martes, 2 de noviembre de 2010

Héctor Tizón




Hace ya muchos años, cuando yo era un niño, a Yala sólo se podía llegar por tren; en los prolongados veranos, que aquí van de noviembre a marzo, el estiaje de los ríos cortaba los caminos y nadie -hombre ni bestia- se atrevía a desafiar sus torrentes desmadrados y rugientes que a su paso, cuesta abajo arrastraban piedras, troncos muertos y árboles arrancados de cuajo. Yala entonces, un pueblo no más grande y numeroso que un par de familias, gozaba de autonomía, la gente moría longeva y era enterrada en el camposanto que entonces estaba junto a la antigua y pequeña iglesia. Contaba el pueblo con dos boliches ejemplares, un peluquero ambulante, un loco manso y patético como Job, dos ingleses, un húngaro, que enseñó en mi casa a fabricar embutidos de hígado de ganso, una bruja que había perdido la gracia y un lapidario, no de piedras preciosas ni de mármol, sino de cantos rodados y lajas.

Aquí puede decirse que he nacido y aquí estoy sintiendo cómo transcurre la vida. No ha cambiado mucho, salvo la velocidad, que ha muerto a las distancias. Aunque ahora ya hay muchos que no nos conocemos. Pero, en lo que importa, todo está como lo veían mis ojos cuando se deslumbraban con la luz y la oscuridad y las tormentas y las nubes amontonadas vagabundas en el cielo. Ya no está aquí la dulce voz de mi madre ni los silencios de mi padre. Ya no está "Madreselvas en flor" ni hay "Noches de ronda" en la victrola familiar. Pero sí están y seguramente estarán sus altas montañas verdes y sus bosques y sus lagunas, sus cielos surcados por bandadas de golondrinas y de loros que se turnaban en sus exilios y regresos, y apenas dejo que mis recuerdos escapen, escucho el gorgotear de aguas que se deslizan con indisciplina en el silencio, y casi siempre en mis paseos por los callejones de Yala, me cruzo con Hesíodo, con el Buen Ladrón, con la Celestina o Estebanillo González, con un campesino que fue tripulante del Pequod, con una mujer del coro griego con sus paños de luto, con un parroquiano de las tabernas de Chaucer, con un discípulo de Jesús. También veo a Shylock despachando harina al menudeo en su almacén y anotando ávidamente en las libretas de al fiado de sus clientes; a todos los habitantes de Fuenteovejuna, al cochero de un sueño de Quevedo, a Huckleberry Finn; veo el esplendor de una siesta en Typasa y una puesta de sol en Laponia; al Diablo de Fausto, pero jugando a la taba. Y escucho ladrar a los perros del porquero de Ulises. Me cuentan de una ciega que recuperó la vista al golpear la cabeza contra un poste, y de un peón ferroviario, que atormentado por los celos, balaceó la fotografía de su mujer. Escucho hablar de los ómnibus que llegan de La Quiaca y el eco de las palabras de aquellos que esperaban las naves de Sidón y Tiro o los bajeles vikings. Hay un rasgueo de guitarra común a Lorca, Santos Vega y Borges, y un paisaje de bruma y de verde que ya ha sido señalado por Baroja. Yo he llevado una canasta y compro vino y pan y vuelvo a comprobar que esa hambre y esa sed no hacen más que reflejar como en una sucesión de espejos el antiguo ritual. Y pienso, o siento -que es pensar con ganas- que el símbolo encarnado en Jesucristo, vida, pasión y muerte, no es más que la repetición de ese sueño soñado por el viejo Heráclito.

Todos en realidad, al cabo de los años, llevamos Yala en el fondo de nuestro corazón.


Fuente:http://www.educ.ar/educar/yala-jujuy-por-hector-tizon.html

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