domingo, 27 de febrero de 2011

Clarice Lispector

Mejor que arder

Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.

Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.

Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.

Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.

Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:

-Mortifica el cuerpo.

Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio*. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.

Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.

Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.

No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.

La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.

Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.

Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.

Hasta que le dijo al padre en el confesionario:

-¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!

Él le dijo meditativo:

-Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.

Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.

Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.

Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.

Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.

Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.

Y sucedió realmente.

Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.

Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.

Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.

Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.

Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.

Entonces una noche él le dijo:

-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?

-Sí -le respondió grave.

Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.

Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.

Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello



Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/por/lispec/cl.htm

jueves, 24 de febrero de 2011

Georges Simenon


Pena de muerte


El peligro más grande, en esta clase de asuntos, es llegar a hastiarse. El "plantón", como se dice, duraba ya doce días; el inspector Janvier y el brigadier Lucas se relevaban con una paciencia incansable, pero Maigret había tomado a su cuenta un buen centenar de horas porque él solo, en suma, sabía quizá a dónde quería llegar.

Aquella mañana, Lucas le había telefoneado desde el bulevar de Batignolles:

-Los pájaros tienen aspecto de querer volar... La mujer del cuarto acaba de decirme que están cerrando sus maletas...

A las ocho, Maigret estaba de guardia en un taxi, no lejos del hotel Beauséjour, con una maleta a sus pies.

Llovía. Era domingo. A las ocho y cuarto la pareja salía del hotel con tres maletas y llamaba un taxi. A las ocho y media, éste se detenía ante una cervecería de la estación del Norte, frente al gran reloj. Maigret bajaba también de su coche y, sin esconderse, se sentaba en la terraza, en un velador contiguo al de sus "pájaros".

No sólo llovía, sino que hacía frío. La pareja se había instalado cerca de un brasero. Cuando el hombre distinguió al comisario, a su pesar, hizo un movimiento con la mano hacia su sombrero hongo y, sin embargo, su compañera apretaba más contra ella su abrigo de pieles.

-¡Un ponche, camarero!

Los demás también tomaban ponche y los que pasaban les rozaban. El camarero iba y venía. La vida de un domingo por la mañana alrededor de una gran estación continuaba como si no estuviese en juego la cabeza de un hombre.

La aguja, por su parte, avanzaba a sacudidas por el cuadrante del reloj y, a las nueve, la pareja se levantó, se dirigió hacia una ventanilla.

-Dos segundas "ida" Bruselas...

-Segunda simple a Bruselas -dijo Maigret como un eco.

Luego los andenes atestados, el rápido en el que había que encontrar sitio, un compartimiento, en la cabeza, cerca de la máquina, en donde por fin la pareja se acomodó y en donde el comisario colocó su maleta en la red. La gente se abrazaba. El joven del sombrero hongo bajó para comprar periódicos y volvió con un paquete de semanarios y revistas ilustradas.

Era el rápido de Berlín. Había una gran algarabía. Se hablaban todas las lenguas. Una vez el tren en marcha, el joven, sin quitarse los guantes, empezó a leer un periódico mientras que su compañera, que parecía tener frío, ponía con gesto instintivo su mano sobre la de su compañero.

-¿Hay vagón restaurante? -preguntó alguien.

-¡Creo que después de la frontera! -contestó otra persona.

-¿Se para en la aduana?

-No. La inspección tiene lugar en el tren, a partir de Saint-Quentin...

Los arrabales, luego bosques hasta donde alcanzaba la vista; después Compiègne, en donde no se detuvo más que el tiempo de la parada.

El joven, de tanto en tanto, levantaba los ojos de su periódico y su mirada recorría el plácido rostro de Maigret.

Estaba cansado, era cierto. Maigret, que también echaba las mismas ojeadas furtivas, lo encontraba más pálido que los demás días, todavía más nervioso, más crispado, y hubiera jurado que sería incapaz de decirle lo que leía desde hacía una hora.

-¿No tienes hambre? -preguntó la joven.

-No...

Fumaba cigarrillos y pipas. Estaba oscuro. Las aldeas dejaban ver calles mojadas y vacías, iglesias en las que tal vez se decía la misa mayor.

Y Maigret tampoco intentaba volver a sopesar los hechos uno a uno, precisamente por temor al hastío, porque después de dos semanas y media sólo pensaba en aquel asunto.

El joven, frente a él, iba vestido sobriamente, más como un inglés que como un parisino: traje gris hierro, abrigo gris sin botones aparentes, sombrero hongo y, para completar el conjunto, un paraguas que había colocado en la red inferior.

