el mundo, a todos por no haber tomado la llave inglesa que necesitaba. Después comenzó por tratar de reducir la situación a mano. Era un trabajo largo y delicado. Finalmente decidió que había que cerrar el chorro, pila y todo. Primero el parte.

-¡Control!...

- ¡Control al habla! ,¡Cierre el chorro tres, peligro!

- ¿Habla Macdougal?

- Macdougal está muerto. Habla Rhysling, de guardia. Prepárese a anotar...

No hubo respuesta; el capitán debió de quedar atónito pero no podía entrar en una sala de energía en momentos de peligro. Tenía que tener en cuenta los pasajeros, la nave y la tripulación. Las puertas tenían que permanecer cerradas.

El capitán debió de quedar más sorprendido todavía por el parte que Rhysling transmitió:

"Nos podrimos en los aledaños de Venus
nos combamos bajo su pútrido aliento.
Falsas son sus inundadas selvas,
serpenteando con la sucia muerte"
Mientras seguía trabajando Rhysling iba catalogando el Sistema Solar...
"duro suelo brillante de la Luna...","...anillos irisados de Saturno…",

"…heladas noches de Titán...", abriendo al mismo tiempo el chorro y limpiándólo. Terminó con un coro alternado: -"Hemos explorado cada átomo giratorio del espacio y reconocido su verdadero valor; llévanos de nuevo a los hogares de los hombres, ¡Las frescas y verdes colinas de la Tierra!

Después, casi inconscientemente, se puso a hilvanar y enlazó con su primer verso revisado:

"El arqueado cielo está llamando
a los hombres del espacio fuera de su ruta.
¡Todos a punto! ¡Pronto! ¡Caída libre!
Y las luces debajo nuestro se apagan.
Los hijos de la Tierra se alejan
con distantes viajes de estruendosos chorros,
ahí salta la raza de los hombres,
fuera, lejos, alejándose aún..."

La nave estaba salvada y a punto de llegar a la Tierra con un solo chorro. En cuanto a sí mismo, Rhysling no estaba seguro. El «calor del sol» iba apretando, le parecía. Era incapaz de ver la neblina roja y ardiente en que trabajaba, pero sabía que estaba allí. Siguió en su tarea de renovar el aire por la válvula exterior, repitiendo la operación varias veces para permitir al nivel de radiactividad disminuir hasta un grado, que el hombre pudiese soportar bajo una armadura adecuada. Mientras tal hacía, mandó nuevos versos, el último fragmento del más auténtico Rhysling que jamás pudiese existir:

Oremos por un último aterrizaje
sobre el globo que nos vio nacer.
Fijemos nuestros ojos en el cielo aborregado
y las frescas, verdes colinas de la Tierra.


Fuente:http://www.galeon.com/letrasperdidas/consagrados/c_heinlein05.htm

BORIS PILNIAK

UN CUENTO SOBRE CÓMO SE ESCRIBEN LOS CUENTOS


Conocí en Tokio por casualidad al escritor Tagaki-san. Nos presentaron en un círculo literario japonés, aunque después no volvimos a vernos; he olvidado las pocas palabras que allí intercambiamos, y de él sólo me quedó la impresión de que había estado casado con una rusa. Era verdaderamente sibuy (sibuy en japonés equivale a chic; su sencilla elegancia era algo que muy pocos logran poseer); extraordinariamente sencillos eran su kimono y sus ghetta (esa especie de coturnos de madera que usan los japoneses en vez de zapatos), llevaba en la mano un sombrero de paja, sus manos eran bellísimas. Hablaba ruso. Era moreno, de baja estatura, delgado y hermoso, si es que a los ojos de un europeo los japoneses pueden parecer hermosos. Me dijeron que había alcanzado la fama con una novela en la que describía a una mujer europea.

Se habría borrado ya de mi memoria, como tantos encuentros ocasionales, a no ser...

En el archivo del consulado soviético en la ciudad japonesa de K. me cayó entre las manos el expediente de una tal Sofía Vasilievna Gniedij-Tagaki, quien pedía la repatriación. Mi compatriota, el camarada Dyurba, secretario del Consulado General, me llevó a Mayo-san, el templo de la zorra situado en lo alto de una de las montañas que rodean la ciudad de K. Para llegar allí es necesario tomar primero un automóvil, luego el funicular, y, al final, continuar a pie entre bosquecillos que crecen sobre las rocas hasta la cima de la montaña, donde había un espeso bosque de cedros, en medio de un silencio sólo turbado con el infinitamente triste tañido de una campana budista. La zorra es el dios de la astucia y de la traición: si el espíritu de la zorra penetra en un hombre, la raza de ese hombre está maldita. A la sombra espesa de los cedros, sobre la explanada de una roca cuyos tres costados caían a pico sobre un desfiladero, surgía un templo con aspecto de monasterio, en cuyos altares reposaban las zorras. Reinaba un silencio profundo; desde allí se abría el horizonte por encima de una cadena de montañas y sobre el inmenso océano que se perdía en la infinita lejanía. No obstante, encontramos una pequeña fonda con cerveza inglesa fresca no muy lejos del templo pero a mayor altura todavía, desde donde era visible también el otro flanco de la cadena montañosa.