Si se hubiese pronunciado su nombre en el compartimiento, todo el mundo hubiese temblado, porque, entre los periódicos diseminados sobre las rodillas, la mitad por lo menos hablaban todavía de él.

Un bonito nombre: Jehan d'Oulmont. Una excelente familia belga, varias veces representada en la Historia. Jehan d'Oulmont era rubio; tenía los rasgos bastante finos, pero la piel, demasiado sensible, enrojecía con facilidad, y los rasgos fácilmente agitados por tics nerviosos.

Por dos veces Maigret lo había tenido frente a él, en su despacho de la Policía Judicial y, por dos veces, durante horas, había intentado en vano hacer doblegar al joven.

-¿Admite que desde hace dos años es la desesperación de su familia?

-¡Eso le importa a mi familia!

-Después de haber iniciado sus estudios de Derecho, lo han echado de la Universidad de Lovaina por notoria mala conducta.

-Vivía con una mujer...

-¡Perdón! Con una mujer a la que un negociante de Anvers mantenía...

-¡El detalle carece de importancia!

-Maldecido por su familia, vino a París... Se le ha visto sobre todo en las carreras y en los locales nocturnos... Se hacía llamar Conde d'Oulmont, título al que no tiene derecho...

-Hay gentes a las que esto les gusta...

Siempre la misma sangre fría, a despecho de una palidez enfermiza.

-Conoció a Sonia Lipchitz y no ignoraba nada de su pasado...

-No me permito juzgar el pasado de una mujer...

-A los veintitrés años, Sonia Lipchitz ya ha tenido numerosos protectores... El último le dejó una cierta fortuna que ella ha dilapidado en menos de dos años...

-Lo que prueba que no soy interesado, porque, en ese caso, habría llegado demasiado tarde...

-No ignora que su tío, el conde Adalbert d'Oulmont -se tiene, en su familia, gusto por los nombres originales-, no ignora, digo, que bajaba cada mes a París por algunos días, en el hotel del Louvre...

-Para vengarse de la vida austera que se cree obligado a llevar en Bruselas...

-¡Sea!... Su tío, antiguo acostumbrado al hotel, reservaba siempre el mismo apartamento, el 318... Cada mañana montaba a caballo, en el Bois, almorzaba a continuación en un cabaret de moda y luego se encerraba en su apartamento hasta las cinco...

-¡Debía necesitar reposo! -replicaba cínicamente el joven- ¡A su edad!...

-A las cinco hacía subir al peluquero y a la manicura y...

-Y frecuentaba a continuación, hasta las dos de la mañana, los lugares en los que se encuentran mujeres hermosas...

-Todavía exacto...

Porque si el conde d'Oulmont, en cierta época de su vida, había sido un diplomático distinguido, era forzoso admitir que con la edad se había identificado poco a poco con el repertorio de viejos verdes y que no le faltaba ni la peluca.

-Siempre se ha dicho...

-Y le ayudó varias veces con sus subsidios...

-Y con sus lecciones de moral... Una cosa compensa la otra...

-Dos días antes del drama, en un bar de los Champs Elysées, usted le presentó a su amante Sonia Lipchitz...

-Como usted le hubiese presentado a su mujer...

-¡Perdón! Tomaron el aperitivo los tres y luego, bajo el pretexto de una cita de negocios, usted los dejó solos... En este momento, usted estaba, usted y Sonia, como se dice, a dos velas. Después de haber vivido largo tiempo en el hotel Berry, cerca de los Champs Elysées, en donde dejó a una ardiente coqueta, cuesta verle ahora yendo a parar a un hotel más que modesto del bulevar Batignolles...

-¿Me lo reprocha?

-Hay que creer que Sonia no le gustó a su tío, que la dejó inmediatamente después de cenar para ir a un pequeño teatro...

-¿Otro reproche?

-Dos días después, el viernes, hacia las tres y media, el conde d'Oulmont era asesinado en su apartamento, en donde, como de costumbre, echaba la siesta... Según el dictamen del forense, fue abatido por un golpe violento propinado por medio de un tubo de plomo o una barra de hierro...

-Ya he sido registrado... -contestó socarronamente el joven.

-¡Lo sé! E incluso tenía una coartada. Me enseñó, al día siguiente, su carné de apuestas, porque usted es un aficionado a las carreras... La tarde de la muerte, estaba en Longchamp y apostó a dos caballos en cada carrera... Boletos de la Mutua, encontrados en su abrigo, lo han establecido así y camaradas suyos lo vieron una o dos veces en el transcurso de la tarde...

-¿Usted ve?

-Lo que no impide que hubiese tenido tiempo, en el curso de la reunión, de subir a un taxi y llegar hasta su tío...

-¿Alguien me vio?

-Conoce lo bastante el hotel del Louvre para saber que no se presta atención a las idas y venidas de los clientes habituales... Sin embargo, un botones cree acordarse...

-¿No le parece que es demasiado vago?

-Una suma de treinta y dos mil francos en billetes franceses le fue robada a su tío.

-¡De tenerlos, hubiera tenido tiempo de pasar la frontera!

-También lo sé. No se encontró nada en su hotel. ¡Mejor! Dos días más tarde, su amante empeñaba sus dos últimos anillos en el Crédito Municipal y usted vive ahora de los cinco mil francos que ella recibió a cambio...

-¡Por lo tanto...!

¡Ése era todo el asunto! Dicho de otra manera, casi el crimen perfecto. La coartada era de las que no se pueden contradecir con éxito. Gente había visto a Jehan en las carreras aquella tarde. Pero, ¿a qué hora?

Había jugado. Pero, en ciertas carreras, su amante había podido jugar por él y no hay mucha distancia entre Longchamp y la calle Rivoli.

¿Un tubo de plomo, una masa de hierro? Todo el mundo puede procurarse uno y desembarazarse de él sin dificultad. Y todo el mundo, con un poco de habilidad, puede introducirse en un gran hotel sin hacerse notar.

¿El golpe de los anillos empeñados a los dos días? ¿El carné de apuestas de d'Oulmont?

-Usted mismo admite -decía este último- que mi buen tío recibía a veces mujeres en su cuarto. ¿Por qué no busca por ese lado?

Y, lógicamente, no había ni una fisura en su razonamiento. Tenía tan poco que, cuando se presentó en el Quai des Orfevres, tras dos interrogatorios, y había manifestado el deseo de volver a Bélgica, se había visto obligado, a falta de elementos suficientes, a darle la autorización.

He aquí el porqué, desde hacía doce días, Maigret empleaba su vieja táctica: hacer seguir a su hombre paso a paso, minuto a minuto, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, hacerlo seguir ostensiblemente a fin de que el hastío, si se producía en uno de los dos campos, se produjese a su lado.

He aquí por qué también, aquella mañana, había tomado sitio en el compartimiento, frente al joven que, al verle, había esbozado un saludo y estaba obligado, durante horas, a representar la comedia de la desenvoltura.

¡Crimen vicioso! ¡Crimen sin excusa! ¡Crimen tanto más odioso en cuanto que cometido por un pariente de la víctima, por un muchacho instruido y sin taras aparentes! ¡Crimen a sangre fría también! ¡Crimen casi científico!

Para los jurados, esto se traduce por una cabeza que cae. Y aquella cabeza, un poco pálida, cierto, apenas coloreada en los pómulos, se levantó para la inspección aduanera.

Faltó poco para que hubiese protestas en el compartimiento. Maigret había dado órdenes por teléfono y, para la pareja, el registro fue minucioso, tan minucioso que se hacia indiscreto.

Resultado: ¡nada! Jehan d'Oulmont sonreía con su pálida sonrisa. Sonreía a Maigret. Sabía que era su enemigo. Se percataba también de que era una guerra de usura, pero una guerra en la que su cabeza estaba en juego.

Uno lo sabía todo: el asesino. Cuándo, cómo, en qué minuto, en qué circunstancias había sido cometido el crimen.

Pero el otro, Maigret, que fumaba su pipa, a despecho de los gemidos de su vecina, a la que molestaba el tabaco, ¿qué sabía? ¿Qué había descubierto?

¡Guerra de agotamiento, sí! Pasada la frontera, Maigret carecía del derecho de intervenir y se acababan de divisar los primeros caseríos de Borinage.

Entonces, ¿por qué estaba allí? ¿Por qué se obstinaba? ¿Por qué en el vagón restaurante, a donde la pareja iba a tomar el aperitivo, se instalaba en la misma mesa, amenazador y silencioso?

¿Por qué en Bruselas iba al Palace, en donde Jehan d'Oulmont y su amante tomaban un apartamento?

¿Había descubierto Maigret una fisura en la coartada? ¿Había olvidado Jehan d'Oulmont algún detalle que lo había traicionado?