Bajo la acción de la cerveza, al rumor de los cedros y frente al océano, dos compatriotas pueden conversar bastante bien. Fue entonces cuando el camarada Dyurba me contó una historia que me hizo recordar al escritor Tagaki y que me hace ahora escribir este cuento.

Aquel día en Mayo-san reflexionaba yo sobre la manera en que se escriben los cuentos.

Sí, ¿cómo se escriben los cuentos?

Aquella misma mañana saqué el expediente en que Sofía Vasilievna Gniedij-Tagaki desarrollaba su biografía desde el momento de su nacimiento, pues no había comprendido bien el instructivo según el cual todo repatriado debe proporcionar sus datos biográficos. Para mí, la biografía de esta mujer comienza en el momento en que el barco llegaba al puerto de Suruga; era una biografía extraña y breve, muy diferente a la de millares y millares de mujeres rusas de provincia, cuyas vidas podrían perfectamente escribirse con un método estadístico —monográfico— de conducta, porque se parecen como una cesta a otra: la cesta del primer amor, los sufrimientos y alegrías, el marido, los pequeños engendrados para bien de la patria, y tantas otras cosas...

II

En mi cuento existen él y ella.

Sólo una vez he estado en Vladivostok. Fue a finales de agosto, y recordaré siempre Vladivostok como una ciudad de días dorados, de amplios horizontes, de recio viento marino, de mar azul, cielo azul, horizontes azules; en aquella áspera soledad que me recordaba Noruega, porque allá también la tierra se desploma hasta el horizonte en lisos bloques de piedra, sobre los cuales, solitarios, se yerguen los pinos. A decir verdad, estoy siguiendo el método de costumbre: completar con descripciones de la naturaleza los caracteres de los protagonistas. Ella, Sofía Vasilievna Gniedij, nació y creció en Vladivostok.

Trataré de presentarla:

Había terminado sus cursos en el gimnasio para convertirse en profesora de primera enseñanza, en espera de un buen partido: era una de tantas señoritas como existían por millares en la vieja Rusia. Conocía a Pushkin, por supuesto, pero sólo en las estrictas proporciones exigidas por los programas escolares, y con seguridad confundía los conceptos que entrañan las palabras "ética" y "estética" de la misma manera que los confundí yo cuando escribí un ensayo ampuloso sobre Pushkin, cuando cursaba el sexto año en el Colegio de Ciencias.

Era evidente que la pobre ni siquiera podía imaginar que Pushkin comenzara precisamente donde terminaba el programa escolar, así como tampoco había pensado nunca que los hombres creen medir todo por el grado de inteligencia que tienen, y que todo lo que queda por encima o por abajo de su comprensión le parece al hombre un poco estúpido o rematadamente estúpido si él mismo es algo mentecato.

Había leído todo Chéjov por haber sido publicado en el suplemento de la revista Neva que recibía su padre, y Chéjov conocía a aquella muchacha, "perdónala, Dios mío, era una pobre tonta..." Pero si queremos volver a Pushkin, esta muchacha podría ser (y yo deseo que así sea) un poco boba, como lo es la poesía, lo que por otra parte puede ser muy agradable cuando se tienen dieciocho años.

Tenía ideas propias: sobre la belleza (son muy bellos los kimonos japoneses, especialmente los que fabrican los japoneses sólo para los extranjeros), sobre la justicia (y al efecto con toda razón le retiró el saludo al alférez Ivantsov, quien se había jactado de haber obtenido de ella una cita), sobre la cultura (porque en el concepto común que se tiene de la cultura, existe la convicción de que los Pushkin y los Chéjov —los grandes escritores— son sobre todo hombres extraordinarios, y, en segundo lugar, de que constituyen una especie ya extinguida como la de los mamuts, pues en nuestros tiempos no existe nada ni nadie extraordinario; en efecto, los profetas no nacen ni en la propia patria ni en los propios tiempos). Pero, si se puede aplicar la regla literaria según la cual el carácter de los protagonistas se complementa con las descripciones de la naturaleza, digamos entonces que esta muchacha como un poema —¡el Señor nos perdone!—, un poco boba, era limpia y diáfana como el cielo, el mar y las rocas de la costa rusa del Extremo Oriente.

Sofía Vasilievna supo escribir su biografía con tal habilidad, que yo y el funcionario consular no podíamos sino quedarnos perplejos (aunque en mi caso no demasiado) ante el hecho de que aquella mujer apenas si había sido desflorada por los acontecimientos vividos durante aquellos años. Como es sabido, el ejército imperial japonés estaba en 1920 en el punto más oriental de Rusia con el propósito de ocupar todo el Extremo Oriente, y, como también es sabido, los japoneses fueron expulsados por los revolucionarios. En la biografía no aparece una sílaba siquiera sobre esos acontecimientos.

Él era oficial del estado mayor general del ejército imperial japonés de ocupación, y vivía durante su estancia en Vladivostok en el mismo apartamiento en que Sofía Vasilievna alquilaba una pequeña habitación.

Fragmento de la autobiografía:

"...todo el mundo lo conocía con el mote de el Macaco. No había quien no se asombrara de que se bañase dos veces al día, usara ropa interior de seda, durmiera por las noches en piyama... Después se le comenzó a estimar... Por las noches jamás salía de casa, y leía en voz alta libros rusos, poemas y cuentos de autores contemporáneos para mí entonces desconocidos: Briusov y Bunin. Hablaba bien el ruso, aunque con un solo defecto: en vez de r pronunciaba l. Y eso fue lo que hizo que nos conociéramos: me encontraba yo junto a su puerta, él leía poemas y luego comenzó a cantar en voz baja:

La noche murmuraba...

"No pude contenerme al oír su pronunciación y solté una carcajada; él abrió la puerta antes de que lograra alejarme y me dijo: "

—Perdone que me atreva a solicitarle un favor, mademoiselle ¿Me permite usted que le haga una visita?

"Me quedé muy aturdida, no comprendí nada; le dije que me excusara y me encerré en mi habitación. Al día siguiente se presentó a hacerme la visita anunciada. Me entregó una caja enorme de chocolates, y luego me dijo:

"—¿Recuerda que le pedí permiso para hacerle una visita? Por favor, tome usted un chocolate. Dígame, ¿cuál es su impresión sobre el tiempo?"

El oficial japonés demostró ser un hombre con intenciones serias, todo lo contrario del alférez Ivantsov, quien concertaba las citas en callejones oscuros y estiraba las manos. El japonés invitaba a la muchacha al teatro a una buena localidad y después de la función la llevaba a un café. Sofía Gniedij le escribió una carta a su madre en la que le refería las intenciones serias del oficial. En su confesión autobiográfica, describe minuciosamente cómo una noche el oficial, que estaba en la habitación de ella, palideció de golpe, cómo su rostro adquirió luego un color violáceo y la sangre le afluyó a los ojos, y cómo se retiró apresuradamente, por lo que ella comprendió que en él había estallado la pasión... y luego lloró largamente sobre la almohada, sintiendo miedo físico hacia aquel japonés tan diferente, por raza, de ella. "Pero fueron precisamente esos arrebatos pasionales, que él sabía contener a la perfección, los que después encendieron mi curiosidad de mujer." Y comenzó a amarlo.

Él le hizo la proposición de matrimonio muy al estilo de Turgueniev, en uniforme de gala y guantes blancos, la mañana de un día de fiesta, en presencia de los patrones de casa, según todas las reglas europeas, y le ofreció su mano y el corazón.

"Dijo que volvería dentro de una semana al Japón y me pidió que lo siguiera, porque muy pronto los revolucionarios tomarían la ciudad. Según el reglamento del ejército japonés, los oficiales no pueden contraer matrimonio con mujeres extranjeras, y los oficiales del estado mayor tienen prohibido, en términos generales, casarse antes de cierto límite de edad. Por tales motivos me pidió mantener en el más estricto secreto nuestra situación, y vivir, hasta el día que lograra obtener el retiro, al lado de sus padres, en un pueblo japonés. Me dejó mil quinientos yenes y una carta de presentación para que pudiera reunirme con sus padres. Le dije que sí..."

Los japoneses eran odiados en toda la costa del Extremo Oriente ruso: los japoneses capturaban a los bolcheviques y los asesinaban, quemando a algunos en las calderas de los acorazados estacionados en la bahía, a otros los fusilaban o los quemaban en hornos construidos sobre pequeños volcanes de lodo... los revolucionarios echaban mano de toda su astucia para destruir a los japoneses (Kolchiak y Sionov habían ya muerto)... Los moscovitas se acercaban como un torrente enorme de lava... pero Sofía Vasilievna no dedica siquiera una línea a esos acontecimientos.

III

La verdadera y auténtica biografía de Sofía Vasilievna comienza el día en que puso pie en el archipiélago japonés. Esta biografía constituye una confirmación a las leyes de las grandes cifras con sus excepciones estadísticas.

No he vivido en Suruga, pero sé muy bien lo que es la policía japonesa y lo que son esos agentes que hasta los propios japoneses llaman inu, es decir perros. Los inu actúan de una manera aplastante, porque tienen prisa, hablan un ruso imposible, piden las generales comenzando con el nombre, patronímico y apellido de la abuela materna; su explicación es que "la policía japonesa necesita saberlo todo"; se enteran, casi sin que el interrogado se dé cuenta del "objeto de la visita". Escudriñan las cosas con la misma brutalidad con que inspeccionan el alma, según el sinobi, o sea el método científico de la escuela de policía japonesa. Suruga es un puerto pequeño, donde fuera de las casas de estilo japonés no existe siquiera un edificio europeo; un puerto donde abunda la pesca del pulpo, al que revientan para obtener la tinta y ponen luego a secar en las calles. En aquella provincia japonesa contribuía a sembrar la confusión, además de la policía, el hecho de que un gesto que en Vladivostok significa "ven acá" quiere decir en Suruga "aléjate de mí"; los rostros de los habitantes, por otra parte, no dicen nada, conforme a las reglas del hermetismo japonés que exige ocultar cualquier intimidad y no revelarla ni siquiera por la expresión de los ojos.

Sin duda le preguntaron a Sofía Vasilievna "el objeto de su visita" y ella no debió recordar con exactitud los apellidos de su abuela materna.