¡Claro que no! En ese caso, lo hubiese arrestado en Francia, lo hubiese entregado a los tribunales franceses, lo que comportaba, sin disputa, la pena de muerte...

Y Maigret, en el Palace, ocupaba la habitación contigua. Maigret dejaba su puerta abierta, bajaba detrás de la pareja al restaurante, paseaba tras ellos a lo largo de los escaparates de la calle Neuve, entraba en la misma cervecería, siempre obstinado y tranquilo en apariencia.

Sonia estaba casi tan febril como su compañero. Al día siguiente no se levantó hasta las dos y la pareja almorzó en su habitación. Y oían el sonido del teléfono, porque Maigret encargaba el almuerzo.

Un día... Dos días... Los cinco mil francos debían acabarse... Maigret seguía allí, con la pipa en la boca, las manos en los bolsillos, sombrío y paciente.

Pero ¿qué sabía? ¿Quién hubiera podido decir lo que sabía?

¡En verdad Maigret no sabía nada! Maigret "sentía". Maigret estaba seguro del caso, hubiera apostado su apellido a que tenía razón. Pero en vano había dado vueltas cien veces al problema en su cabeza, había interrogado a los choferes de París y en particular a los especialistas en carreras.

-¡Ya sabe! Vemos tanto... ¿Tal vez...?

Tanto más cuanto que Jehan d'Oulmont no tenía nada de particular y que las gentes a las que enseñaba su fotografía reconocían inmediatamente a algún otro.

El olfato no bastaba. La convicción tampoco. La justicia exige una prueba y Maigret seguía buscando sin saber quién se cansaría primero. Paseó tras la pareja por el Jardín Botánico. Asistió a veladas de cine. Comió y cenó en excelentes cervecerías, como le gustaba, y se atiborró de cerveza.

A la lluvia la había reemplazado una especie de nieve fundida. El martes, calculaba el comisario, apenas les quedaban trescientos francos belgas a sus víctimas y tal vez, se dijo, tendrían que echar mano del "tesoro escondido".

Era una vida agotadora y, por la noche, tenía que despertarse al menor ruido producido en la vecina habitación. Pero seguía como esos perros que, tumbados en el suelo, se dejan aplastar antes que retroceder.

La gente, a su alrededor, continuaba sin darse cuenta de nada. Se servía al pálido Jehan d'Oulmont como a un cliente cualquiera sin percatarse de que su cabeza no estaba muy segura sobre sus hombros. En una casa de baile alguien invitó a Sonia; luego desapareció, la volvió a invitar una hora más tarde y jugó tercamente con su bolso. Ese alguien, que parecía un joven de buena familia, hizo de lejos una señal de amistad a d'Oulmont.

Era poca cosa. Transcurría ya el tercer día en Bruselas. Sin embargo, en aquel minuto, Maigret tuvo por fin la esperanza de triunfar.

Lo que hizo entonces era tan poco corriente en él que la señora Maigret se hubiese quedado de una pieza. Se dirigió hacia el bar de la boîte y se tomó varias copas en compañía de mujeres que lo asaltaban; pareció divertirse mas allá de los límites admitidos y acabó, casi vacilante, por invitar a Sonia a bailar.

-¡Si puede tenerse en pie! -dijo secamente.

Dejó su bolso sobre la mesa, dirigió una ojeada a su amante, pero éste a su vez salió a bailar con una de las señoras de la casa.

En aquel momento, mientras las dos parejas estaban mezcladas entre las demás, bajo una luz anaranjada, ¿quién hubiera podido prever lo que iba a pasar?

Maigret, acabado el baile, no estaba solo. Un hombrecillo vestido de negro lo acompañaba hasta la mesa de la pareja y era él quien pronunciaba:

-¿Señor Jehan d'Oulmont?... Sin ruido... Sin escándalo... Estoy encargado por la Sûreté belga de detenerlo...

El bolso seguía allí, sobre la mesa. Maigret parecía pensar en otra cosa.

-¿Detenerme en virtud de qué?

-De una orden de extradición...

Entonces la mano de d'Oulmont alcanzó el bolso. Luego, de repente, el joven se incorporó, apuntó sobre Maigret un revólver y...

-He ahí uno que no irá al paraíso -farfulló.

Una detonación. Maigret seguía de pie, con las manos en los bolsillos. Jehan, con el revólver en la mano, se asustaba. Los bailarines huían. El habitual maremágnum...