A ese propósito escribe brevemente: "Me interrogaron sobre el objeto de mi viaje. Me tuvieron arrestada. Permanecí un día entero en la delegación de policía. Constantemente me preguntaban sobre mis relaciones con Tagaki y por qué me había dado una carta de presentación: declaré que era su prometida, porque la policía me amenazó con repatriarme en el mismo barco si no hablaba. Tan pronto como confesé me dejaron tranquila y me llevaron un plato de arroz con dos palillos, que entonces todavía no sabía usar.

Esa misma noche llegó Tagaki-san, el novio, a Suruga. Ella lo vio desde la ventana dirigirse resueltamente a la oficina del jefe de la policía. Le pidieron cuentas sobre la muchacha. Tagaki se comportó virilmente y declaró:

—Sí, es mi prometida.

Le aconsejaron devolverla a su patria, pero él se negó. Le dijeron que sería expulsado del ejército y desterrado a algún lugar remoto: él lo sabía.

Entonces quedaron en libertad él y ella. Él, a la manera de Turgueniev, le besó la mano y no le hizo el menor reproche. Después la acompañó al tren y le dijo que en Osaka encontraría a su hermano; que él por el momento "estaría un poco ocupado".

Desapareció en la oscuridad; el tren se internó entre montes oscuros. La muchacha permaneció en la más absoluta soledad, y se convenció de que él, Tagaki, era la única persona por quien sentía cariño y devoción, hacia la cual se sentía ligada y llena de gratitud, y también de incomprensión.

El vagón estaba bien iluminado; afuera todo eran tinieblas. Todas las cosas que la rodeaban le parecieron horribles e incomprensibles, sobre todo cuando los japoneses que viajaban en su compartimiento, hombres y mujeres, se desvistieron para dormir, sin ninguna vergüenza de mostrar el cuerpo desnudo, así como cuando, en algunas estaciones, vio comprar a través de las ventanillas té caliente en pequeñas botellas y cajas de madera de abeto que contenían una cena de arroz, pescado, rábanos, una servilleta de papel, un mondadientes y un par de palillos, con los que había que comer. Después se apagó la luz y los pasajeros comenzaron a dormir. Sofía Vasilievna no logró pegar un ojo en toda la noche, víctima de la soledad, de la incomprensión, del espanto. No entendía nada.

En Osaka fue la última en bajar al andén y se encontró inmediatamente ante un hombre en kimono de tela oscura a rayas, con los pies atados a dos trozos de madera. Se sintió muy ofendida por el silbido con que aquel individuo acompañó su propia reverencia, apoyando las manos abiertas sobre las rodillas, y de la tarjeta de visita que le entregó sin tenderle la mano: ella ignoraba que tal era la manera de saludar entre los japoneses; mientras ella estaba dispuesta a abrazar a su pariente, él ni siquiera se dignaba a estrecharle la mano... Se quedó paralizada, sintiendo que ardía de humillación.

Él no sabía una sola palabra de ruso: le dio una palmadita en un hombro y le indicó la salida. Se pusieron en movimiento. Entraron en un automóvil. La ensordeció y la cegó la ciudad, comparada con la cual, Vladivostok era una aldea. Llegaron a un restaurante donde les sirvieron un desayuno a la inglesa: no comprendía por qué debía comer la fruta antes que el jamón y los huevos. El otro, dándole siempre una palmadita en el hombro, le indicaba lo que debía hacer, sin articular siquiera un sonido, sonriendo inexpresivamente de cuando en cuando. Después del desayuno la condujo a los excusados: ella no sabía que en Japón el retrete era común para hombres y mujeres. Aterrada, le hizo señas de que saliera, el otro no comprendió y comenzó a orinar.

Volvieron a tomar el tren; él le compró una ración de alimentos empacada en una cajita de madera de pino, una botella de café y le puso en las manos los dos palillos para que comiera.

Por la noche bajaron del tren, y él la hizo sentarse en una ricksha: la sangre se le subió a las mejillas por esa sensación casi insoportable de desagrado que experimenta todo europeo al subir por primera vez en una ricksha... pero ya para entonces carecía de voluntad propia.

Atravesaron la ciudad de calles estrechas, siguieron después por callejones y senderos bordeados de cedros, al lado de cabañas escondidas entre el verdor del follaje y las flores; la ricksha los condujo, siguiendo la pendiente de una montaña, hacia el mar. Sobre una roca que caía a pico, en una pequeña explanada sobre el mar, en la bahía, bajo la fronda de los árboles, había una cabaña; se detuvieron frente a ella. De la cabaña salieron un anciano y una anciana, varios niños y una mujer joven, todos vestidos con kimonos, que le hicieron profundas reverencias sin tenderle la mano. No le permitieron entrar de inmediato; el hermano del novio le señaló los pies: ella no comprendía. Entonces la hizo sentarse, casi a la fuerza, y le quitó los zapatos. En el umbral de la casa las mujeres se arrodillaron rogándole que entrara. Toda la casa parecía un juguete: en la última habitación una ventana se abría sobre el amplio mar, el cielo, las rocas: aquel lado de la casa estaba situada sobre el abismo. En el suelo de la habitación había muchos platos y recipientes, y al lado de cada recipiente había un almohadón. Todos, ella también, se sentaron sobre esos almohadones, en el suelo, para cenar.

...Al día siguiente se presentó Tagaki-san, el prometido. Entró en kimono, y ella por un instante no reconoció a aquel hombre que se inclinó en una profundísima ceremonia primero ante el padre y el hermano, luego ante la madre y, finalmente, ante ella. Sofía Vasilievna habría querido arrojarse en sus brazos, pero él retuvo por un minuto sus manos y, con aire de profunda cavilación, le besó una de ellas. Llegó por la mañana. Le hizo saber que había estado en Tokio, que lo habían licenciado del ejército y, como castigo, exiliado durante dos años, concediéndole pasar el tiempo del exilio en su pueblo, en casa de su padre: de aquella casa y de aquel peñasco no debería alejarse durante dos años.

Ella estaba feliz. Él le había llevado de Tokio muchos kimonos. Ese mismo día fueron a registrar su matrimonio en la oficina correspondiente; ella en kimono azul, con los cabellos rubios peinados a la japonesa, el obi (cinturón) que le dificultaba la respiración, oprimiéndole dolorosamente el pecho, y los coturnos de madera que le oprimían un callo entre los dedos de un pie. Dejó de ser Sofía Vasilievna Gniedij para convertirse en Tagaki-no-okusan. Y la única cosa con la que pudo pagarle al marido, al amado marido, no fue con gratitud, sino con auténtica pasión, cuando por la noche, en el suelo, envuelta en un kimono de noche, se le entregó y en las pausas de la ternura, el dolor y el deseo, oían el estallido de las olas bajo ellos.

IV

En otoño se marcharon todos, dejando solos a los jóvenes esposos. De Tokio les enviaron cajas con libros rusos, ingleses y japoneses. En su confusión, ella no cuenta casi nada sobre cómo pasaba el tiempo. Es fácil imaginar cómo soplaban los vientos del océano en otoño, el estruendo de las olas al golpear los peñascos, el frío y la soledad ante la estufa doméstica cuando se sentaban solos durante horas, días, semanas.

Pronto ella aprendió a saludar: o-yasumi-nasai, a despedirse: sayonara, a dar las gracias: do-ita-sima-site, a pedir que tuvieran la amabilidad de esperar mientras iba a llamar a su marido: chotomato-kudasai... En su tiempo libre aprendió que el arroz, igual que el trigo, podían cocinarse de las maneras más diversas, y que así como los europeos no saben preparar el arroz, los japoneses no sabían hacer el pan. A través de los libros que el marido había recibido, aprendió que Pushkin comenzaba precisamente donde terminaba el programa escolar, que Pushkin no era algo muerto como un mamut sino algo que vive y que vivirá siempre; por su marido y por los libros se enteró de que la literatura más grande y el pensamiento más profundo eran los rusos.

Su tiempo transcurría con la severa regularidad de la vida en el campo; con ciertas asperezas.

Por la mañana el marido se sentaba en el suelo con sus libros; ella cocinaba el arroz y los demás platos; bebían té, comían ciruelas en salmuera y arroz sin sal. El marido no era exigente: habría podido vivir meses enteros sólo de arroz, pero ella preparaba también algunos platos de la cocina rusa; iba por la mañana a la ciudad a hacer las compras y se asombraba de que los japoneses no vendieran los pollos enteros sino en piezas, podía comprar separadamente las alas, la pechuga, los muslos. En el crepúsculo, iban a pasear por la orilla del mar, o por las montañas hasta un pequeño templo; ella se acostumbró a caminar con los coturnos, a saludar a los vecinos a la manera japonesa, haciendo reverencias profundas con las manos en las rodillas. Por la noche leían. Muchas noches las dedicaban a hacer el amor: el marido era apasionado y refinado en la pasión, por la larga cultura de sus antepasados, distinta a la europea; el primer día del matrimonio, la madre de él, sin decirle una palabra —ya que no tenían ningún medio común de expresión— le regaló unos cuadritos eróticos en seda, que ilustraban ampliamente el amor sexual.

Ella amaba, respetaba y temía a su marido; lo respetaba porque era fuerte, noble y taciturno, y lo sabía todo; lo amaba y lo temía porque cuando ardía de pasión lograba subyugarla por completo. Había días en que su marido se comportaba de modo sombrío, cortés, esquivo, y, a pesar de su noble conducta, la trataba con severidad. A fin de cuentas era muy poco lo que sabía de él, nada de su familia: su suegro poseía en alguna parte una fábrica, algo relacionado con la seda.

A veces llegaban a visitar a su marido algunos amigos de Tokio o de Kioto; en esas ocasiones él le pedía que se vistiera a la europea y que recibiera a los huéspedes a la manera europea; es decir, bebían el sake, el aguardiente japonés, junto con las visitas; después del segundo vaso sus ojos se inyectaban de sangre, hablaban sin cesar, y luego, ebrios, cantaban algunas canciones y se iban a la ciudad poco antes del amanecer.