-¿Comprende? -decía Maigret al jefe de la Sûreté de Bruselas-. Yo carecía de pruebas. ¡Sólo tenía indicios! Y lo sabía tan inteligente como yo... Que había matado a su tío, yo era incapaz de demostrarlo. Y sin duda hubiese escapado al castigo si...

-¿Si...?

-Si no hubiese sido antiguo estudiante de Derecho y si la pena de muerte hubiese existido realmente en Bélgica... Me explico... En Francia, mató a su tío por necesidad de dinero... Sabía que allí su cabeza estaba en juego... Refugiado en Bruselas, está seguro de la extradición si el crimen llega a ser probado... ¡Y yo continúo detrás de él! Dicho de otra forma, tal vez tengo indicios o pruebas... No tiene salvación...

"O más bien sí... Una cosa puede salvarlo de la guillotina, una cosa que ya salvó al asesino Danse... El que comete una nueva muerte, antes de efectuarse la extradición, será juzgado por la Justicia belga que no conoce la pena de muerte, pero que lo enviará a la cárcel para el resto de sus días...

"Este es el dilema en el que he querido arrinconarlo siguiéndolo paso a paso. Carecía de arma. El gesto de su amante, esta noche, mientras la pareja estaba en las últimas, me ha hecho ver que habían conseguido, gracias a la complicidad de un antiguo camarada, procurarse una, que se encuentra en el bolso.

"Durante el baile, un agente ha cambiado el revólver cargado de balas por uno cargado con salvas...

"Luego el arresto...

"Jehan d'Oulmont, asustado, que se juega la cabeza, prefiere cadena perpetua en Bélgica y dispara...

"¿Comprende?"

¡Había comprendido, sí! Había comprendido que un segundo crimen salvaba la vida al asesino del anciano conde d'Oulmont.

Por lo demás, la sonrisa sarcástica del joven proclamaba:

-¡Ya ve como no tendrá mi cabeza!

-¡Su cabeza, no! ¡Lo que no impide que ya no pueda hacer daño!

¡Y que, por fin, Maigret tenía derecho a pensar en otra cosa!




Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/simenon/pena.htm

lunes, 21 de febrero de 2011

CONSTANTINOS CAVAFIS

PARA QUE VENGAN

Una vela basta. Su dudosa luz

se presta más, será más cordial,

cuando vengan las Sombras, las Sombras del Amor.

Una vela basta. Que el cuarto esta tarde

no tenga mucha luz. En la ensoñación

y en la sugestión, y con poca luz,

en la ensoñación, tendré la visión

de que vienen las Sombras, las Sombras del Amor.

Ryunosuke Akutagawa





DECLARACION DEL LEÑADOR INTERROGADO POR EL OFICIAL DE INVESTIGACIONES DE LA KEBUSHI

-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que me acercaba.
¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la víctima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera.

DECLARACION DEL MONJE BUDISTA INTERROGADO POR EL MISMO OFICIAL

-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. El marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su cara. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku1 cuatro sun2, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago... Lo lamento... no encuentro palabras para expresarlo...

DECLARACION DEL SOPLON INTERROGADO POR EL MISMO OFICIAL

-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong1, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.
De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él el que mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo.
No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.

DECLARACION DE UNA ANCIANA INTERROGADA POR EL MISMO OFICIAL

-Sí, es el cadáver de mi yerno. El no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehiro Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.
Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba ese destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que... (Los sollozos ahogaron sus palabras.

CONFESION DE TAJOMARU

Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante... Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como la que ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras que vosotros matáis por medio del poder, del dinero, y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matáis vosotros, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la habéis matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta, me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)
Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar al hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia... Luego... ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos... Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.
Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte... (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada.
¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)

CONFESION DE UNA MUJER QUE FUE AL TEMPLO DE KIYOMIZU

-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido... un resplandor verdaderamente extraño... Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera, ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia. El bandido había desaparecido, y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentí en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante, me aproximé a mi marido, y le dije:
-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte. Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal.
Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:
-Te pido tu vida. Yo te seguiré.
Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».
Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después... ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle... ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido... qué podría hacer. Aunque yo... yo... (Estalla en sollozos.)

LO QUE NARRÓ EL ESPIRITU POR LABIOS DE UNA BRUJA

-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No le escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. El le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos.
Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¿Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado? Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible? ¿Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas? Palabras que... (Se interrumpe, riendo extrañamente.)
Al escucharlas, hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone, ¿no tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza? ¿Quieres que la mate? ...».
Solamente por esta actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla.
Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo del sol que desaparecía... Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar...



Fuente: http://www.elortiba.org/akutagawa.html