Vivían en medio de una gran soledad, el frío de invierno sin nieve se transformaba en el sopor del verano, el mar se encrespaba durante las tormentas, pero era sereno y azul a la hora del reflujo; las diarias jornadas de ella no se parecían siquiera a las cuentas de un rosario, porque éstas pueden ser contadas y recontadas, como suelen hacer los monjes europeos y los budistas, mientras que ella no podía contar sus días.

Aquí puede terminar el cuento sobre cómo se escriben los cuentos.

Pasó un año, otro, otro más.

Se cumplió el término del exilio, sin embargo se quedaron a vivir allí todavía otro año. Más tarde comenzó a llegar a su ermita mucha gente, que saludaba con profundas reverencias tanto a ella como a su marido; lo fotografiaban ante su biblioteca con ella al lado; le preguntaban sobre sus impresiones del Japón. Le pareció que toda aquella gente caía sobre ellos como guisantes salidos de un costal. Supo entonces que su marido había publicado una novela con enorme éxito. Le hicieron ver las revistas donde estaban fotografiados los dos: en casa, cerca de casa, durante un paseo hacia el templo, durante un paseo a la orilla del mar, él en kimono japonés, ella vestida a la europea.

Ya para entonces hablaba un poco de japonés. Muy pronto aprendió a desempeñar el papel de esposa de un escritor célebre, sin advertir el cambio que tiene lugar de manera misteriosa, ese cambio que consiste en no tener ya miedo de los extraños, sino en considerarlos como gente dispuesta a rendirle alguna cortesía. Pero no conocía la célebre novela de su marido ni el argumento. A menudo le hacía preguntas a su marido quien respondía a su pregunta con un silencio convencional; tal vez porque en realidad el asunto no le interesaba demasiado ella dejó de insitir. Pasó el rosario de jaspe de sus días. Unos jóvenes cocineros preparaban ahora el arroz, y a la ciudad ella iba en automóvil, dándole órdenes en japonés al chofer. Cuando su suegro se presentaba, le hacía una reverencia más respetuosa que la que ella hacía para saludarlo.

No cabe duda de que Sofía Vasilievna habría sido la mujer perfecta del escritor Tagaki, igual que la mujer de Heinrich Heine, que acostumbraba preguntarle a los amigos de su marido: "Me han dicho que Heinrich ha escrito algo nuevo, ¿es cierto?..." Pero Sofia Vasilievna acabó por enterarse del contenido de la novela. Había llegado a casa el corresponsal de un periódico de la capital, quien hablaba ruso. Llegó cuando el marido estaba ausente. Fueron a pasear hasta el mar. Y junto al mar, después de conversar sobre algunas trivialidades, ella le preguntó cómo se explicaba el éxito de la novela de su marido, y qué era lo que consideraba fundamental en ella.

V

...Y esto es todo. Cuando en la ciudad de K. encontré en el archivo consular la autobiografía de Sofía Gniedij-Tagaki, compré al día siguiente la novela de su marido. Mi amigo Takahashi me refirió el contenido. Conservo todavía este libro en mi casa, en la calle Povarskaia. El cuarto capítulo de este cuento no lo escribí dejándome llevar por la imaginación, sino siguiendo casi punto por punto lo que me tradujo mi amigo Takahashi-san.

El escritor Tagaki, durante todo el tiempo que duró su exilio, había escrito sus observaciones sobre la esposa, esa rusa que no sabía que la grandeza de Rusia comenzaba precisamente después de los programas escolares, y que la grandeza de la cultura rusa consistía en saber meditar.

La moral japonesa no tiene el pudor del cuerpo desnudo, de las funciones naturales del hombre, del acto sexual: la novela de Tagaki-san había sido escrita con minuciosidad clínica... y con meditaciones al estilo ruso. Tagaki-san meditaba sobre el tiempo, sobre los pensamientos y sobre el cuerpo de su mujer... Cuando a la orilla del mar, el corresponsal del periódico de la capital discurría con Tagaki-no-okusan, la mujer del célebre escritor, puso ante ella no un espejo sino la filosofía de los espejos, ella se vio a sí misma vivir entre las páginas de papel; no era tan importante el hecho de que en la novela se describiera con detalles clínicos cómo temblaba ella en los momentos de pasión y el desorden de sus vísceras; no, lo terrible, lo terrible para ella era otra cosa. Comprendió todo, allí comenzaba lo horrible; eso era un traición excesivamente cruel a todo lo que ella alentaba. Fue entonces cuando pidió, por medio del consulado, ser repatriada a Vladivostok.

He leído y releído con la mayor atención su autobiografía: que toda su vida había sido material de observación, que el marido la había estado espiando cada momento de su vida... estaba escrita siempre con la misma sensibilidad, con monotonía, sin efectos; las partes de la autobiografía de esta mujercita insignificante donde —a saber por qué— se describían la infancia, la escuela y la vida de Vladivostok y también las jornadas japonesas, estaban escritas con la misma insipidez con que se escriben las cartas de amigas de sexto año de la escuela municipal, o del segundo curso de los institutos para muchachas nobles, según las reglas de composición escolar; pero en la última parte (en la que arrojaba alguna luz sobre su vida conyugal) esta mujer había sabido encontrar palabras verdaderas y grandes de simplicidad y claridad, como supo encontrar la fuerza para actuar simple y claramente.

Abandonó la condición de mujer de un escritor célebre, el amor y las costumbres adquiridas y volvió a Vladivostok a las habitaciones desnudas de las profesoras de escuela elemental.

VI

Eso es todo.

Ella: vivió su autobiografía hasta el fondo; yo escribí su biografía, escribiendo que pasar a través de la muerte es bastante más cruel que matar a un hombre.

Él: escribió una novela hermosísima.

Que sean los otros quienes juzguen, no yo. Mi trabajo se reduce a meditar: sobre todas las cosas, y, también, en particular, sobre cómo se deben escribir los cuentos.

La zorra es el dios de la astucia y de la traición: si el espíritu de la zorra penetra en un hombre, la raza de ese hombre está maldita.

¡La zorra es el dios de los escritores!

Uzkoie, 5 de noviembre de 1926



Fuente: Clásicos para hoy


lunes, 11 de julio de 2011

Attila József

SIN LLAMAR

Si te quiero, en mi casa sin llamar
puedes entrar.
Pero fíjate muy bien:
te acostaré en bolsas de paja — susurrante paja
que suspira en el polvo.

En un vaso he de traerte el agua fresca,
limpiaré tus zapatos antes de que hayas partido —
acá nadie ha de estorbarnos,
de modo que tranquilamente puedes inclinarte y
remendar la ropa.
El silencio es un silencio enorme. Pero yo te hablo.
Si estás cansado, siéntate en mi silla, la única que tengo.
Si hace calor, quítate corbata y cuello.
Si tienes hambre, acepta como plato un papel blanco;
pero si hallamos algo más,
entonces déjame que también yo coma. También yo,
también yo tengo hambre.

Si te quiero, en mi casa sin llamar
puedes entrar.
Pero fíjate muy bien:
me dolería que después huyeses.

Fuente:http://atlasdepoesia.blogcindario.com/2006/05/00119-poemas-de-attila-jozsef.html

Dino Buzzati


La niña olvidada

La señora Ada Tormenti, viuda de Lulli, fue a pasar unos días al campo, invitada por sus primos los Premoli. Por el pueblo iba y venía mucha gente. Como era verano, la sobremesa de la noche se hacía en el jardín, charlando hasta la una o las dos. Una noche la conversación se refirió a las casas de la ciudad. Había allí un tal Imbastaro, tipo inteligente, pero antipático. Decía:

-Siempre que dejo mi casa de Nápoles, sucede algo, ¡je, je! -continuaba, riendo así, sin motivo; ¿o el motivo era, en cambio, hacer daño al prójimo?-. Salgo, por decirlo así, ni siquiera recorro dos kilómetros, y se sale el agua del lavadero o se incendia la biblioteca por haber olvidado una colilla encendida, o se meten ratas de los barcos y devoran hasta las piedras. ¡Je, je!, o en la portería, la única persona que soporta allí el verano, recibe un golpe seco y por la mañana se la encuentra preparadita para el entierro, con cirios, el sacerdote y el ataúd. ¿No es así la vida?

-No siempre -dijo con gravedad Tormenti-, por fortuna.

-No siempre, es verdad. Pero usted, señora, por ejemplo, ¿podría jurar haber dejado su casa en perfecto orden, no haberse olvidado nada? Piénselo bien, piénselo bien. ¿Exactamente en orden?

A estas palabras Ada se puso del color de los muertos; de repente tuvo un horrendo pensamiento. Para poder ir a casa de los Premoli había llevado a su hija de cuatro años a una tía. O mejor dicho, había decidido llevarla. Porque ahora, al volver a pensar en ello, con todo y estar segura de haberlo hecho, no conseguía recordar cómo y cuándo había llevado a Luisella a casa de su tía. ¡Qué extraño! No recordaba ni cuándo habían salido de casa juntas, ni el camino recorrido, ni las despedidas en casa de su tía. Como si en su memoria se hubiese abierto un agujero.

En resumen, la duda era la siguiente: que ella, Ada, se había olvidado de llevar a la niña a casa de su tía y sin advertirlo, al irse, la había encerrado en casa, Era una sospecha absurda; pero la imaginación fabrica a veces cosas muy extrañas. Insensato, de loco, pero bastaba, no obstante, para helarle la sangre en las venas. Con sorpresa la vieron ponerse bruscamente de pie y abandonar la compañía de todos. Uno preguntó a Imbastaro:

-Perdone, pero, ¿le ha dicho usted alguna cosa desagradable?

-¿Yo? Nada de particular, ¡je, je! No comprendo.

Ada entró en la casa y, sin decir nada a nadie, se dirigió al teléfono. Llamó urgentemente a Milán, dando el número de casa. Esperó, retorciéndose las manos.

La comunicación se la dieron casi en seguida. En el acto.

-¿Es usted quien ha llamado a Milán, al 40079277?

-Sí, sí.

-Hablen.

-¿Hable?

¿Con quién? Al llamar, esperaba que nadie le respondería. ¿No estaba la casa cerrada y vacía? Si alguien acudía al aparato significaba, por lo tanto, que su primera sospecha estaba fundada, que Luisella se había quedado encerrada dentro. (Aunque apenas tuviera cuatro años, sabía contestar al teléfono). Habían pasado ya 10 días; hacía un calor espantoso y en casa Ada no había dejado ni un bocado de comida. ¡El calor! En los días de la canícula se cuecen los muebles en las casas abandonadas, y se quedan sin aliento los seres vivos, si permanecen en ellas. Ada se sintió morir. Temblando, dijo:

-¡Oiga!

-Diga -dijo desde Milán una voz de hombre.

Y con la velocidad de un relámpago, Ada imaginó lo ocurrido: Luisella, encerrada y sola en casa, incapaz de abrir la puerta, sus gritos, la primera alarma en el barrio, la policía, la puerta forzada, la niña enloquecida de miedo.

-Diga. ¿Quién es? -preguntó el hombre.

-Soy yo, la mamá. Pero, ¿quién es usted?

-¿Qué mamá? ¡Yo no tengo mamá! Se ha equivocado de número.

Y colgó.

Ada volvió a llamar inmediatamente a Milán (pero la angustia había ya cedido). Dio el número exacto, oyó la señal de línea y esta vez nadie le respondió.

Respiró aliviada. Menos mal. ¿Qué estupidez había imaginado? Ante un espejo se puso unos pocos polvos y salió afuera al jardín. La miraron, pero nadie dijo nada.

Sin embargo, cuando se acostó y en la enorme casa de campo se estableció el plúmbeo silencio de la noche y solamente por la ventana entornada entraban las voces de los grillos, volvió a sentir miedo. En aquella hora imaginó a la niña, muerta de calor y de hambre que, de rodillas, agarrada al pestillo de la puerta y con los ojos desorbitados, lanzaba sus postreros lamentos. Pensó que, en el peor de los casos, alguien debía de haber oído sus gritos. Otra voz, pérfida, objetaba: si alguien la hubiese oído, ya la habrían socorrido; ya han pasado 10 días y a estas alturas te habrían avisado. Pudo ocurrir también que los pisos contiguos estuvieran desocupados en este período de vacaciones. La portera, cinco pisos más abajo, ¿qué podía oír?

Miró el reloj, eran las cuatro. A las seis salía un tren. Ada saltó de la cama, se vistió, hizo la maleta. Acaso empieza así la locura, se dijo. Pero no podía contenerse.

Dejó una nota excusándose, Cautelosamente salió, abrió la puerta del jardín y se dirigió a la estación. Había cuatro kilómetros de camino.

Cuanto más avanzaba el tren, mayor era su angustia. Llegó a Milán hacia las tres de la tarde. La ciudad ardía en un halo de polvo tórrido y húmedo. Balbuceando, dio al taxi la dirección.

¡Por fin, su casa! No se notaba nada anormal. Las persianas del piso estaban todas bajadas, como las había dejado días antes.

Pasó corriendo ante la portería. La portera le hizo el acostumbrado saludo. Bendito sea Dios, pensó Ana. Ha sido todo una pesadilla, nada más.

Silencio y quietud en el rellano del quinto piso. Pero, ¿por qué temblaba tanto su mano al introducir la llave en la cerradura? Se descorrió el pestillo. Al abrirse la puerta, salió un vaho caliente y denso.

De pronto, cuando abrió la puerta interior, Ada sintió en el pecho un nudo doloroso; porque, un poco por encima de su cabeza, flotó, ansioso de huir, un pequeñísimo e incomprensible humo, una minúscula nubecilla, oblonga y pálida, que no despedía olor.

Corrió a la ventana del recibidor, abrió los postigos y se volvió.

Sobre el suelo, a dos metros de ella, se veía algo, como una larga y recortada mancha, pero de notable espesor. Se acercó, la tocó con el pie. Cenizas. Estaban esparcidas uniformemente como formando una especie de dibujo. Aquel nudo que tenía en el pecho se hizo fuego, infierno. Las cenizas tenían exactamente la forma de Luisella.


Fuente:http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/buzzati/ninya.htm

domingo, 26 de junio de 2011

Gabriela Mistral

Agua


Hay países que yo recuerdo

como recuerdo mis infancias.

Son países de mar o río,

de pastales, de vegas y aguas.

Aldea mía sobre el Ródano,

rendida en río y en cigarras;

Antilla en palmas verdi-negras

que a medio mar está y me llama;

¡roca lígure de Portofino,

mar italiana, mar italiana!

Me han traído a país sin río,

tierras-Agar, tierras sin agua;

Saras blancas y Saras rojas,

donde pecaron otras razas,

de pecado rojo de atridas

que cuentan gredas tajeadas;

que no nacieron como un niño

con unas carnazones grasas,

cuando las oigo, sin un silbo,

cuando las cruzo, sin mirada.

Quiero volver a tierras niñas;

llévenme a un blando país de aguas.

En grandes pastos envejezca

y haga al río fábula y fábula.

Tenga una fuente por mi madre

y en la siesta salga a buscarla,

y en jarras baje de una peña

un agua dulce, aguda y áspera.

Me venza y pare los alientos

el agua acérrima y helada.

¡Rompa mi vaso y al beberla

me vuelva niñas las entrañas!


Fuente:http://www.poemas-del-alma.com/agua.htm